Max Renn
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Allan Dwan
(1885 - 1981)
- Dossier Allan Dwan en Lumière: http://www.elumiere.net/especiales/dwan/indexdwan.php
Allan Dwan, nacido el 3 de abril de 1885 en Toronto (Canadá), ha muerto el 21 de diciembre de 1981. Después de sus estudios de ingeniero, construyó lámparas a vapor de mercurio, ancestros del neón. Los estudios Essanay contrataron sus servicios para hacer ensayos con lámparas para rodar. Él les vendió algunos guiones escritos en la escuela y se volvió indispensable como guionista. Pronto –en 1909– realizó algunas películas, una por día, durante tres días por semana. Si queremos saber qué hizo Allan Dwan y para quien trabajó, hay que conseguir dos libros: Présence du cinéma, nº 22-23, otoño de 1966, y The Last Pioneer, la larga entrevista de 1971 de Peter Bogdanovich (Praeger Film Library).
Si consultamos las historias del cine, es probable que sea citado: 1) por haber trabajado con Griffith en la Triangle Fine Arts; 2) por haber hecho películas con Douglas Fairbanks, como la célebre (porque tuvo éxito) Robin Hood (1922); 3) por haber realizado dos películas célebres (ídem) en la época del sonoro: Suez (1938) con Annabella y Tyrone Power, sobre la vida de Ferdinand de Lesseps, e Iwo Jima (1949), con John Wayne, película llamada militarista; 4) y sobre todo, por haber realizado tal cantidad de películas que no conocemos ni el número exacto, ni los títulos, ni el contenido (es verdad que se limita al periodo 1909-1913, y que son películas de una o dos bobinas, es decir, cortometrajes).
Hoy es mejor conocido por haber sido uno de los dos cineastas favoritos de Gloria Swanson (el otro era De Mille) y por haber sido el mejor metteur en scène de Ronald Reagan, lo cual vuela como una ligera sombra por el paraíso de la cinefilia. Debemos en todo caso a Dwan –se conoce menos– el descubrimiento de Lon Chaney, que era su attrezzista y al que dirigirá en varias películas, de Ida Lupino, que vino a acompañar a su madre, que pretendía conseguir un papel de chica joven y de Rita Cansino, que se convertirá en Hayworth. Y puede que le debamos también la invención del trávelling para descubrir una calle, en David Harum (1915).
Mientras tanto hubo una verdadera reestimación de Dwan en Francia a finales de los años 50: concernirá sobre todo a sus westerns y a sus películas de aventuras producidas por la Republic y por la RKO, que algunas nunca se estrenaron en Francia. Realizadas con el mismo equipo técnico y a menudo con los mismos actores, estas películas son pequeñas producciones y se llaman: Angel in Exile, Silver Lode, Cattle Queen of Montana, Tennessee's Partner, Slightly Scarlet, The River’s Edge, Most Dangerous Man Alive, etc. Todas estas películas no buscan aparentemente más que ilustrar las convenciones que le sirven de base. Son las famosas «pequeñas películas» (la regla de Dwan era: «presupuesto y velocidad, tempo») que, por no poseer ambición visible ni haber conseguido un inmenso éxito de público, no han recibido los honores de la Historia del Cine. Dwan dejó de rodar en la época en la que el gran cine americano declinaba: Hitchcock, tras Marnie, su quiebra, Hawks se vio afectado por una modernidad decepcionada después de Rio Bravo, Ford asciende a una grandeza única y solitaria, girando hacia el pasado (Liberty Valance…), Lang intenta creer en un regreso a sus orígenes, Walsh escribe o se contenta con filmar caballos, Tourneur filma cualquier cosa en Europa (Giant of Marathon), McCarey espera en su despacho encargos que no llegan, etc. La lista es larga y, si no fúnebre, al menos desoladora. Sólo Chaplin y Welles conservan toda su fuerza: A Countess from Hong Kong y Falstaff son películas extraordinarias en el espectáculo en las que no sufrimos por su autor.
