La pérdida de la infancia la recuerda Angel, «El Torete», como una simple maquinación burocrática. Ya sabía a lo que se exponía con el último coche, acababa de cumplir dieciséis años y tenían todas las posibilidades legales de encarcelarlo. Por las ilegales ya había pasado con creces, al fin y al cabo, a un niño de doce años no se le puede rematar a palos para que confiese el nombre de su compañero que ha logrado huir. Y la primera vez lo molieron a hostias por su silencio. La lealtad, más que formar parte de la nómina de los héroes, era una pura cuestión de supervivencia. Se trataba de reducir en lo posible los golpes y la «poli» había empezado a preguntar mucho después del primero. Al volver al barrio no quería más guantazos.
«Mire usted señor comisario, yo lo que quiero