Harkness_666
Son cuatro
Es el director japo de moda. Con una trayectoria a sus espaldas, aunque en España me da que se ha visto poco, hace unos años se dio a conocer (es un decir) con Asako I & II y hace poco estrenó La ruleta de la fortuna y de la fantasía, logrando bastantes elogios, pero es ahora cuando le ha llegado una nominación al Oscar con esta adaptación de Haruki Murakami.
Kafuku es un dramaturgo inmerso en la preparación de un peculiar montaje de “El tío Vania” de Chéjov para el festival de teatro de Hiroshima. Durante su estancia allí se ve obligado a contar con los servicios de una sigilosa conductora, tanto en su forma de ser como de conducir, y no tardarán en descubrir que tienen sus puntos en común.
Otra del género “extrañas parejas”, radicalmente distintos ambos en cuanto a clase social y ambientes pero idénticos en su losa emocional, en su escasa simpatía, mirando la vida con gesto estoico, aferrados a rutinas para seguir vivos. Se trata de un estudio de varios personajes denso, por la abundancia de texto y la amplitud de tiempos y lugares, pero a la vez ligero, transparente, en cuanto a la distancia sideral que establece con el melodrama. Pues la contención y la normalidad, el interés por lo anónimo, por lo cotidiano, se abren incluso a cierto misterio, a una narración detallada en forma de circunloquio que fluye sin prisas, según estos individuos van abriéndose los unos a los otros.
Simbiosis de los universos literarios de Chéjov y Murakami, del primero se recoge el afán por contar la experiencia de la gente común y mediocre, los pequeños y a la vez tremendos dramas que le pueden pasar a cualquiera: incomunicación, duelo, fracaso, bloqueo creativo. En cambio, la huella del autor japonés toma la forma del enigma y de la obsesión, de una proximidad a lo fantástico a modo de relatos contados en forma de monólogo dentro del esquema principal. En el arranque, un tanto fantasmal, las palabras se cargan de un erotismo, de un morbo que permite entrever lo recóndito, el desconocido que nos habla desde dentro de quien comparte nuestra cama y nuestra rutina, sin aparentes secretos para nosotros. Se mezcla por tanto la matrimoniada bonita pero insidiosa, la mirada social hacia los subalternos o desfavorecidos (mujeres casi siempre), la distancia generacional… pero incluso el “villano” de la función tiene algo interesante que decir, su parte del cuento, participa de la extraña iluminación que es este film de Hamaguchi.
Tres horas de película y 40 minutos iniciales que son tan solo el prólogo, la base de todo lo demás, tras el que entran los créditos iniciales. La conexión insólita de las almas es la base sobre la que se asienta un film disperso pero de abundantes capas, sobre amores imperfectos y máscaras que caen. Compartimos lo fundamental, aún hablando lenguas distintas o incluso lenguaje de signos. Más difícil que entender a los otros es entenderse a uno mismo, aceptar el peso de la culpa, de las cosas no dichas, con tal de librarse de él, o al menos atenuarlo. Es la ficción, esencia depurada de lo humano sobre las tablas, o sobre un guion televisivo, el armazón que une estas vidas, que supera barreras, el medio para hablar de lo que no se es capaz de hablar. Es la artimaña para entender y entenderse, esa necesidad de comunicación próxima a aquella “búsqueda del interlocutor” de otra chejoviana como fue Martín Gaite. Fabular para hallar respuestas donde no las hay. El proceso de casting, lecturas, ensayos, etc. de la obra actúa de excusa para que el arte y la vida se retroalimenten y se superpongan, en un ejercicio de diálogo del cine con el teatro y la literatura.
Hiroshima, presencia viviente del vacío, de lo ocurrido sin hablar nadie de ello; las olas del mar, la nieve, el espejo, el triturador de basuras. La conducción, el coche como escenario de confesión, de viaje a uno mismo; un vehículo rojo que contrasta vivamente con el paisaje grisáceo, maquinizado, de edificios, carreteras, túneles. A lo mejor el epílogo queda un poco postizo y hubiera sido un remate inmejorable el de la representación, pero queda una idéntica conclusión esperanzadora, abierta en cuanto a trama, de que la vida sigue, continúa al final de este largometraje inabarcable.
