Los destinos de un ladrón de poca monta hundido en la desesperación y un barón arruinado por su afición al juego se cruzan fortuitamente, surgiendo una afinidad inmediata entre estos dos seres en principio antagónicos en
Los bajos fondos, adaptación de una obra de Gorki que preserva nombres rusos y sistema monetario en rublos pese a una ambientación francesa de principios de siglo.
El pobre muerto de hambre (genial Jean Gabin que por instantes se adueña de la cámara que le filma) es un maleante pero con buen fondo y que querría llegar a hacer algo con su vida, librarse así de la inercia de su devenir miserable, mientras que el de buena posición preferiría lo contrario, borrarse y no ser nadie, dormir sobre la hierba. Comparten por lo tanto idéntica mirada desengañada, no exenta de cierta esperanza de que un día las cosas sean de otra manera. Moviéndose en ambas esferas, la de los pudientes, con sus salones elegantes y criados con librea, y la de los menesterosos (absoluta pobreza, suciedad, necesidad económica siempre acuciante…), la mirada de Renoir se alza como una condena de todo un sistema social carente, sin embargo, de alusiones reales concretas, un poco atemporal. En este mundo que nos presenta todo lo soluciona un buen nombre, un matrimonio de conveniencia, o bien el puro fingimiento hipócrita y religioso.
La supervivencia es la norma fundamental en una comunidad formada por absolutos desechos humanos, individuos entre mágicos y grotescos, no sabemos muy bien si locos, borrachos o ambas cosas; un actor en horas (muy) bajas, un anciano que suelta perlas de sabiduría, un tipo con un acordeón (al que por cierto, dan ganas, muchas, de introducirle dicho instrumento musical por cierto conducto corporal)… cada uno de ellos con su estrategia particular para hacer frente a sus duras condiciones. Peores aún, por cierto, para las mujeres, sean pobres muchachas desvalidas o una femme fatale a la que se le ha pasado el arroz.
La película lo mismo seduce que golpea, es en buena medida un melodrama duro y desgarrado que parece sacado de una novela naturalista, con un triángulo amoroso cargado de violencia y relaciones envenenadas. Una estructura de poder inestable la que se forma en una pensión de mala muerte, que puede colapsar en cualquier momento. Pero es también una comedia que alterna estas miserias con esa vida que sigue ahí, pese a todo, como ese sirviente fiel que lo aguanta todo, la inocencia de los niños jugando, un improbable romance chaplinesco. Trama coral, libre en su desarrollo, conforme al retrato de unos “bajos fondos” o masa anónima, con su propia ¿conciencia de clase? en la que el crimen se diluye, cobrándose su terrible venganza.
Si un recurso visual destaca en el hacer del director es su preferencia por extensos y elaborados travellings, con los que describe con sumo detalle, indaga y nos mete en escena. A destacar el que recorre un restaurante al aire libre, el que sigue un objeto (la bandeja del desayuno) para a partir de ahí mostrar el cuadro completo de una propiedad embargada, o bien la fuerza y elocuencia de las miradas, las que siguen indignadas a un hombre conforme se adentra en el casino. Hay, en fin, encuadres, reencuadres, cuadros vivientes (esos jugadores en la mesa) a distintas alturas y profundidad, adquiere el desvencijado albergue una entidad propia sin la que no se entiende del todo la existencia de sus patéticos huéspedes.