La noche devora el mundo, de Dominique Rocher
Nuevo intento de reinvención de la temática zombi, con medios y localizaciones mínimas, diálogo más que escaso y apenas un único personaje, atrapado en un elegante edificio parisino, con las míticas azoteas de la capital francesa convertidas de pronto en escenario post-apocalíptico y desolador.
Enlaza con la vertiente “seria” del género, con el muerto viviente como símbolo de “algo más”, ofreciéndonos una mirada a pie de calle de la invasión, la de un tipo anónimo que pasa a ser un náufrago urbano dedicado a la supervivencia y a la búsqueda de recursos durante al menos el primer tercio de film, para después emprender la tarea más difícil aún de no volverse tarumba. Un curioso estudio de la soledad y el aislamiento de un individuo que podría ser cualquiera, que no se convierte de la noche a la mañana en un experto tirador mata-zombis cuando pasa lo que pasa y que no va a salvar a ninguna humanidad porque ya bastante tiene con aguantarse a sí mismo. El peor enemigo no es sino él, alguien que estaba muerto ya desde el principio, con unos problemas personales que solo intuimos. El ensimismamiento puede ser cómodo, pero a la larga se vuelve insostenible, tarde o temprano deben vencerse los miedos y el desenlace, incierto, da a entender que todo comienza de verdad, que la aventura real es la búsqueda de ese “otro” que tal vez ni exista.
Típica película cuyo público objetivo encontrará aburrida o desconcertante, con unas pretensiones no del todo cumplidas, que tampoco rehúye ciertos convencionalismos baratos en forma de sueños y visiones que trampean con la excusa de que a nuestro hombre se le va la pinza (su progresiva pérdida de facultades tiene algún toque extrañamente poético, cual performance que se marcase el actor). Muy discutible lo que rodea a la muchacha, por ejemplo, mientras que lo del engendro atrapado, con quien se establece una relación hasta entrañable (Denis Lavant en un papel grotesco muy de los suyos) y de identificación ¿mutua?, tampoco es que nos pille de nuevas. Ciertos puntos del guion pueden ser difíciles de tragar para los amigos de la verosimilitud, como la forma tan gratuita en que se libra el hombre de la movida, ese testarazo que se mete contra la pared y tan campante, reacciones suyas discutibles…
Por otra parte, el meticuloso diseño sonoro, con ruidos que ponen alerta, uso del fuera de campo, la creación de una atmósfera crispada de puro sigilosa y sin énfasis en histerismos (sin excluir un par de secuencias puramente del género, de enfrentamiento directo con los bichos) son la principal baza de un film “realista” en su aproximación a tan extrema situación y que nos permite, al menos, hacernos preguntas en torno a qué haríamos nosotros.