Fábula sobre la relación entre humanos y animales, donde una vez más cada encuadre invita a perderse dentro de él, a apreciar unos detalles visuales más rápidos que el ojo (la preparación del sushi, tan gratuita como espectacular). A veces simpático, a veces repelente, siempre entre lo sobrecargado y lo calculado a la hora de gestionar cada elemento en pantalla (que no falte una estructura narrativa con capitulitos y flashbacks), el cine de este tipo parece hallar en la animación un cierto equilibrio y un territorio natural para sus historias y ambientes. El carácter de cuentecito narrado “desde fuera” vuelve a asomar en la introducción, y lo que sigue es una historia de sorprendente contenido político (viniendo de un amante del artificio como Wes), que habla de un mundo post-apocalíptico que es el nuestro. Del miedo irracional al diferente, a veces fomentado y aprovechado por las élites, amén de aspectos tecnológicos, ecologistas, etc. más previsibles.
Aún así, hay un esfuerzo por trascender lo puramente ideológico y sondear el alma de los personajes; la joven activista, cual remedo infantil de una Angela Davis (con cierta rechufla en torno suyo) da a entender unas motivaciones de lo más ingenuas y humanas. El enorme cliché orientalista que es todo el percal en realidad, junto con el elemento idiomático (el niño, protagonista poco menos que mudo, en pleno descubrimiento de la vida) sirve como distanciamiento (la locutora, otro personaje-narrador externo) y para generar extrañeza, acercándonos en cambio a los chuchos; me funciona bastante bien el grupo perruno como conjunto de timoratos sin carácter ni personalidad, que lo votan todo y son meras prolongaciones de sus amos... frente a un animal callejero con demasiada pose encima; con la perrita tiene una escena de cine negro, y con su “doble”, un intercambio, de agente de la ley a forajido, diferentes pero iguales.