Como crítica de la monarquía británica resulta bastante simplona y, como se ha dicho, reiterativa. El alegato del querer frente al deber, de la princesita rebelde que quiere ser libre pero la oprimen los suyos y lo mediático tampoco cuela... y de hecho sería irónico, formando parte ella del mismo mundo privilegiado y clase social. Aún así, la decisión de convertir a Diana de Gales en un personaje casi de ficción al 100% y simplemente fabular en torno a su personalidad, acotando un instante muy concreto de su vida, siempre es interesante al realizar un biopic que vaya más allá de la simple hagiografía, y más coherente aún cuando la cuestión es más el mito que la persona, la imagen pública frente a la privada. El chileno se muestra ¿demasiado? deudor de gente tan dispar como Malick y Polanski y filma un ejercicio de estilización visual que se queda muy cerca del anuncio de perfumes (la secuencia culminante, próxima a lo onírico, parece tal cual eso), de un manierismo autoralista. Ahora bien, como obra poética y extravagante, como retrato psicológico de una persona atrapada en sí misma, con todo tipo de patologías y al borde de la chifladura mental, por decirlo suavemente, no tiene precio. Es una película que no será perfecta, cuyas críticas negativas en buena parte serán justificadas, pero también muy próxima a una experiencia visual y sonora que tanto Larraín como Stewart se han esforzado por recrear minuciosamente; ella, con una interpretación basada en gestos muy precisos y me atrevería a decir que también en el trabajo vocal (la he visto doblada y parece que el doblaje también intenta transmitir esa afectación).
Lo interesante, creo yo, es hasta qué punto está justificado el temor y la paranoia de esta mujer, respeto a lo cual incluso nos hacen dudar (ese gesto de colocar el libro en la estantería...), o bien es todo fruto de una personalidad inmadura, obsesiva, que sufre alucinaciones y trastornos alimenticios, infantiloide, que sólo se relaciona en pie de igualdad y sin dependencias chungas con sus dos hijos. Me gusta que la peli divague, sin apenas argumento, dedicada por encima de todo a mostrar la subjetividad, el ánimo perturbado de un individuo en concreto sin tampoco juzgarlo (aún así hay una mirada sensible, cercana). El retrato de el resto de figuras (la reina, Carlos, etc.) es lejano, distante, conforme al punto de vista; en cambio, es un acierto el hilo conductor a partir del cocinero y de los subalternos, que no son malos malísimos sino gente disciplinada y leal que forma parte de este microcosmos, poco menos que castrense.
Naturaleza, arquitectura, conforman espacios amplios, muy bellos, pero también tristes y opresivos, igual que Diana es un ser inmaculado pero muy desgraciado también, próximos en un momento dado a lo gótico. Me ha matado un no-final, cuando menos te lo esperas, digno de comedia ochentera y que alivia la excesiva gravedad del asunto (rematado por un epílogo, eso sí, cual vuelta a la realidad). Al despliegue de imágenes preciosistas le acompaña un score del Greenwood cuya importancia diría que es equivalente a lo visual; impresionante como evoca emociones, mezcla de lirismo y de inquietud, con combinaciones instrumentales poco habituales que actualizan unos sonidos típicos del barroco.