Jesús Cacho
Cuentan que una gran bola de fuego surcó el cielo de Madrid la noche del miércoles al jueves como si se tratara de una más de las plagas de Egipto, las desgracias nunca vienen solas, que parecen haberse abatido sobre España y su capital en los últimos tiempos. Una roca procedente de un asteroide, reportan los expertos, que penetró en la atmósfera a 126.000 kilómetros hora dejando en su trayectoria detonaciones como fuegos artificiales de un fin del mundo. En el Madrid castizo el fenómeno no ha merecido siquiera un arqueo de cejas, sobrecogidos todos como estamos por la sucesión de desgracias que parecen haberse concitado sobre una ciudad y un país que ha perdido el rumbo. Madrid reventada por una explosión de gas que dejó cuatro muertos el mismo miércoles por la tarde. Madrid bloqueada por una gran nevada que la dejó paralizada durante casi doce días, entre la conducta mostrenca de unas Administraciones, las tres, la central, la autonómica y la local, ocupadas en echarse las culpas de un evento meteorológico que ha venido a poner en evidencia, como aquí escribía el lunes Álvaro Nieto, la falta de capacitación técnica, el déficit de gestión de una clase política formada mayoritariamente por abogados nunca enfrentados a la necesidad de gestionar algo imposible de constreñir en el carril de los códigos penal o mercantil.
Nada, sin embargo, comparable al desastre sanitario que nos aflige. 464 muertos el miércoles. 404 el jueves.
400 el viernes. Una cifra parecida el sábado. Muerte a raudales entre la indiferencia de un gentío que ha perdido sentido y sensibilidad para alarmarse ante las tragedias, por muy grandes que sean. Es como si todos los días dos grandes aviones se precipitaran desde las alturas con su interminable ristra de muertos.
Nos hemos acostumbrado a cualquier barbaridad. Nos han vacunado contra cualquier sorpresa. Como en marzo y abril, tampoco hay fotos de UCIs, ni velatorios, ni féretros a punto de crematorio. Lo que hay es miedo. “Lo difícil es explicar a un paciente que le vas a dormir para ponerle un tubo en la boca y que pueda respirar. Y entonces él te mira fijamente a los ojos, te agarra la mano con fuerza y te dice: tengo dos hijos, de 5 y 9 años; dile a mi mujer y a mi familia que les quiero mucho”, se lamentaba
Sofía, enfermera en la UCI del Hospital San Pedro de Logroño, esta semana en
COPE. Un miedo secreto. Un miedo que atenaza. Un miedo que saca a flote lo peor del personal. Comenta
Pastrana, ilustre tuitero: “Creo que no solo hablo por mí cuando expreso la preocupación por mi padre, de 84 años. Ancianos muertos de miedo porque piensan que en cualquier momento se van a contagiar y van a durar un par de semanas. Y mientras tanto, una caterva de políticos y funcionarios fuera de los grupos de riesgo acaparan las vacunas usando su posición de privilegio. Una puta vergüenza”.
Nos hemos habituado a todo. Hasta a un presidente del Gobierno que no asume ninguna responsabilidad en la senda de los 100.000 fallecidos hacia la que caminamos. El figurín no está para contaminar su bella imagen con desdichas. Desgracias que han venido a poner de nuevo en evidencia el fracaso de nuestro modelo de Estado, los 17
Estaditos autonómicos, 17 formas distintas de luchar contra la
covid y ninguna certera. La Rioja acaba de prohibir hablar en el transporte público para frenar los contagios. Si no fuera una tragedia bien podría tratarse de una comedia, quizá una farsa.