Kafuku es un dramaturgo inmerso en la preparación de un peculiar montaje de “El tío Vania” de Chéjov para el festival de teatro de Hiroshima. Durante su estancia allí se ve obligado a contar con los servicios de una sigilosa conductora, tanto en su forma de ser como de conducir, y no tardarán en descubrir que tienen sus puntos en común.
Otra del género “extrañas parejas”, radicalmente distintos ambos en cuanto a clase social y ambientes pero idénticos en su losa emocional, en su escasa simpatía, mirando la vida con gesto estoico, aferrados a rutinas para seguir vivos. Se trata de un estudio de varios personajes denso, por la abundancia de texto y la amplitud de tiempos y lugares, pero a la vez ligero, transparente, en cuanto a la distancia sideral que establece con el melodrama. Pues la contención y la normalidad, el interés por lo anónimo, por lo cotidiano, se abren incluso a cierto misterio, a una narración detallada en forma de circunloquio que fluye sin prisas, según estos individuos van abriéndose los unos a los otros.
Simbiosis de los universos literarios de Chéjov y Murakami, del primero se recoge el afán por contar la experiencia de la gente común y mediocre, los pequeños y a la vez tremendos dramas que le pueden pasar a cualquiera: incomunicación, duelo, fracaso, bloqueo creativo. En cambio, la huella del autor japonés toma la forma del enigma y de la obsesión, de una proximidad a lo fantástico a modo de relatos contados en forma de monólogo dentro del esquema principal. En el arranque, un tanto fantasmal, las palabras se cargan de un erotismo, de un morbo que permite entrever lo recóndito, el desconocido que nos habla desde dentro de quien comparte nuestra cama y nuestra rutina, sin aparentes secretos para nosotros. Se mezcla por tanto la matrimoniada bonita pero insidiosa, la mirada social hacia los subalternos o desfavorecidos (mujeres casi siempre), la distancia generacional… pero incluso el “villano” de la función tiene algo interesante que decir, su parte del cuento, participa de la extraña iluminación que es este film de Hamaguchi.
Tres horas de película y 40 minutos iniciales que son tan solo el prólogo, la base de todo lo demás, tras el que entran los créditos iniciales. La conexión insólita de las almas es la base sobre la que se asienta un film disperso pero de abundantes capas, sobre amores imperfectos y máscaras que caen. Compartimos lo fundamental, aún hablando lenguas distintas o incluso lenguaje de signos. Más difícil que entender a los otros es entenderse a uno mismo, aceptar el peso de la culpa, de las cosas no dichas, con tal de librarse de él, o al menos atenuarlo. Es la ficción, esencia depurada de lo humano sobre las tablas, o sobre un guion televisivo, el armazón que une estas vidas, que supera barreras, el medio para hablar de lo que no se es capaz de hablar. Es la artimaña para entender y entenderse, esa necesidad de comunicación próxima a aquella “búsqueda del interlocutor” de otra chejoviana como fue Martín Gaite. Fabular para hallar respuestas donde no las hay. El proceso de casting, lecturas, ensayos, etc. de la obra actúa de excusa para que el arte y la vida se retroalimenten y se superpongan, en un ejercicio de diálogo del cine con el teatro y la literatura.
Hiroshima, presencia viviente del vacío, de lo ocurrido sin hablar nadie de ello; las olas del mar, la nieve, el espejo, el triturador de basuras. La conducción, el coche como escenario de confesión, de viaje a uno mismo; un vehículo rojo que contrasta vivamente con el paisaje grisáceo, maquinizado, de edificios, carreteras, túneles. A lo mejor el epílogo queda un poco postizo y hubiera sido un remate inmejorable el de la representación, pero queda una idéntica conclusión esperanzadora, abierta en cuanto a trama, de que la vida sigue, continúa al final de este largometraje inabarcable.