Siglo XVIII, un rincón perdido de la costa francesa. Una casa solariega sobre la que aún planea una muerte reciente; una heredera que se niega a dejarse retratar, y una pintora con el encargo de hacerlo allí mismo sin que ésta se dé cuenta.
La película arranca como un cuento de misterio a lo REBECCA; la pintora como una detective de la brocha, frente a una presencia intrigante que entra en la peli de forma casi sobrenatural (¡el cuadro incompleto!), y que Sciamma convierte en un puzzle de rasgos hasta culminar en una... ¿revelación? De ahí en adelante, entre acantilados y cuevas, los vericuetos de la relación entre la pintora y la modelo toman el control de la peli.
Visualmente es algo muy serio, sin virguerías sino un empeño pictórico en el plano sin chillártelo... y también el insistir en las texturas y lo táctil del entorno, incluyendo las caras y cuerpos de ellas dos,, frente a un exterior menos encorsetado: las formaciones pintorescas en los acantilados, el fuego y la noche como liberadores frente a la luz dura del día). Ojalá más metraje simplemente sobre el propio proceso, sobre el trabajo de la pintora, a lo LA BELLA MENTIROSA (¡Rivette, y no soy Rimini!). Pero por suerte esto no se come el resto de la peli, que depende totalmente de ello en sus preguntas sobre cómo recordamos a la gente... cómo un retrato es una impresión inmediata de la que, inevitablemente, nos estamos separando desde el minuto siguiente. Básicamente, Dorian Gray fuck you.
Ah, y fantásticas las dos actrices, sobre todo Adele Haenel, cuya sonrisa torcida se convierte en una clave del guión y a quien Sciamma entrega un momento de lucimiento donde es inevitable acordarse de BIRTH de Glazer. ¡Y por sorpresa, Valeria Golino!
De lo mejorcito que vi en 2019 (¡y bastante gente en la sala de cine!).