Hannah y sus hermanas
Hannah es la mujer perfecta. Es esposa, madre, actriz de éxito, alguien idealizado e inalcanzable. Sus dos hermanas, con quienes está muy unida, son muy diferentes y mantienen con ella diversos grados de dependencia, tanto económica como emocional.
Obra clave del Allen ochentero, coral y episódica, donde se alterna la comedia clásica americana con trazos de su admirado Bergman. Risas, lágrimas y una disección sin piedad de frustraciones, miedos y vulnerabilidades de la clase pija neoyorkina y sin aparentes problemas, o esa esfera de artistas e intelectualoides acomodados que tan familiar nos resulta, precisamente gracias a la filmografía del gafas y de la cual éste, siempre agudo, logra extraer lecciones valiosas y quizá atemporales; la familia como germen de lo peor pero también lo mejor que tenemos, la infidelidad, el desgaste de la pareja para unos, la inestabilidad vital de otros, así como los fingimientos, envidias, complejos, rencores ocultos y todo aquello que nutre el catálogo de esas relaciones humanas entre absurdas y apasionadamente ridículas, de las que seguimos necesitando los famosos “huevos” después de tanto tiempo.
En concreto son dos los recursos más llamativos: la voz en off, ilustrando los pensamientos más íntimos y marcando ese exterior exitoso frente a una interioridad torturada, que puede pecar de sobre-expositiva, así como la cena de Acción de Gracias, acontecimiento recurrente de cada año que sirve para marcar el paso del tiempo y reunir y dar unidad a las vivencias de todos estos personajes, que son fruto de la pluma de alguien que pese a todo les quiere, les respeta y les desea lo mejor.
La odisea del Woody neurótico e hipocondríaco en busca de la fe viene a concentrar la idea fundamental y a servir de espejo de las otras historias. El gag del crucifijo, el pan de molde y la mayonesa, o la religión convertida en artículo de consumo para los desamparados, resulta elocuente entre tanta verborrea. Se trata de la aceptación humilde y sencilla de lo que somos y de lo poco que tenemos, no devanarse los sesos sobre cuestiones que están más allá de nuestro limitado alcance. Una revelación comparable a ese “salto de fe” y que produce el milagro (el acercamiento sin filtros de los que parecían enemigos, incluso una nueva vida), lo que parecía imposible. Muy bello esto, que a su manera acerca a ese ateo que es Allen a un cine religioso, preocupado por cuestiones de fe y filosóficas. Lo cual desde luego no va reñido con chistes de la época sobre el VIH y las drogas, soltados así alegremente y que hoy uno los esperaría de alguien gamberro y provocador.
Nueva York, sus calles y rincones, iluminados aquí por Di Palma, vuelve a ser un protagonista en segundo planos; destacaría unos encuadres con mucho movimiento, o secuencias, como la de la consulta médica o la librería, que parecen jugar con el fuera de campo y convenciones teatrales.
Tenemos también a secundarios como un breve pero memorable Von Sydow, artista arrogante en su torre de marfil, pero dominante y con las mismas inseguridades que los demás, o peor aún. Pero también se da caña al cretino de turno que sólo valora el arte como puro bien de mercado o elemento decorativo. Arte que, de hecho, tiene mucha presencia en todas sus formas: arquitectura (memorable secuencia de montaje al respecto), ópera y distintos géneros musicales (clásica, punk y por supuesto jazz), pintura, poesía y libros, por supuesto cine… cosas en que esta gente vive inmersa y que forman parte, entendemos, de un bello simulacro. Un teatro de apariencias, pero al servicio de entendernos mejor, y aquí entrar el factor “meta” inevitable: la escritura, la reescritura y la búsqueda de la voz propia.