Sombras en el paraíso
La anti-épica del basurero, o una historia sobre dos perdedores de vidas corrientes, sombras humanas en un supuesto paraíso nórdico (ya empieza la mala leche desde el título), sin más perspectivas de futuro que aguantar lo que les echen encima y esperar a que llegue el viernes. El tal Nikander viene a ser ese héroe anónimo y sin suerte que protagonizaba Ladrón de bicicletas, alguien pobre y sacrificado, pero lleno de dignidad, cuyo aprendizaje idiomático oculta tal vez un deseo de cambio. Comedia romántica sin maldita la gracia, en realidad, donde él y ella se buscan sin encontrarse; destaca la ingenuidad de él, cómo se aferra a la cajera pese a no ser nadie especial, en apariencia... en cuanto a ella, más imprevisible en cuanto a carácter, parece tropezar una y otra vez con la misma piedra. Una irregular sucesión de idas y venidas que acaban, sin embargo, en un mandémoslo todo al carajo, un descubrimiento mutuo en pos de una huida de tan asfixiante realidad; la URSS como horizonte de libertad (de coña marinera -nunca mejor dicho- ésto).
Muchos detalles curiosos por el camino: el perro negro huyendo (¿el alma del compañero que se va?), el flirteo con cierta temática de robos y delincuentes simpáticos (el amigo patibulario despidiéndose de ellos cual hado madrino), el radiocasete que lleva ella a todos lados... por no hablar del tabaco omnipresente (aquí fuma todo dios). Frente a la rutina de uno, la despiadada explotación laboral y al mismo tiempo sentimental y sexual de la otra. A destacar, formalmente, una marcada atmósfera de cuento, narrativamente conciso y como en viñetas (ese montaje inicial de la jornada diaria de trabajo), de una parquedad interpretativa extrema, con esos dos angulosos rostros de ambos, habitantes de un mundo cutre incluso en los momentos de ocio (sus soledades de discoteca). Músicas de todo tipo casi como un ruido de fondo, que añaden una nota frente al despojamiento estético. El protagonista, por cierto, tiene cierta aura mítica y un extraño carisma, con su bigotón y esa presentación que hace de sí mismo.
Ariel
No mucho que añadir sobre ésta, en cuanto a que supone una continuación de estilo y de temáticas. Tras el cierre de una mina en un pueblo de mala muerte, un minero queda por completo desamparado tanto en lo económico como en lo vital y existencial, condenado a la soledad, a la libertad (para lo bueno y lo malo) y a la superviviencia por todos los medios. En su viaje en pos de su destino encontrará amigos y enemigos, gente aprovechada, y tal vez el amor. Aquí tenemos mayores dosis de humor negro (ese desopilante suicidio inicial, no por ello menos desolador) y un cruce insólito de géneros; drama social (incidiendo incluso más en problemas como el trabajo ilegal y precario, el cierre de industrias...), cuento de hadas agridulce, cine carcelario (criticando el autoritarismo estatal y cómo las víctimas suelen ser quienes no tienen nada), todo ello contado a pinceladas, con nuestro (anti)héroe como hilo conductor.
Al final incluso deriva en una cosa pulp y de robos, mínima y melvilliana, una buddy movie patosa con un secundario de lujo como es el protagonista de Sombras... y actor fetiche de Aki. Una relevancia particular del azar, del ir a la deriva, por ejemplo, con el hallazgo accidental de la tecla para subir la capota del coche (otro elemento surreal y esperpéntico). Nos se libran de los dardos del director ni ciertas instituciones supuestamente caritativas, en el fondo tan inhumanas como todo lo demás. Otra vez el omnipresente tabacazo, y de nuevo un barco (el Ariel del título) como única esperanza en un mundo desesperanzador. Gags absurdos, o no tanto, como el del robo del retrato para ponerlo en la parred (el afán de quienes no tienen nada por tener algo propio), así como toques de sensibilidad femenina, con una madre soltera y pluriempleada (quienes peor lo pasan) con un hijo pegado a los tebeos con los que se evade.
La chica de la fábrica de cerillas
Culmen de esta trilogía, y a mi juicio, aterradora obra maestra donde el finés muestra un mayor refinamiento de todas sus constantes. Un puro ejercicio del estilo minimalista y tan personal de este hombre, de depuración tanto narrativa (cuenta una historia mínima, universal y dolorosa, haciéndolo con lo imprescindible) como expresiva, apurando cada gesto, con una inexpresividad entre lo bressoniano y lo keatoniano. Casi, de hecho, una nueva versión de Mouchette, con una actriz (Kati Outinen, con todo a sus espaldas) cuyo rostro feúcho y vulgar la convierte en una criatura única, con una no-intepretación meritoria y en su sitio. Narración de un infierno en vida, relato de corte naturalista en torno a una mujer puteada y perseguida por el infortunio, atrapada por un empleo alienante y sin futuro, por una familia que la tiene poco menos que por esclava doméstica (el padrastro, cuanto menos), en un mundo sin relaciones afectivas, donde todo es una pura transacción económica y los billetazos son los auténticos protagonistas.
Impensable, por lo tanto, cualquier romanticismo en un ambiente semejante (las novelas románticas que lee ella solamente pueden ser un puto chiste). El principio nos muestra el proceso concreto de fabricación de las cerillas (para encender... sí, cigarrillos), preciso, implacable, como el determinismo atroz de la historia que nos contarán. Aquí no hay ningún barco que nos lleve a un nuevo y mejor lugar, no hay esperanza ni redención posible (ni siquiera por parte del punki -¿un ex?-, más un tipo compasivo que un amigo real). Lo que sí hay es humor, pero más negro, más hijo de puta y con mayor sentido que nunca (el encuentro en el bar, con nuestra Iris convertida en ángel vengador). Siguen, desde luego, idénticos fondos musicales y foto colorista (se nota que este hombre trabaja con sus propios colaboradores). El final nos hace plantearnos si tenemos cojones de juzgarla por lo que ha hecho, o más bien es la sociedad la auténtica zorra sin escrúpulos... y las fuerzas del orden y la ley, sus auténticos perros guardianes.