Perteneciente a aquel cine patrio noventero-dosmilero, entre el género y lo “autoral” y con gente como Fresnadillo y Amenábar a la cabeza,
En la ciudad sin límites es un drama en torno a los secretos y trapos sucios varios de una familia de postín, pero con envoltura de thriller, intriga y giros de guion.
Un expatriado (Sbaraglia) vuelve a casa desde Argentina a causa de la enfermedad del padre, un anciano Fernán-Gómez aparentemente fuera de sus cabales, pero cuyo delirio paranoico quizá tenga algo de verdad, más aún cuando a su alrededor se mueven un par de hijos competitivos, una propiedad empresarial, una madre autoritaria (Geraldine Chaplin) que sostiene los restos del naufragio… lo que ocultan sus máscaras no tardará en salir a la luz, incluyendo al protagonista, el típico “pijo que no estudió ADE” cuyos fuegos por la mujer del hermano todavía arden.
Arranca con una secuencia de tintes expresionistas y prosigue en el escenario inhóspito de una ciudad oscura (París), la “ciudad sin límites” de la que nadie puede escapar, como no se puede escapar de un recuerdo atormentador durante toda la vida, y que también puede ser metáfora de ese capitalismo devorador y deslocalizado. Historia, en el fondo, en torno al desengaño político de los activistas clandestinos, y posteriormente, miembros acomodados de la buena sociedad, pero con problemas de conciencia. De amor y militancia, decisiones equivocadas y principios firmes que se traicionan y abandonan en favor de algo mucho más pragmático y fácil de afrontar, aunque doloroso.
Esta idea del secreto y las cuentas pendientes es la que relaciona los diversos hilos de la película, presentando a unos personajes con sus claroscuros, a menudo tontos e hipócritas, con el elemento de humor algo pasado de rosca de la cuñada resentida, aunque no puede evitar un final con el prota señalando y discurseando fuerte; no deja de ser un film que busca el aplauso y epatar, pese a un final de miradas mudas, impotencia y aceptación. Sobresale la Chaplin como malvada y mentirosa que tiene sus razones para actuar así, con una actuación hierática y taimada, y sobre todo un entrañable Fernán Gómez en uno de los papeles finales de su trayectoria, a la búsqueda de su Rosebud particular (“Rancel…”).
El director, que no se olvida de introducir el tetamen de la novia argentina para captar la atención desde el inicio, recurre a un estilo visual videoclipero muy en boga por entonces y que acaba por ser lo que peor ha envejecido de la propuesta, con cámaras ultrarrápidas, decisiones grandilocuentes y flipadas varias, amén de lo excesivamente musicalizado que está todo (a veces parece la música del telediario, por cierto), a la búsqueda del gran efecto dramático, y ese es el gran pero que puedo ponerle a una película en general estimable.