Vuelta a ver tras muchos años
Náufrago. La película que, prescindiendo de diálogos durante buena parte de su metraje, logró conmovernos con un puto balón de fútbol.
Moderna recuperación de la figura de Robinson Crusoe, o posmoderna, dado su contexto de finales de milenio. Las primeras imágenes nos llevan a la América profunda, a una naturaleza suspendida que es ya un lugar desolado en mitad de ninguna parte. A continuación, los planos subjetivos desde la perspectiva de un paquete; simples objetos que cobran conciencia. De esa América pasamos a la plaza roja de Moscú, un retrato de Lenin que es retirado. Entramos en el mundo hipercomunicado, feliz y sin fronteras en lo físico ni en lo ideológico, con el capital y la libre circulación de mercancías como único fin en sí mismo, el Fin de la Historia.
Los hombres consideran que pueden controlar el tiempo, que tienen potestad y control sobre cada pequeño aspecto de su vida; un tiempo que debe ser empleado eficazmente, como lo hace Hanks, que es el hombre demasiado ocupado del cine hollywoodiense al que le falta tiempo para ocuparse de sus seres queridos. Pero tras tan feliz panorama, lo que espera es una regresión a lo primitivo, a lo Ballard incluso, a una realidad de pura supervivencia, de sangre y arena (la conciencia del propio cuerpo, dolorosamente real), de fuego, mar y elementos; un lugar que es El lugar, alejado de los no-lugares de la modernidad, al que van a dar apenas unos restos de civilización, lejos de la cadena inflexible que les da un sentido y un papel.
¿Es la isla un paréntesis… o por el contrario, es su única vivencia auténtica, frente a la cual todo lo demás palidece? La experiencia límite hace que la figura remota de la mujer perdida adquiera más peso del que ha tenido nunca. La distancia aumenta el anhelo. Naufragio múltiple de este pobre tipo, primero náufrago propiamente dicho y después de su propia vida, cuya insólita habilidad para salir adelante no le impide que esa vida, esas oportunidades, se le escapen de un modo u otro. El final es una incógnita, una pesadilla existencial que sin embargo es bonita porque tira de mitología americana; no controlamos nada, estamos en manos del destino (de Dios) y nunca se sabe lo que nos deparará el futuro, no hay hogar al que volver para este cowboy de Memphis, no hay Ítaca ni Penélope para el héroe victorioso, tan sólo una elección que tomar, un cruce de caminos.
Es un film rodado con una absoluta maestría en cada uno de sus planos y de sus movimientos de cámara, que dejan imágenes difíciles de olvidar; la aparición del barco, con la mano alzándose, los primeros instantes en la isla, con esa sensación de pérdida de cualquier referencia espacial, la secuencia del accidente, que es puro espectáculo palomitero. El “busca” ultramoderno de entonces frente al viejo reloj heredado. Y también es un melodrama romántico peligrosamente moñas, pero de lo más clasicote. Entre detalles gore, me sobra la muela (sin comentarios) y también el monólogo junto a la chimenea, que estira la cosa y tampoco es que aporte mucho.
Y luego está Wilson, claro. Algo más que una estratagema psicológica para mantener la cordura, pues acaba siendo un amigo de verdad. Algo así como la recuperación de lo religioso, una deidad en la que cifrar todos los miedos y las esperanzas, necesaria para dar un propósito a la supervivencia. Creada a partir de un artículo de consumo mediante la sangre, como en un acto de magia que le da vida, y con quien acaba nuestro náufrago sosteniendo una relación que no siempre es fácil del todo.