Perfect days va de un tipo solitario, silencioso y aferrado a sus rutinas, a un trabajo muy humilde que desempeña con devoción; una película desnuda, basada en la pura reiteración hasta el punto de ser nosotros uno más con este hombre, nos adentramos en su particular esfera, donde todo tiene su sentido propio, cada gesto, cada acción. Conocemos cada rincón de esa geografía íntima, doméstica y cotidiana a medida que transcurren los días y Wenders atrapa con su cámara este discurrir del tiempo, en un relato que prácticamente carece de trama y consiste en diversos encuentros con gente variopinta. Hace énfasis en el abismo que separa a un hombre maduro, amante de lo analógico (cintas de cassette, cámaras de carrete, lectura en papel) y los zoomers de hoy, entregados a lo digital, al estímulo inmediato y que le ponen “nota” a todo. Funciona un poco a base de pelar las capas de una cebolla, de una superficie inmutable que poco a poco se desprende hasta intuir la verdad última de un ser humano, sin necesidad ya de palabras o de discursos.
No es una película social, sobre las personas invisibles que desempeñan un oficio de mierda (nunca mejor dicho) ante la absoluta indiferencia y rechazo de sus congéneres, aunque píldoras de ello las hay, sino más bien una indagación existencial sobre las razones que llevan a un individuo concreto (aunque extrapolable a cualquiera) a tomar según qué decisiones vitales, una soledad elegida que puede ser un refugio interior y una huida del mundo. De este Hirayama no sabemos nada en realidad, y solamente al final y de modo oblicuo llegamos a reconstruir su trayectoria y a imaginar su pasado; desgarro y conflicto familiar, daño irreparable (¿su propia rebeldía juvenil y ruptura generacional?)… todo se repite y no podemos huir de la realidad definitiva, la muerte. Pero incluso esto puede asumirse con cierta naturalidad, como en un final de enorme ambigüedad que condensa el sentido de nuestra frágil existencia; la risa y el llanto, el dolor y la aceptación, tan próximos.
Ni que decir tiene que Yakusho hace una labor actoral notable, alejada del exhibicionismo y que invita a escrutar cada pequeño pliegue y expresión facial en busca de un significado efímero, como el movimiento de las sombras en las hojas de los árboles, como los cuadros abstractos con que sueña cada noche, las canciones que reproduce de camino al trabajo; casi un musical encubierto que confiere un ritmo determinado, con un puñado de temas clásicos un tanto trillados, pero de esos que no te importa escuchar una y otra vez; Van Morrison, Nina Simone, Otis Redding, entre otros, se entrecruzan con Faulkner y con Patricia Highsmith, a quien Wim parece tener muy presente. Y por supuesto, Lou Reed y su “día perfecto” que parece esconder algo amargo.
Buena comedia además, sustentada en un goteo de continuos gags y situaciones que son absolutas tonterías pero que funcionan muy bien y te ponen la sonrisa en la cara, lejos de un cine grave o trascendental en exceso (aunque a su manera, lo sea), o de un lenguaje visual muy rígido y formalista, abordando más bien las cosas inabarcables desde lo ligero a la manera de un clásico nipón como Ozu.