El desprecio
Javier Gallego
Desde que se levanta hasta que se acuesta no pisa la calle. No pisa las calles que pisa usted. Cuando sale, el coche oficial le espera al borde de las escaleras y le deja en el garaje de la sede, donde un ascensor le lleva directamente hasta su despacho. Después vuelve a bajar por la misma ruta para asistir a las citas del día a las que siempre entra por algún garaje o puerta de atrás. El chófer tiene cuidado de dejarle al borde de la puerta o de las escaleras. Nunca pisa la calle. Nunca pisa las calles que pisa usted.
Tampoco las mira apenas. Los cristales tintados le protegen no solo de las miradas reprobatorias, curiosas o asqueadas de la gente, también le aíslan del exterior como un telón grueso. Aunque son traslúcidos desde dentro, la luz es tan oscura a través de la ventanilla, se ven las calles tan apagadas, tristes, en un perenne día de invierno, que ha terminado por no mirarlas. Le deprimen. No ve, por ejemplo, a la mujer que sale de la tienda de campaña instalada bajo el acceso de la autopista. Ni los carteles en los escaparates de algunos comercios y bares en los que se anuncia que el local 'SE VENDE'.
“Hay que decir que la recuperación se nota en los bares y los restaurantes, que ahora hay más gente”, le dice el asesor desde el asiento delantero. Ese tipo de mensajes sencillos calan y él lo repetirá esta mañana. Asiente desde la parte de atrás mientras lee su periódico favorito: el Marca. Para el camino le dejan siempre los diarios sobre el asiento pero solo mira las portadas por encima, sin cogerlos. Ya sabe lo que van a decir, lo ha oído en la radio mientras desayunaba. Siempre los mismos ataques al Gobierno. Qué sabrán ellos de lo difícil que es gobernar un país, una Comunidad o llevar un Ministerio.
El asesor le recuerda adónde van, qué tiene que decir. Le responde mecánicamente. Ya lo sabe, lo estuvieron repasando anoche cuando corregían el texto. “La crisis ya es historia”. Esa frase es suya. Es su mensaje de hoy a los empresarios. Y es cierto para ellos. La crisis es historia para los que no han pasado la crisis. Ahora empezarán a ganar más dinero gracias a la bajada de sueldos y la reforma laboral de su Gobierno. Afuera un hombre con chaqueta vende pañuelos en el semáforo y golpea los cristales tintados para ofrecérselos al misterioso ocupante. El presidente se sobresalta y, por primera vez, mira la calle. El vendedor de pañuelos no puede ver su gesto de desprecio cuando dice con esa “sh” tan característica suya: “esta gente”. El coche arranca y el presidente vuelve a lo suyo.
El chófer recoge al ministro del Interior de la iglesia, a la que acude antes de empezar el día, y lo deja a la puerta de su destino. Tampoco pisa la calle. Minutos después responde a las críticas de Europa por las devoluciones 'en caliente'. Anuncia que su Gobierno seguirá violando la ley. Tienen mayoría absoluta, la ley son ellos. Si los comisarios europeos quieren dejar pasar a todos los negros de África, que le envíen sus direcciones y él les manda a “esa gente”, dice con desprecio. “Esa gente” son, por ejemplo, las madres que perdieron a sus hijos pequeños el otro día cuando cayeron de la patera en la que trataban de llegar a España. “Esa gente” son esos niños.
El presidente de la Comunidad de Madrid también habla de niños en su comparecencia. Se niega a abrir los comedores escolares en Navidad a pesar de que hay familias que no tienen para dar de comer a sus hijos. “El problema de los niños madrileños no es el hambre, es la obesidad”, afirma contundente. El problema del presidente es que no sabe que la obesidad también es un problema de los pobres que comen mal. No lo sabe o no lo quiere saber. En el fondo, los desprecia. Tampoco pisa la calle. No pisa las calles que pisa usted. Le deprimen. Cuando uno va en coche oficial de palacio en palacio, del despacho al hotel de lujo y del hotel de lujo al despacho, termina despreciando las calles mugrientas llenas de gente. De “esa gente”.