Carretera asfaltada en dos direcciones
Extraña, obsesiva y a ratos desasosegante “road movie”, en la más pura expresión del término, siguendo la estela de “Easy rider” y del cine heterodoxo de los 70. Personajes vacíos y misteriosos de quienes no sabemos nada, para quienes no existe otra cosa más que la carretera y su vehículo (con su propio mundo de motores, cilindradas y tecnicismos de mecánica), en una película que no termina nunca, sin pasado, presente ni futuro. Frente al autismo y el ensimismamiento de los jóvenes protas (los dos pura carne con ojos), ofrece la réplica el personaje de Warren Oates, más maduro y locuaz, pero igual de perdido, exponiendo su filosofía particular (casi el único asidero de humanidad e identificación para el espectador). El final de la generación hippie y los sueños de libertad, de un modo de vida al margen de la sociedad acomodada, que ha conducido al desarraigo más radical, al nihilismo y a la huida perpetua hacia ninguna parte.
Puede ser visto como un borrador o ejercicio de estilo atemporal, realizado con medios limitados y sin apenas argumento, capaz de generar una atmósfera y un raro estado de ánimo, teniendo por norma lo anecdótico, la desnudez estética y formal, el viaje por el viaje. Sin canciones, sin mensaje contracultural explícito (en realidad es trabajo del espectador extraer conclusiones), la verdadera música es el sonido de los motores, y el (inconcluso) final, sin ir más lejos, se adentra el terreno de lo “meta”, con ese celuloide descomponiéndose que trae “Persona” de Bergman a la memoria. Una experiencia fílmica, con sus pros y sus contras (narrativamente desplomándose hacia el tedio por momentos), presidida por entornos físicos y por el paisaje más genuinamente americano.
Lejos de ser producto de su tiempo, con toda justicia una obra de absoluto culto que sigue dividiendo al personal.