Eureka, la nueva propuesta de este argentino, es radical en cuanto a concepto: tres historias separadas pero unidas por débiles puentes, cuyo nexo definitivo nunca termina de ser evidente ni lógico. Pero también en lo que respecta a ritmo, personajes y narrativa, muy alejados de lo convencional. De ahí que me haya parecido una película difícil de ver, que gana después, y no tanto durante un visionado en el que te encuentras perdido y sin hacer pie, a merced de las imágenes a veces poderosamente hipnóticas, a veces ininteligibles sin más de Alonso. Cine semejante a una exploración lejos de territorio conocido, abierto a la sensibilidad de quien esté dispuesto a adentrarse en él, o tal vez de un espectador-creyente que, en todo caso, parece obligado a hacer tabula rasa, mirar con otros ojos y aceptar lo que le ofrecen... o bien a renegar de ello.
Puede decirse que esto va sobre el indio en general, las poblaciones indígenas y su proceso de corrupción, su olvido, o bien explotación a manos de quienes ostentan el poder y la fuerza, mostrado todo ello en distintos contextos, a la manera de un conjunto de intuiciones y sin un discurso o denuncia evidente. De hecho habría una crítica a esto en cierta figura occidental y compasiva (Chiara Mastroianni), que se ha quedado tirada en un entorno que no es el suyo.
La primera de las historias es un western en blanco y negro con Viggo Mortensen y funciona a modo de prólogo, cortometraje y cine dentro de cine. Remake en miniatura de “Centauros del desierto” en formato cuadrado, de tono pausado y estático, presenta un far west insólito: frente al indio libre en un entorno natural majestuoso, un averno gótico sin el menor orden y ley, en buena medida representado gracias a un fondo sonoro (gritos, disparos) que pone los pelos de punta, con lo peor a la vuelta de cualquier esquina de semejante pueblo de mala muerte… Ejemplar segmento, logrado con apenas unos trazos.
La segunda constituye el grueso de la cinta y nos traslada a una reserva india de la actualidad, con sus problemas de hundimiento económico y moral de la población nativa americana, drogas, decadencia, juventudes perdidas, débiles intentos de algunos por labrarse un futuro… vista por una resignada mujer policía a lo largo de su frustrante jornada nocturna. Aquí, donde parece que habrá un caso, una investigación o lo que sea, es donde el film colapsa y se adentra en un ¿relato? que se estanca sin rumbo, exasperante, con planos dilatados hasta la extenuación y con una sensación, aparte del tedio, muy presente; la de hallarnos ante una espera sin fin que sólo puede ser previa a la muerte, a la desaparición definitiva de una forma de vida de la cual sólo quedan fantasmas.
Como tercera y última, una especie de fábula amazónica que parece contagiada del espíritu de Apichatpong y que se inicia a partir de una fuga o epifanía visual. Hay un tiempo de los sueños, un paraíso que tal vez nunca ha sido tal, donde se introduce sigilosa la civilización y el consumo (estamos en el Brasil de los años 70 y la crisis del petróleo) pero también irrumpe el pecado original, el del egoísmo, los celos... la posesión, en definitiva, que destierra del edén y arroja al sujeto a un trabajo inhumano. El indígena se ve reducido, una vez más, a una sombra en busca de descanso, el barquero le llevará a la otra orilla a cambio del tesoro. En medio, la enigmática presencia de un ave, el jabirú, cuyo papel es el de un mensajero, el alma de los pueblos o quizá la posibilidad de una resurrección, la continuidad más allá de la violencia y de las duras condiciones del mundo. El “coronel” es otra figura ambigua que, en sus distintas encarnaciones, se encarga de guiar a los protagonistas hacia su destino, mejor o peor.
Western, thriller policial, “slow cinema” o todo a la vez. El nivel de la representación fílmica, el de la pura y triste realidad y el del mito. El tiempo, como nos dicen, es una ficción, es invención humana, como las visiones que dan sentido a cada cultura, como la propia ficción cinematográfica, susceptible de atrapar, transformar y redimir ese tiempo. Y tal vez eso mismo, ese cruce de caminos, ese hallazgo, es “Eureka”.