La jungla de asfalto
Como gran parte de Huston, en el fondo es un cuento en torno a las miserias humanas, el poder del azar y la absoluta fragilidad y precariedad del destino humano, siempre a trancas y barrancas, a merced de los avatares de la vida. Los personajes son gentes fáciles de calificar como perdedores, como auténticos tirados que sin embargo aparecen retratados bajo la luz de una enorme dignidad y empatía, diferenciado cada uno del resto y con sus propios problemas… pero de algún modo, hermanados por un idéntico fatalismo, por el deseo común de una huida desesperada de esa ciudad anónima, de la guarida de alimañas que es esta “jungla” de asfalto.
Es fácil intuir que nada saldrá como estaba planeado y que la vida no demuestra piedad hacia nadie. Unos, como el abogado, ofrecen una falsa fachada de respetabilidad. Otros (el de la caja fuerte) sólo aspiran a tirar como pueden junto a los suyos, o bien buscan un retorno a un hogar que ya no existe (Sterling Hayden), o a un paraíso que sólo existe en sus cabezas, en sus pequeñas esperanzas e ilusiones, seguir adelante un día más al lado de la persona a la que quieren, o el pagafantismo femenino en todo su triste esplendor. Parias y buscavidas que conforman un fresco de lo mejor y también de lo peor; amistad, camaradería, amor a veces no correspondido (devastadora la subtrama mínima de la mujer enferma), traición también… con más de una referencia al alcohol que no podía faltar.
Marilyn, en un papel menor pero memorable de pequeña lagarta, desprende también una cierta vulnerabilidad. Como precursora del género de atracos imperfectos, la película concentra el crimen sin dedicarle excesivo metraje para abordar su auténtico objetivo; los preparativos, reuniendo a los participantes, a quienes conocemos de modo un tanto disperso, y sobre todo las consecuencias. Quizá por las simpatías hacia los desfavorecidos, o por la presencia explícita de un policía corrupto (personaje, por cierto, tan patético y obligado por las circunstancias como los demás), acaba colándose, tal vez por imposición, una exaltación y loa al estamento policial y la importante labor que hace. La escena del robo se caracteriza por una frialdad y carencia de énfasis que solamente incrementa la angustia, actuando con enorme cuajo estos profesionales. Y es que está el film plagado de hallazgos en su construcción visual y narrativa; desde esas imágenes de unas calles vacías, capturadas en encuadres precisos, hasta un último puñetazo emocional entre los caballos, tan lejos ya de toda la mierda, que es de un lirismo total (ayuda la partitura de Rosza), pasando por una carta hecha pedazos seguida de un suicidio fuera de campo, una presentación (la del alemán) que configura lo mítico del ladrón veterano, y lo que para mí es el culmen del patetismo; la autoridad irrumpiendo para detener al delincuente… en su propio funeral.