¿En qué consiste el arte de Dwan? Principalmente en esto: que ha hecho siempre el mismo cine, como si el resto del cine sólo evolucionara técnicamente y no en sus formas. Se adaptó al sonoro, luego al color, y por otra parte a todos los géneros, de forma completamente natural. Fue ante todo un gran narrador: incluso cuando los personajes son un poco pálidos, incluso cuando las historias han sido contadas decenas de veces, incluso si conocemos los decorados y las peripecias. Fue también un gran poeta del espacio: podemos ver sus primeras películas mudas o sus últimas películas en color, siempre encontraremos una exaltación constante del espacio (bastante próxima de la que animaba a Keaton). Es algo a lo que los historiadores de cine son poco sensibles (por suerte, hay gente como Kevin Brownlow), pero contar una historia es un arte que las películas practican más o menos bien. Esta tradición de la restitución lo más exacta posible del espacio es esencialmente americana (más que hollywoodiense) y está relacionada con el cine cómico y burlesco (Mack Sennnett) y con el cine melodramático y policíaco: es constante en Griffith, se persigue en las comedias de DeMille y Lubitsch, pero creo que encontramos los más hermosos ejemplos en Walsh y Dwan. La capacidad de recrear en la imaginación del espectador la totalidad de un decorado aumenta la fuera del relato. La magia particular, que nos devuelve a la linterna mágica, que consiste en sumergir al espectador en una historia y en impedir salir antes de la palabra «fin», se ha sostenido en una construcción precisa y lógica de los espacios, a partir de la fracción inevitable del encuadre, en correlación con un empleo adecuado de los objetivos y de la luz: este arte Dwan lo ha llevado a la perfección. En sus últimas películas el sentimiento de armonía nace de la aplicación instintiva de las reglas geométricas secretas que había puesto a punto en la época del mudo (reglas evidentes en sus películas paródicas de los años 30 con los Ritz Brothers o aún en The Iron Mask). Y supo, 30 años antes que Kubrick en 2001, jugar maravillosamente con el límite superior del encuadre (Frontier Marshal).
El arte de Dwan no pretende conmocionar: ignora las tensiones y provoca un maravilloso estado de calma. Los conflictos son, en este cine, accidentes de la naturaleza humana. Pero esto sería limitar la poesía particular de estas películas en lugar de explicarlos por el pacifismo y el simple gusto de la naturaleza que habita en un hombre con Dwan. Fue, sin pensar en ello, un clásico, pero un clásico de Hollywood. Este clasicismo es hoy en día letra muerta, esqueleto de convenciones en desuso. Dwan creyó en su contenido porque con Griffith y algunos otros lo inventaría sin concederle importancia. Dejaba que las películas no elevaran la voz. Poseía un gusto sincero por la historia: su movimiento y su ritmo, no el del metteur en scène. La ingenuidad era su ingenio pero cuando una de sus películas era boba, había que saber que el guión que se le entregaba era insalvable. Soñaba al final de su vida con abrir una clínica de guiones… Incluso sus películas más convencionales contienen hallazgos de planificación, prueban un empleo imaginativo de los decorados, lo cual no es el caso de las malas películas de Walsh. Como Jacques Tourneur, Dwan poseía un secreto de fabricación que se encontraba en el corazón del cine y que se ha perdido. No porque el cine hoy no sea digno, sino porque un secreto de fabricación es intransmisible. Dwan es al cine lo que Charles Ives es a la música: un inventor sin recompensas.
Publicado originalmente en Cahiers du cinéma, nº 332, febrero, 1982.
Republicado en Poétique des auteurs, Cahiers du cinéma, 1988.
«¿Quién puede decir haber visto un 2 % de sus películas?», se pregunta un día un historiador de cine americano. Yo no. Ni él. Ni nadie. Si existiera, la filmografía completa de Allan Dwan ocuparía una página entera de Libé, erratas incluidas. Al menos. Nacido en 1885 en Toronto (Canadá) y bajo el signo audaz de Aries, Dwan se encontrará con el cine en 1909 y no lo abandonará jamás: es el cine quien le abandonará en 1961 (última película, inédita en Francia, como tantas otras: The Most Dangerous Man Alive). Después sobrevive veinte años al final de su carrera. No creo que haya sido digno de compasión. Ni que nunca haya perdido su sangre fría. No era su estilo. Su estilo era más bien firmar varios centenares de películas (cuántos centenares, es el misterio: solo entre 1911 y 1913, más de doscientos one-reelers, pequeñas películas de una bobina). Fue al principio conocido y respetado, poco a poco marginado, después completamente olvidado, creído muerto, convertido (como Gance) en un vago dinosaurio.
Todo lo conoció: la película de capa y espada saltarina, los comienzos del mudo, el western íntimo, la comedia, la opereta filmada, la viñeta histórica, las aventuras en las islas, todo. Delante de su cámara han desfilado todo tipo de monstruos. Los sagrados para empezar. Ocho películas con Douglas Fairbanks (entre ellos, su Robin Hood en 1922 y la ambiciosa The Iron Mask en 1929). Ocho películas con Gloria Swanson (entre ellas Stage Struck, 1925, y What a widow! 1930). Y después, las niñas vedettes (una Shirley Temple ya dura en Rebecca of Sunnybrook Farm, 1938), los burlescos (los hermanos Ritz, los malvados que osarían rivalizar con los Marx: The Three Musketeers y The Gorilla en 1939), las estrellas emergentes (Wayne en Sands of Iwo Jima, super-film de guerra, 1950) y las decadentes (Dana Andrews en Enchanted Island, 1958). Y para acabar, las pobres estrellas de serie B (Reagan, por supuesto, como bobo idealista, y sobre todo el inolvidablemente malo John Payne, sin olvidar a la más seductora Rhonda Fleming), hasta los más feos de ellos (recuerdo –todavía me estremezco- a la aterradora Vera Ralston, impuesta por los productores en Surrender, sin embargo una bella película, 1950). En resumen, ejerció su profesión.