Sánchez se ha lavado las manos cual
Pilatos, y en el
tótum revolútum sale a relucir la indignidad de numerosos cargos públicos (hasta un Jemad obligado a dimitir por las revelaciones de este diario) que, ligeros de vergüenza, corren a vacunarse hurtando la dosis a quien más la necesita. Es un sálvese quien pueda que nos impide poner pies en pared y exigir, como el pueblo de París camino de la Bastilla, como los descamisados de
El cuarto estado de
Pellizza da Volpedo, plantarnos en Moncloa para exigir responsabilidades al pintón que la ocupa, empeñado en estrellar contra las rocas a un país que hace apenas dos décadas se soñaba grande e importante. Asomados al abismo, sin atrevernos a mirar a las profundidades.
Las vacunas de los alcaldes como la expresión más agraz de esta España insolidaria y rota. Nada comparable al esperpento de
Fernando Simón, el gran “experto” sobre el que se acumulan los dislates. ¿Cómo es posible que persona tan desacreditada continúe al frente del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias? ¿Cómo es posible que siga apareciendo en pantalla todos los días como portavoz de Sanidad en la lucha contra la pandemia? Él es la imagen de la derrota, tan costosa en dolor y lágrimas, de España en la pelea contra la covid. Simón no dimite porque sus errores, su incapacidad, sus mentiras han hecho costra y le han blindado, le han solidificado en el paisaje de espanto que hoy ofrece este país dirigido por aficionados malévolos, por engreídos inútiles, por falsos profesionales de tírame pan y llámame perro. Y porque primero tendría que dimitir el responsable de mantenerlo en el puesto, el ministro de Sanidad,
Salvador Illa.
El caso del candidato a presidir la Generalidad de Cataluña es paradigmático del desastre en que ha devenido España, demostración de la irresponsabilidad entronizada en el poder. Sánchez ha logrado esta semana el pleno al quince de que las
elecciones catalanas se celebren el 14 de febrero birlando a un independentismo quebrado el deseo de aplazarlas. Se trata de aprovechar el tirón de imagen de un personaje que ha desplegado, justo es reiterarlo, unos modos muy de agradecer a la hora de dirigirse a los ciudadanos en un país tan crispado como este, pero que ha demostrado también una total incompetencia para comandar la batalla sanitaria más importante con la que se ha enfrentado España en más de un siglo. Tramposo y mentiroso. Ampliamente rebasado por la altura del listón que marca la pandemia. Y parece, de creer a
Tezanos, que el rebaño está dispuesto a votarlo en masa en Cataluña. El episodio de esas autonómicas nos coloca ante otro de esos momentos cumbre en la historia de la infamia: si en marzo pasado taparon el turbión de una pandemia que ya estaba matando a gente entre nosotros para no estropear su aquelarre del 8 de marzo, ahora pretenden ignorar la petición de confinamiento que Comunidades Autónomas y expertos exigen para que nadie les arruine la gran fiesta del nuevo tripartito que tienen preparado en Cataluña. Todo pequeño, mezquino, ruin.
En manos de cuatreros
Un país en manos de cuatreros del oportunismo político más atroz. Un Gobierno que sigue centrado en la ocupación del poder más que en la lucha contra la pandemia. En la consolidación de posiciones vía demolición progresiva del Estado de derecho. El BOE del miércoles hacía realidad uno de los sueños húmedos de los ministros chavistas del Gobierno al publicar el Real Decreto-ley 1/2021, de 19 de enero, facultando a los jueces para
suspender sentencias penales que ordenen el desahucio de okupas. Una vulneración flagrante de dos derechos consagrados en la Constitución: el de la tutela judicial efectiva plasmado en el art. 24 -que entre otras cosas valida el derecho que los justiciables tienen a que las sentencias de los tribunales se hagan cumplir forzosamente cuando el condenado no lo haga voluntariamente- y el de la propiedad privada recogido en el art. 33. “
La excusa para acometer esta evidente inconstitucionalidad vuelve a ser el estado de alarma y el combate contra la pandemia”, escribía
Guadalupe Sánchez el jueves en Vozpópuli. Para esto quería el desalmado un estado de alarma de seis meses, una anomalía constitucional que ha demostrado no servir para combatir la pandemia pero sí para reforzar su poder. Con la ayuda de dinero público. “El Gobierno utiliza la vía urgente para licitar 112 millones de publicidad institucional”, rezaba un titular de este diario días atrás. Acallar críticas, tapar bocas, comprar a los medios.
