Así a primeras,
Hadewijch es un estudio del fanatismo religioso en la línea de la escuela europea “de autor”, con una narración a la deriva y planos de duración prolongada. Pero esto es tan solo una parte, una de las posibles lecturas de la película. Celine es una novicia de firmes creencias que recibe la orden de salir un tiempo del convento, debido al rigor que demuestra en su celo religioso. Practicante de una forma de fe excesiva como sólo puede serlo la mística, su búsqueda apasionada del amor de Cristo la llevará entonces a juntarse con malas compañías.
La película trata del vacío interior de la gente especialmente pudiente, incapaz de encontrarle un sentido o un objetivo a su vida, cosa que además se relaciona con cierta juventud perdida. Pero sobre todo es una exploración de la fe como forma de amor, de un amor que desgarra al amante precisamente por la ausencia del amado; Dios, el amor supremo, la “presencia ausente” que se manifiesta en la creación, pero que permanece oculta, y esto vendría a ser la contradicción fundamental de todas las religiones, al menos las monoteístas. Se hace por tanto necesario para el creyente emprender un camino de descubrimiento a veces peligroso, que le lleve a alcanzar conclusiones, respuestas, sean sobre sí mismo o sobre la injusticia en el mundo.
Es un film que en su minimalismo estético, con predominio de los tonos claros, y de guion, reducido a lo más básico en diálogos y trama, alcanza cierto carácter de retrato social que se desliza sutilmente a través de las imágenes. Dos Francias completamente opuestas, la de una clase alta, o más bien altísima, por encima de todo bien y mal, indiferente a lo que la rodea, y la Francia de las mezquitas, del extrarradio y de los chavales al borde de la marginalidad o de la radicalización, que recurren al delito para sentirse vivos. Dos espacios opuestos también, el de un hogar opulento de cartón-piedra y de una naturaleza liberadora cual santuario.
Puede resultar perturbadora la humanización del terrorista islámico, o incluso justificación, sin dejar por ello de condenar sus atrocidades; rehúye el cliché, en cualquier caso, de la “ignorancia” de esta gente, por el contrario, se ofrece una imagen de (terrible) inteligencia, incluso de sorprendente ecumenismo en su postura, manejando un imaginario socio-político que no deja de ser propio del islamismo clásico.
Dumont persigue algo parecido al cine trascendental, una experiencia que golpee al espectador y que le permita adentrarse en el misterio por “caminos extraños” (a lo “Pickpocket”), hacerse preguntas, y lo consigue con un final de pura epifanía, un estallido de simple y pura emoción, que dice tanto con tan poco… y que vuelve a ser, de nuevo, la realidad transformada, un milagro en el que se entrelazan el amor divino y el humano, lo sagrado y lo profano, gracias al poder de lo filmado. El belga, por lo demás, tal vez no sea un virtuoso ni un esteta, pero pone sus imágenes, mejores o peores, al servicio de su búsqueda particular, aunque sean un tanto deslavazadas, incluso divagantes, pues incluso esto forma parte de esa búsqueda.