La ejercería como todos los de su generación. Se encontró con el cine, para el cual no estaba destinado, y no lo dejaría (este cambió bastante). Era profesor de matemáticas y de física, ingeniero mecánico, y servía de coach a un equipo de fútbol americano. Llegó a California. Cuatro nombres ayudan a jalonar esta incomparable carrera: Griffith (al que conoce en 1911), Fairbanks, con el que forma equipo, Swanson, para quien por un tiempo era su cineasta favorito, y, last but not least, Benedict Bogeaus. Menos conocido, este último. Pero sin este productor independiente, Dwan sin duda no habría firmado, entre 1954 y 1961, sus más bellas películas, las desconocidas que conocemos un poco y de las que guardamos el recuerdo más intenso. Los que han visto o han vuelto a ver recientemente en la tele Tennessee's Partner (1955) y Slightly Scarlet (1956) saben que no estoy inventando nada. ¡El resto exige que una de estas joyas sea emitida de nuevo!
Es la historia la que cuenta
Dwan conoció un extraño destino. Descendió, uno a uno, todos los escalones del Gotha hollywoodiense, de la Triangle a la Fox y de la Fox a la Republic, sin nunca parar de hacer, fuera un buen o mal año, buenas películas. Sin dejar de ser él mismo. Es él mismo cuando dirige a Fairbanks, pero es incluso aún más él mismo cuando, cuarenta años más tarde, exento de la mitología y del star-system dirige al gran John Payne. Algo en él ha resistido a todo, no ha sido erosionado por nada.
Dwan tiene un único credo: es la historia la que cuenta, the story. Divide las películas en dos: de una parte, aquellas en las que es la vedette la que importa (por lo tanto, es preciso adaptar la historia a la vedette), y de la otra aquellas donde es la historia la que cuenta (es necesario entonces contarla, siguiendo su respiración íntima, respetarla). El pequeño 1 % del opus dwaniano que hemos visto nos autoriza a decirlo: Dwan nunca ha estado tan vivo, preciso, sorprendente, como cuando cuenta una historia.
Tomemos el periodo Bogeaus, sin duda el mejor. Durante algunos años, hay un tono común, actores fetiche, el trabajo de un gran director de fotografía (John Alton) e historias con un aire de familia. Es la época de los westerns íntimos. Nos damos cuenta de que este cineasta que filma a menudo la violencia no cree demasiado en la violencia. La considera siempre como una locura o un malentendido, siempre como algo exterior a los personajes. Lo que le interesa es una situación que se vuelve violenta porque hay palabras que no se pueden decir, amigos que no se pueden exponer, secretos que no se han de revelar. Una historia, para Dwan, es siempre la de un secreto. De la amistad como secreto. Amistad de un hombre por otro, de una mujer por otra (las dos pelirrojas), amistad del hombre por quienes le rodean, por el paisaje en el que se sumerge. Como quien no quiere la cosa, es algo bastante poco común en el cine americano. El héroe dwaniano desea vivir en buena armonía con el mundo. No le pide más, pero más allá de esto será intratable (rechazo de intolerancia, obsesión de linchamiento, en la muy bella Silver Lode, 1954).
Hipótesis: es ese talento para proteger a sus personajes lo que Dwan ha sabido salvaguardar a lo largo de su extensa carrera. Para ello, nunca olvidó la lección de Griffith (trabajaría en Intolerance). Su puesta en escena es arcaica y refinada a la vez. Pasea a sus personajes por el paisaje de sus planos, sin ninguna fanfarronería decorativa. Los extrae y los inserta. Se mantiene fiel al mudo. De ahí que quizá nunca haya sabido seguir al cine en sus virajes modernos (al cine moderno le gusta la indiscreción, a Dwan no). De ahí que no haya mucho más en sus películas que un paisaje que es un paisaje. Ni una idea, ni un decorado, sino la presencia familiar e indiferente del entorno. El lugar o los personajes vuelven cuando han conseguido libertarse (la palabra es de Goimard, el historiador que citaba al comienzo de este artículo) de todo lo que expone su libertad.
Serge Daney,
Libération, 28 de diciembre de 1981
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