Mientras Francia acelera los procedimientos para desalojar okupas de las viviendas, el Gobierno de Pedro & Pablo les pone banda de música y les invita a atentar contra la propiedad privada y los derechos de los ciudadanos cumplidores de la ley. En estas manos está el pandero. En las de malvados cuya estulticia solo es comparable a su incompetencia. Gente torpe, ideologizada hasta el tuétano. “Debemos centrar nuestros esfuerzos en transformaciones profundas que lleguen a todos los ámbitos de la sociedad. Implementar políticas públicas feministas en las que participen las empresas, es fundamental para la transición que nuestro país necesita”,
Irene Montero este jueves. “La igualdad de género debe ser un pilar clave en las políticas de regeneración postCovid”,
Yolanda Díaz el mismo día. “España está superando las peores expectativas que había sobre su economía a consecuencia de la pandemia de coronavirus y está en condiciones de asumir un liderazgo mundial que se merece”, Sánchez, también el jueves en Moncloa y ante representantes de la Asociación de Multinacionales por la Marca España. Demasiado poco nos pasa.
“Liderazgo mundial” cuando acabamos de conocer los últimos datos de deuda pública, que a finales de noviembre se situó en 1.312.590 millones, cifra equivalente al 114,47% del PIB, lo que significa una deuda
per cápita de 27.731 euros. Un país quebrado, sostenido por las compras de deuda del BCE. Con los despachos de abogados preparándose para hacer frente a la avalancha de suspensiones de pagos que se avecinan en cuanto el ICO empiece a reclamar los préstamos concedidos o venzan los ERTEs. El final, con todo, de este botarate egocéntrico parece inevitable a menos que los españoles consientan en aceptar mansamente la servidumbre de una dictadura disfrazada de elecciones cada cuatro años. Sería el triunfo definitivo de “la banda”, que denunció Rivera, de un grupo que aspira a perpetuarse en el poder con la ayuda de unos medios comprados, una parte de la población subsidiada y un ramillete de millonarios adosados al BOE a la hora de hacer negocios a su sombra. Y a costa de unas clases medias empobrecidas y silenciadas. El grupo dispuesto a volver a jugar con la salud de los españoles para que nadie le estropee sus planes en Cataluña.
Para cuando la crisis de deuda sea inevitable y esté llamando a nuestra puerta, las murallas del Estado de derecho habrán quedado casi derruidas. Este es un tipo que pertenece a la misma estirpe –productos del tiempo político que nos ha tocado vivir- de los
Erdoganes, los
Putin, los
Trump y tantos otros-, tipos en guerra con la verdad, príncipes de la mentira, dispuestos a ahogar la disidencia y a forzar una legislación a su medida. Sánchez es nuestro
Donald Trump, un Trump de extrema izquierda que a la amenaza de pérdida de libertades une una total incompetencia a la hora de crear riqueza (cosa que sí sabía hacer Trump) o siquiera consentir que otros lo hagan. Los norteamericanos acaban de desalojar de la presidencia, no sin dificultades, al bocazas. Los españoles de bien tienen por delante la tarea inaplazable de desalojar de La Moncloa a este inútil presuntuoso y enfermo de poder. En los Estados Unidos ha terminado funcionando el rodillo de una democracia muy consolidada y sus poderosos contrapesos. En España va a resultar todo mucho más difícil, si es que algún día se logra. Este es un país sin tradición democrática y con las instituciones muy dañadas. Sin sociedad civil. Pero es esa una tarea inaplazable si queremos volver al camino de la concordia civil. Si queremos acabar con la confrontación y el frentismo. Si queremos liquidar la maldita polarización, el divide y vencerás del que este pequeño sátrapa ha hecho su divisa. Si queremos vivir en libertad.