Harkness_666
Son cuatro
Atípica trama, en principio, viniendo de quien viene: una gran tragedia shakespeariana, o culebrón para abuelas, según como se mire (si es que no es lo mismo), una historia de mentiras y secretos familiares, que abunda en giros impactantes, aunque contada de manera no tan convencional, sin aparente atisbo de melodrama ni histrionismo. Con unas interpretaciones naturalistas, habituales de Jaimito, que buscan reproducir el fraseo del habla cotidiana, cuyos diálogos de apariencia improvisada a veces resultan obvios y expositivos. Agotado el ascetismo radical, me encuentro ante unos recursos y decisiones chocantes que anuncian otro experimento de este señor, antes que una renuncia a sus claves estéticas: una cámara errática (en lugar de estática) que no para de moverse, a veces de manera indiferente, aleatoria... también una música (más bien grandilocuente) que irrumpe en medio de las imágenes, más que acompañarlas o reforzarlas. Lo mismo digo de un cierto desorden narrativo, así como de unos letreros que destripan vilmente lo que estamos a punto de ver, todo ello jugando con nuestras expectativas y con el fatalismo que desprende la trama.
Rosales, que sigue siendo el gran demiurgo tras su obra, no oculta ya una violencia explícita, poco disimulada, cruel incluso. El tercio final no puedo evitar notarlo flojo de ritmo, cayendo incluso el síndrome del final eterno y estirado. El tal Botey, actor no profesional, interpreta con aparente frialdad, con su cara de águila, a un villano por completo repulsivo y sin escrúpulos, materialista, especialista en destruir y utilizar a quienes tiene a su alrededor, cuya maldad es real precisamente por carecer de justificación. La búsqueda de la verdad es el tema, creo yo, que lo recorre y unifica todo: una verdad artística y humana, frente al puro negocio para complacer al público (la artificalidad del taller frente a la naturaleza radiante donde está ubicado), una verdad en torno a uno mismo y su identidad (Petra bien puede ser el propio Rosales), incluso la de un pasado enterrado por el tiempo y del cual es tabú hablar (la guerra civil como acertada y potente metáfora)... deben desvelarse, en definitiva, estas verdades para superar engaños, culpas y rencores, para poder acercanos sin manipulaciones, como personas, unos a otros (de ahí la camaradería femenina final).
Rosales, que sigue siendo el gran demiurgo tras su obra, no oculta ya una violencia explícita, poco disimulada, cruel incluso. El tercio final no puedo evitar notarlo flojo de ritmo, cayendo incluso el síndrome del final eterno y estirado. El tal Botey, actor no profesional, interpreta con aparente frialdad, con su cara de águila, a un villano por completo repulsivo y sin escrúpulos, materialista, especialista en destruir y utilizar a quienes tiene a su alrededor, cuya maldad es real precisamente por carecer de justificación. La búsqueda de la verdad es el tema, creo yo, que lo recorre y unifica todo: una verdad artística y humana, frente al puro negocio para complacer al público (la artificalidad del taller frente a la naturaleza radiante donde está ubicado), una verdad en torno a uno mismo y su identidad (Petra bien puede ser el propio Rosales), incluso la de un pasado enterrado por el tiempo y del cual es tabú hablar (la guerra civil como acertada y potente metáfora)... deben desvelarse, en definitiva, estas verdades para superar engaños, culpas y rencores, para poder acercanos sin manipulaciones, como personas, unos a otros (de ahí la camaradería femenina final).