Recupera el espíritu del thriller noventero con asesino en serie y el contexto de la paranoia satanista de aquellos años (que por cierto, ya intentó sin mucho éxito Amenábar hace años), pero actualizándolo en las coordenadas del reciente “terror elevado” con gran ambición estética. No puede estar todo más trillado, con la detective inadaptada, sus traumas, incluso es bastante plano y previsible si se piensa un mínimo, pero de algún modo la película se las apañó para retener mi atención, no sé si porque Perkins es un hábil manipulador o porque tiene más donde rascar de lo que pudiera parecer.
La investigación policial se acaba entremezclando con un factor sobrenatural que contradice un tanto la lógica racionalista de este tipo de historias-puzzle, tampoco me pegan mucho, sin ir más lejos, las alusiones al glam rock hedonista de los setenta (sigue tratándose, supongo, de la música del diablo), siendo todo tan mustio y oscuro… a no ser que esa letra de “Get it on” hable de posesión y cosificación. Más bien parece que la función del argumento es la de una aproximación progresiva a un horror que se va haciendo presente en la figura, en principio incompleta, del tal “Longlegs”; un Cage alejado de su estatus de meme actual y reconvertido en un Joaquín Reyes de la vida que oscila entre el genuino mal rollo, el de un Drácula con sus propios Renfield y Harker (literal) y, por qué no decirlo, la vergüenza ajena, la excentricidad y el exceso que chirrían, otra vez, en esta apuesta por cierto terror susurrado… incluso él parece otro títere ridículo y fuera de lugar en el juego macabro de un gran manipulador o titiritero en la sombra, el “hombre de abajo” de cuyos designios nadie parece poder escapar, haga lo que haga.
La campaña de marketing, por cierto, ocultándole o mostrando muy poco, ha estado muy bien orquestada y seguro habrá tenido que ver con el inmenso hype montado alrededor de la peli.
La película vendría a ser un intento de descifrar el lenguaje del mal, presentado a través de mensajes enigmáticos de la biblia, números y signos incomprensibles, geometría (el triángulo invertido, las figuras subliminales proyectadas)… pero insidioso, omnisciente, y esto sólo puede hacerlo quien nunca ha dejado de ser una muñeca, ha tenido contacto cercano con él, desde luego no el feliz padre policía, con el perfil más bien de víctima propicia, ni la mera la lógica detectivesca. La infancia, como siempre, es el territorio olvidado donde se incuba un horror que adopta apariencias inocentes o caritativas para infiltrarse en lo cotidiano; el de las cuentas pendientes y las relaciones familiares emponzoñadas, sin resolver, así como los tratos poco recomendables con el maligno, pero que se realizan empujados por las circunstancias, pues parece que aquí todo el mundo es culpable de algo.
El cuento nevado que abre el film es de lo poco que rompe, con el cambio de formato, o con la serpiente que se desliza para hacer de las suyas en un blanco inmaculado, una continuidad de encuadres muy elaborados, los cuales desde el primer minuto recrean una atmósfera fría y al margen en tonos entre amarillos, negros y rojos; la cabaña de troncos en que vive ella, el sótano, los distintos interiores y pasillos… lugares que parecen un mismo lugar que uno no querría habitar. Se nos reserva algún instante de montaje subliminal pasado de rosca y de puntual estallido de hemoglobina, pero son las muñecas, esta especie de simulacro sin alma de seres humanos, lo que causa mayor inquietud y donde está la clave para interpretar un final que dejará más de una incógnita y que no resulta demasiado tranquilizador.