Y el mundo marcha
Nacido nada menos que un cuatro de julio, Johnny Sims confía en llegar a ser alguien importante algún día, así en general; más como vago idealismo, compartido posiblemente por mil tipos en su misma situación, que como afán de realización de algún sueño, idea, talento, etc. en concreto, al menos más allá de una vocación de publicista que tampoco es que la explote demasiado… El mundo y su crueldad le espabilarán y le librarán de esos pájaros en la cabeza. El sueño americano no es sino esa fe inquebrantable en “llegar a algo”, esas felices expectativas personales forjadas en la juventud, pero debe ser mantenida vivo. Su combustible es “que crean en ti”, el amor y la confianza de los seres más queridos, pues el individuo no está solo. Su confrontación con la “multitud”, o el hervidero humano que a lo largo de la peli se define casi como un personaje colectivo, con entidad propia, es el hilo conductor. Pero es que Sims no deja de ser parte él mismo de una masa de criaturas idénticas, cortadas por el mismo patrón. Un conglomerado humano indiferente que se agita, que se mueve a velocidad de vértigo. Si te adaptas a él, sobrevives. De lo contrario, prepárate a ser aplastado sin piedad, pues no se detiene antes los pequeños pero enormes dramas de cada uno, ante las tragedias fruto de ese azar ciego, tal y como se muestra en el hecho central del film; el mundo reirá contigo siempre… pero llorar, llorará una sola vez, y no puedes esperar que te regalen nada.
Agridulce el desenlace, quizá forzado y de cuento de hadas, un “al mal tiempo, buena cara”; el espectáculo circense de la vida, quizá otro episodio más en la larga cadena de penas y de alegrías que es la existencia de este hombre común, ingenuo, nadie en particular. El anuncio en la prensa añade un matiz esperanzador, pero la cámara se aleja... y nuestro amigo es, como siempre lo ha sido, uno más. El gigantismo de la puesta en escena de Vidor es lo que proporciona al film su potencia visual, convirtiendo Nueva York en un hormiguero humano, llenando la pantalla de movimiento, mezclando grandiosidad y empaque... pero también intimidad, situaciones cotidianas, comedia (el viaje de novios en las cataratas, la noche de bodas, la visita al parque de atracciones), en un delicado balance; en el fondo es un film hecho de gestos y de cosas triviales, como el amor idílico de los comienzos, todo color de rosa, frente al desgaste de la rutina, de esa “oportunidad” tan buscada que nunca llega. Un “estoy embarazada” expresado sin ayuda de rótulos. La familia de ella, un recurso entre cómico y serio para poner a prueba una y otra vez al héroe. Y unos cuantos encuadres memorables en su geometría, como el de la revelación de la muerte del padre (ese instante decisivo que moldea el carácter de un hombre y lo “eleva”), el hospital (otro espacio inmenso y un tanto deshumanizado)... y esos oficinistas, reducidos a engranajes insignificantes.
P. D. Añado. Por supuesto, tampoco es una película de izquierdas o anticapitalista, pese a mostrar esa deshumanización del sistema. No se cuestionan en ningún momento las condiciones materiales que en el fondo determinan a esa masa, y la mera posibilidad transformadora, de modificar ese estado de las cosas, se ofrece como inmadura y absurda (ya ni hablemos de asociarse para hacerlo). Las cosas son así y punto, y si no te gustan, es problema tuyo.