El Peele aspira a ser un “auteur” del terror moderno, un tipo que maneja bien los recursos y los referentes, al servicio de un comentario social y al mismo tiempo con dosis importantes de guasa y sátira (“son las vodka en punto”), integradas en una especie de obra total. Si lo consigue o no, no estoy seguro, y creo que me convence más lo que intuyo que el resultado final de una película no del todo lograda. Arranca con una muy digna presentación de la familia (el padre, el mejor, un tío graciosísimo y natural, los hijos, más estereotipados), sigue con temática de asaltos domésticos, a continuación pasamos a invasiones apocalípticas nada menos, entre el terror, la intriga, la sci-fi… para culminar, creo yo, en una completa ida de olla que me recuerda, más que nada, a los horrores viscerales de un Clive Barker (El tren de la carne... y En las colinas…, concretamente). Parece que a este hombre se le va de las manos el guión, muy descabellado, no sé si las piezas rechinan o es que no quiere dejarlo todo claro (y aún así, recurre a explicación final). ¿Por qué se inmola el niño? ¿Por qué imita la niña “real” a la de arriba cuando se intercambian, y no sigue siendo al revés?
El caso es que utiliza la figura del doble para hablar del miedo a uno mismo, a esa otredad que nos esforzamos por despreciar como algo ajeno, pero con la que tenemos más en común de lo que parece. Frente a un entorno inocente, feliz, soleado (California y la gente bien), un mundo paralelo y olvidado en el infierno (o en la caverna platónica… porque no reaccionan hasta que viene alguien del exterior), habitado por seres condenados a ser simples sombras y a replicar lo ajeno, cual parodia grotesca o reflejo deformado… nos hablan, en fin, de desigualdades sociales o del tipo que sean, de los de arriba y los de abajo, del intento de unos por ignorar la existencia de otros. La feria, por lo tanto, es un curioso punto de intersección entre las dos realidades, una cosa en apariencia simpática y divertida, pero también ligada a lo fantástico, a lo extraordinario y aterrador, donde todo puede pasar. El giro final no es gratuito: la víctima resulta ser la impostora, la usurpadora, el monstruo, mientras que su doble es un ser humano como cualquier otro… tras semejante rememoración y toma de conciencia de nuestra heroína, poco acaban importando estas diferencias.
Más a favor: cómo se insinúa el tema del control mental, la paranoia gubernamental, los temores de ahora y de siempre (a ser suplantado, manipulado, etc.), remitiendo a una instancia kafkiana responsible que no llegamos a conocer… frente a revoluciones y protestas que denotan una frágil estabilidad, susceptible de irse al carajo en cualquier instante. El simbolismo del color rojo de los uniformes, de las tijeras, de los conejitos de Alicia, de números y casualidades subliminales. Y en fin, que este hombre dirige y monta muy bien, no recurre mucho a los sustos de rigor, las canciones ponen los pelillos de punta, y el desenlace, inquietante y hitchcockiano, da a entender que todo puede ocurrir todavía y que la cosa no ha hecho más que empezar, o cómo convertir un simple eslógan buenista (otra vez algo muy de ahora) en un objetivo que da sentido a una colectividad entera.