Todd Solondz conmocionó al público de finales de los 90 con
Happiness, sátira que sondea los aspectos más escabrosos de la clase media americana de finales del siglo XX. Cine independiente que sigue la estela del ataque frontal a los convencionalismos propia de aquellos años (American Beauty, Election, Magnolia...), aunque con una deuda con la escatología de John Waters, o con la estética de cómic underground de Daniel Clowes. Aspirante a inquietar, a sacar las vergüenzas y tocar las narices de aquella sociedad que estaba a medio camino entre el (supuesto) final de las ideologías noventero y el posterior auge de lo digital en la década siguiente, nos tira a la cara una galería de personajes grotescos, pero también muy normales, cuyo denominador común es el patetismo, la trastienda oscura, el asco y también la compasión. El peligro, en definitiva, de vernos un poco reflejados en alguno de ellos, así como cierta honestidad al descender a semejante nivel de inmundicia ética y estética sin el menor edulcoramiento; ponernos, a través del esperpento, ante un espejo que no querríamos mirar.
La perspectiva es pesimista, amarga y desde luego trágica en su ironía, al retratar a un cúmulo de individuos, más o menos conectados entre sí, cerca y a la vez lejos unos de los otros, que aspiran a una ansiada “felicidad”, pero que son completamente incapaces de alcanzarla. Unos, alienados y zombis que no se enteran de nada, odiosos y estúpidos, otros, ingenuos, inocentes, vistos con condescendencia infinita o utilizados como saco de boxeo para paliar frustraciones... o bien se aprovechan de ellos (la bondad o pureza de corazón es vista como debilidad y te condena a ser carnaza) y encima tienen que poner buena cara, mentirse y fingir que todo va bien. Humor obsceno, tan malicioso en sus gags (la señal de “cuidado, niños”, la señora de la limpieza) que te partes... al mismo tiempo que se te hiela la sangre en la escena siguiente. De nuevo, la catarsis de reírnos de lo que realmente carece de puta gracia.
Insensibilidad emocional y miedo a la muerte, sentimientos de soledad, hastío, desprecio por uno mismo; el destino de los inadaptados no es hallar el placer, ni mucho menos el amor… es, como mucho, limitarse a compartir tristemente sus soledades, mientras que los estándares de fealdad y de belleza física para las mujeres acaban por engendrar algún tipo de monstruo. Y es que tampoco se salvan quienes han logrado el éxito, o quienes en teoría gozan de una vida plena, de ahí la semblanza descarnada de un pederasta que es más terrorífica cuando contrasta con su cotidianidad familiar, sin juicios y mostrando su calvario al mismo nivel que los demás, hasta el punto de ser casi el único que se atreve a romper su coraza, en una de las secuencias más incómodas del conjunto como es la de la confesión ante su hijo. Las sexualidades anómalas de toda índole, o bien la infidelidad, parecen ser el fondo común, están en la base misma y vendrían a ser algo así como el grito de auxilio ahogado de estos pobres diablos.
Paralelamente, está el empleo basura, el anonimato laboral, una parodia perversa del típica historia “inspiradora” y buenista en torno a una mano blanca y anglosajona que trae la salvación de los pobres inmigrantes, que aquí son más gente indeseable que sumar a la fauna y donde más incisiva es la crítica del “american way of life”. El positivismo de pacotilla es especialmente demoledor en una secuencia final (sucesión de gags con el perro y la lefa que sería el culmen de la náusea), que nos dice que somos familia y estamos unidos, que la vida sigue, que al mal tiempo buena cara… cuando queda claro que nada va a mejorar y que todo es una inmensa farsa.
A favor y en contra diría que la sutileza es más bien nula, que la narración es deficiente en cuanto ritmo y se alarga demasiado, requiriendo mayor síntesis. Se busca ante todo la estética de anuncio de TV, los colores pastel y los escenarios de ensueño que encubren toneladas de mierda, o un recurso que se volvería trillado más adelante; el uso irónico de la banda sonora.