La quimera es puro realismo mágico “felliniano” y a la europea que entabla diálogo con aquellos grandes nombres de la cinematografía italiana. La odisea de un hombre por reencontrarse con su alma, una especie de vagabundo o de iluminado con un don, el de descubrir lo oculto bajo la tierra, pero lo que de verdad le obsesiona es su “quimera” particular. Un eterno femenino que arrastra un hilo tras de sí, tan solo uno de los varios símbolos que nutren una historia de fábula, cargada de personajes, detalles y situaciones extravagantes. Seres que hacen del ambiente mísero y decadente en que se mueven un carnaval o verbena perpetua, donde flota lo insólito, la farsa y la superstición, el cruce idiomático; una banda de desharrapados que se ven a sí mismos como aventureros, héroes fuera de la ley, que hasta tienen a su propio rapsoda que cuenta sus andanzas.
El hombre-árbol colgado boca abajo, la flor amarilla, una mujer llamada “Italia”… las cosas se cargan de un significado que apunta a lo mitológico. El reino de los vivos y el mundo de ultratumba, con un sentido no tanto ominoso como el del pasado, la memoria, una especie de alma de los pueblos o historia alternativa expresada en el pueblo etrusco, que encarnaría una visión dionisíaca de la vida en contraste con los aburridos romanos. Algo, en fin, que yace olvidado, pero deudor, en su silencio, de un misterio que exige ser respetado; un tesoro no únicamente material (otra quimera, la del enriquecimiento personal), sino espiritual. Nuestro “inglés”, es decir, un extranjero, sería por lo tanto un intermediario, alguien que busca su propio camino entre estas realidades.
En un plano más terrenal, aunque nunca del todo, trata el tema del expolio. Sin negar del todo ese carácter romántico de los personajes, por quienes la cineasta se siente fascinada, los sitúa en un contexto donde son el último mono, o eslabón de la cadena. Desconocedores del auténtico valor de las cosas que encuentran, pues hacen el trabajo sucio a los de arriba a cambio de las migajas, en una cadena de explotación de dudosa legalidad donde salen ganando los de siempre. Los bienes acaban en manos privadas, las de figuras anónimas por encima del bien y del mal, cuya identidad es tan esquiva, enigmática, como la belleza de una estatua decapitada… o tal vez ese mal no tiene cabeza ni centro, esa cadena no tiene fin. Se puede ver, por lo tanto, como un canto ingenuo a restaurar lo comunitario o colectivo, a levantar desde la ruina un lugar estable, un hogar donde recomenzar y dar nueva vida a lo que se caída a pedazos.
Una película que tal vez está demasiado encantada de haberse conocido, consciente de su excentricidad y no sé hasta qué punto esto justifica lo irregular de su desarrollo, con un clímax (secuencia brutal del barco, con esa actriz inquietante de narices que es la hermana de la directora)… que acontece cuando todavía queda bastante para el final, un poco dando tumbos. Las decisiones formales pasan por cámaras rápidas con efecto cómico, cambio de formatos de pantalla para representar lo onírico, incluso una ruptura de la cuarta pared a modo de chiste puntual sin mayor relevancia. Menos gratuito veo ese movimiento de cámara hipnótico y rebuscado para ilustrar las facultades adivinatorias del prota, la alternancia entre el mundo de arriba y el de abajo que bien puede ser lo central… o un fastuoso uso de la música que va del barroco o clasicismo a la tonadilla popular, pasando por un memorable montaje a golpe de Kraftwerk.