La mala educación
O los amores corrompidos según Almodóvar. Quedarse con lo de la pederastia o con lo autobiográfico es quedarse corto; en el cine de este hombre siempre hay más donde rascar, siendo el todo más que la suma de las partes (y ni hablemos de realismo facilón... aunque sí que hay un componente muy crítico en este caso). Tan escabrosa cuestión no deja de ser uno de los hilos en la complicada trama que propone el manchego, una sucesión de arriesgados malabares con diversos planos de realidad (verdad y ficción, pasado y presente) cuyo denominador común es que todo el mundo chantajea, traiciona y miente (aquí todos dirigen, cantan, interpretan, tienen inquietudes literarias… es decir, son farsantes patológicos); en el amor siempre hay un dominante y un dominado, nadie es culpable ni inocente por completo, e igualmente enrevesadas son las distintas identidades y orientaciones sexuales de cada uno. Por otra parte, el vínculo entre vida y cine (tanto el mitificado de Hollywood como el más castizo) es tan estrecho, tan natural la mezcla, que incluso resulta difícil, por no decir absurdo, intentar separar una cosa de la otra. Un cuento dentro de la narración principal (¿la hay?), otro cuento a su vez dentro de éste… que además es un flashback del mundo real. A continuación, una variación del primero en forma de adaptación fílmica. Una locura, con un tramo final adentrándose sin miedo en el melodrama noir más clásico, sobre hombres manipulados y mujeres fatales (muchacho fatal en este caso).
Como de costumbre, una auténtica filigrana estética en el uso del color, un apartado que dice mucho por sí mismo. Personalidades múltiples, suplantaciones vampíricas, que no falten: un cura convertido en editor, un niño angelical que se vuelve una criatura maldita... y luego está el Gael, cual Madeleine de Vértigo (un ser femenino de ensueño, un actor principiante, un personaje de novela negra, tanto da). Pero como suele ocurrir, el peor vampiro es el director de cine, que obtiene sus historias de hechos truculentos, capaz de cualquier cosa con tal de sacar su película adelante (la relación con su amante-asistente le deja en no muy buen lugar). Lejos del habitual humanismo del autor, esta película rezuma pesimismo (denota incluso autoconsciencia el detalle de la reescritura del guión para hacer el final más trágico). Sólo en la última nota escrita por el muerto (o la muerta) queda una tenue esperanza, que no está en el futuro, sino en el pasado, en un recuerdo de amor infantil y puro que es lo único auténtico y que no daña. Asoma de nuevo el mundo rural, incorrupto, la presencia entrañable de la madre y la abuela. La parte de la niñez, por cierto, está tratada con una sutileza no exenta de capacidad para incomodar, teñida además de nostalgia (tremendo ese Moon river a la española), atreviéndose incluso a mostrar sexualidad entre niños, o a humanizar a un monstruo que, en el fondo, es un ser patético, un eterno perdedor vapuleado por todo y todos, enamorado de quien menos le conviene.