En principio,
El mal no existe es una película ecologista sobre un pueblo de montaña cuyos vecinos viven en contacto directo con la naturaleza y cubren sus escasas necesidades ayudándose mutuamente, hasta que llega una empresa con un proyecto de turismo neo-rural urbanita que constituye, lo saben, una seria amenaza para el ecosistema. Algo capaz de corromper esa naturaleza virgen y de alterar el equilibrio en favor del puro beneficio económico; aquel que no repercute de modo alguno en los locales, sino en los bolsillos de unos pocos, de esos que no tienen rostro ni dan la cara, ni saben nada de cómo funciona ese mundo rural que aspiran a convertir en un negocio a su medida. Hasta ahí todo bien, expuesto de manera simple y sin muchos matices. Pero esta premisa es solo la superficie de una película misteriosa que hará retorcerse de dolor a los puristas de la narrativa y de los talleres de guion, en la que, como espectadores, nunca llegaremos a hacer pie del todo.
Durante sus primeros compases, un plano nadir avanza sinuoso por el bosque mientras, a cuentagotas, emergen los títulos de crédito, seguido de las rutinas de un señor partiendo troncos, apilándolos tranquilamente y echándose un piti, en riguroso plano sin cortes. Un cine que diríamos contemplativo, muy sugestivo y que evoca a "Stalker" en su inmersión en una atmósfera como encantada.
Más adelante, esto se parece más a lo que es Hamaguchi; un cine de la palabra, otro relato que abunda en rupturas y elipsis, digresiones, onirismo, repeticiones que desconciertan. Una conversación en un coche, sin relación aparente con lo principal, o un viaje que transforma, que de repente humaniza a quienes parecían unos simples cantamañanas desempeñando un papel (de nuevo lo actoral, en cierto modo) y encontrándose el uno al otro... puro placer de filmar a gente hablando y abriéndose sin más, o al menos eso es lo que parece.
Los opuestos (campo y ciudad, día y noche, animales y humanos…), sin resolución aparente, de algún modo vertebran una propuesta falsamente sencilla, reveladora de una pureza y también de unas zonas de sombra que nadie sospecha que existen. Y sin que falte en el empeño un sentido del humor muy sanote (el descojonante concepto que, en sí mismo, supone eso del “glamping”), la querencia por lo cotidiano de un Ozu, tampoco sus encuadres frontales… pero en simbiosis con otro cine quebrado, discontinuo y que rehúye lo fácil; como lo hace una banda sonora que ocupa un lugar predominante y que incluso se corta con brusquedad, de aliento lírico y al mismo tiempo inclinada a lo atonal.
El tercio final parece un Hanging Rock en Japón, conforme cae la noche, tiene lugar el enigma de una desaparición y una atmósfera entre mágica y turbadora, cargada de premoniciones, se apodera de las imágenes. Se nos pone cara a cara con lo que, a primera vista, parece incomprensible y sin lógica, aunque no por ello menos atroz. El mal no existe, o mejor dicho, sí que existe, pero más bien como consecuencia que sigue a unas causas, a modo de efecto mariposa (aquí ciervo malherido); lo apacible, inescrutable del bosque, de pronto puede revelar la lógica precisa, irracional, de sus contornos más crueles y despiadados.