Son varios los motivos que convierten “El cuento de la princesa Kaguya” en un hito no solamente del cine de animación sino, como pasa en no demasiadas películas del estudio Ghibli, de todo el séptimo arte. Como bien sabrá todo aquel que le guste seguir novedades del cine, Ghibli cerró su departamento de producción poco después del anuncio de la jubilación de Hayao Miyazaki, cofundador de los estudios junto a Isao Takahata, Yasuyoshi Tokuma y Toshio Suzuki. “El recuerdo de Marnie” (Hiromasa Yonebayashi, 2014) y “El cuento de la princesa Kaguya” fueron las dos últimas películas producidas por los estudios, y ésta última es además, y en principio, la última obra de Isao Takahata, director de joyas tan diferentes como excelentes como son “La tumba de las luciérnagas” (1988) o “Recuerdos del ayer” (1991). Además, hablamos de una película que ha estado en desarrollo durante ocho años al querer conseguir un estilo animado único basado en las acuarelas y el dibujo al cartón. Lo más importante, estamos ante una película simplemente brillante, hipnótica e increíblemente evocativa.
La premisa está basada en un cuento japonés popular titulado “El cuento del cortador de bambú” del siglo X sobra una pareja de ancianos que ya no pueden tener hijos y un día encuentran una niña pequeña dentro de un tronco de bambú a la que deciden adoptar. A medida que Kaguya crece se va haciendo amiga de los chicos y chicas que conviven en la montaña, donde aprende unos valores que la definirán como persona y que la enfrontaran con las barreras que se pondrán en su camino. La vida en los bosques nos es presentada como idílica, ante lo que el grupo de personajes cantan una melodía folclórica sobre el ciclo de la naturaleza y, por extensión, de la vida. Aunque se trata de una película de conflicto interno, en el mejor de los casos, e inexistente durante parte del metraje, se desprende de ella una sensación melancólica que medita sobre la brevedad de la vida y la desoladora rapidez del paso del tiempo. El punto cautivador de la película es la belleza de unas imágenes animadas con un estilo único y una historia reflexiva que avanza pausadamente pero sin detenerse. Lo mejor que se puede hacer para conocer más detalles sobre ella es simplemente adentrarse en el mundo creado por Takahata y dejarse llevar por el torrente emocional que se desprende de sus imágenes.
Es innegable que lo primero que llama la atención de la película es el mencionado estilo utilizado por Takahata, muy diferente a lo visto incluso en las propias películas de Ghibli. Aunque el director ya utilizó la animación a modo de bosquejos y las acuarelas incompletas en “Recuerdos del ayer” y en mayor medida en “Mis vecinos los Yamada” (1999), es aquí donde el estilo alcanza su máxima expresión en un trabajo que ha ocupado ocho años de las vidas del director y del equipo de animación. Cada línea, cada gesto, están ejecutados con una artesanía suprema sin regodearse en si misma. Es un estilo que parece responder más bien a la premisa de cuento infantil al tener planos que parecen sacados de un libro propiamente para niños, o, seguramente más certero dada su nacionalidad, como si se tratara un kakemono (las ilustraciones japonesas plasmadas en un scroll vertical) en movimiento. En ellas, los paisajes se funden hacia los contornos del cuadro en un efecto vignette y en algunos momentos los personajes parecen estar dibujados por ráfagas de acuarela. Takahata y su equipo utilizan una paleta de colores pasteles y unos trazos que transmiten una serenidad muy acordes con las intenciones de la historia, que terminan convergiendo en un acabado visual detallista que solo se puede tildar de supremo.
Es importante no equiparar una animación parecida a la de los cuentos infantiles con que la obra esté destinada a un público joven. La película puede no ser apta para todos los gustos y el mensaje que guarda lo entenderán mejor los adultos que los más pequeños de la casa. El canto e idealización de la naturaleza y el campo, el poder del crecimiento personal y el que uno mismo sea su propia persona sin reparar en su entorno más próximo han sido siempre temas importantes en la filmografía de los estudios Ghibli. Si en “Recuerdos del ayer” la protagonista Taeko decidía abandonar su vida en la gran ciudad para empezar de nuevo en el campo debido a la frustración con respecto a su vida, algo parecido sucede aquí con los deseos de Kaguya. El tiempo avanza cada vez más rápido cuando uno se hace mayor y los anhelos de los personajes los llevan finalmente hacia donde sienten -o deben- que tienen que estar. Kaguya sabe perfectamente donde se halla su corazón, pero su propia bondad será a la vez su mayor virtud y su mayor enemiga. Takahata junta el ritmo reflexivo de la historia y el preciosismo de las imágenes con la sensibilidad musical del compositor Joe Hisaishi, quien crea una banda sonora que entra solamente cuando tiene que entrar, y si se echa de menos es únicamente por la calidad de su trabajo.
A pesar de que se le puede criticar de un alargamiento innecesario del metraje con alguna subtrama que poco añade al conjunto general; y también de unos personajes secundarios que pecan de caricaturescos, “El cuento de la princesa Kaguya” se puede considerar otra obra cumbre de un estudio que nació para exprimir los recursos de la animación como pocos han logrado hacer. A partir de un conflicto interno intimista, se explora toda una parábola sobre el vacío de las posesiones terrenales y el poder inmortal del amor. Si la premisa no convence, la película sigue teniendo la virtud de una animación brillante que merece ser vista en las mejores condiciones posibles.
Imprescindible e inolvidable.