El canibalismo enfocado desde un cine cuasi-fantástico, sobre una estirpe de humanos que experimentan una tendencia, comparable a la sexual, a comer carne humana, capaces de “olerse” o reconocerse entre sí y condenados por tanto a ser parias debido a su “condición”, que cada uno lleva según considera. Temática vampírica llevada al extremo de lo visceral y extremo, con una idea que recuerda a “Trouble every day” de Denis, pero desde unas coordenadas muy lejanas, de cierto cine adolescente, “coming on age” y búsqueda de uno mismo y sus raíces, en un proceso de aprendizaje doloroso, amor incipiente, brutalidad que se da la mano con la inocencia en un viaje por la América profunda marcado por el off paterno, sus dudas, rechazo y difíciles sentimientos hacia una hija que es un monstruo pero es su hija.
Chalamet con pintas de zorra se luce en manos de Guadagnino una vez más, quien aprovecha para follárselo con la cámara (el momento “Lick it up”, que parece el típico momento que dan a este actor en todas sus películas para hacer sus monerías). Aquí y allá, apuntes como el de las vacas y la ambigua consideración ética que se desprende de comer según qué, o de follarse según qué o a quién (sexo gay y clandestino).
Impactante la introducción, irrumpiendo el gore y el body horror de manera tan abrupta y sin énfasis, pero el resto del film no se queda atrás. Sobre el abandono, la dificultad de amar, la huida imposible de una llamada (del deseo, del sentimiento, tanto da) que no puede dejar de ser atendida. La confrontación con un legado familiar violento, las ausencias y la búsqueda de afecto y calor humano.
Amor y deseo que son peligrosos, jodidos, pero que ahí están; lo de siempre. Llevados hasta sus extremos más radicales, hasta los huesos; la mayor atrocidad imaginable que es a la vez el mayor acto de devoción y lo que nos espera al final de todos los caminos, eros-tánatos que de nuevo nos rompen algunos esquemas. Pero quien aporta presencia más allá de la parejita es un Mark Rylance como indio coleccionista de cabelleras, con sus propios principios, que se mueve entre una ingenuidad infantil y un amenaza latente, personaje como muy de fábula, con quien nos vienen a decir algo como que la peor enfermedad posible es la soledad, y desde luego no tan turbador como el de Michael Stuhlbarg (el padre de “Call me…”) y sus dudosas compañías en un gran cambio de registro.
Selección musical tan retro (Joy Division, New Order, un sentido tema de Reznor que por cierto es muy NIN) y ochentera como una estética que le sirve a Luca para estilizar el relato. Y es que este señor se considera, a buen seguro, un superdotado y relamido visual, imponiéndose a su material y haciéndose en exceso presente (colores intensos, luces y sombras con mucho contraste junto con zooms no tan elegantes, apariencia de suciedad y ruina pero sólo aparente…).
Lo negativo es que se le acaba yendo bastante de las manos, con sensación de varios finales seguidos, de exceso dramático y de bordear el mal gusto sin reparo (lo de Chloe Sevigny, para mear y no echar gota)... pese a ese plano definitivo, un tanto onírico, de ellos dos en medio de la nada, en contraste con la salvajada precedente. Y es que cuando quiere, lo consigue.