Soto Ivars.
Puede que Iglesias entienda hoy por qué estaba mal lo que promovía entonces, pero sus hijos no tienen por qué aguantar ninguna horda. Y las hordas, sean de izquierdas o de derechas, hordas son
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Eran por aquel entonces rebeldes.
Con cada palabra subían el listón moral de la clase política. El problema: subieron tanto el listón que luego no fueron capaces de alcanzarlo. Dijeron que no a los sueldos altos de políticos —que hoy cobran—, a los cargos imputados —que hoy tienen—, a las casas lujosas —que hoy disfrutan— y a los pactos con el Régimen del 78 —que hoy les han hecho posible la cogobernanza—. Lanzaron tantas normas que hoy incumplen que
quedaron desenmascarados, como el cuervo ingenuo de la canción de Javier Krahe, porque cada generación tiene derecho a ver cómo sus juveniles adanes rebeldes se transforman en funcionarios.
Refiriéndose al escrache, entonces una cosa nueva, hablaban de 'jarabe democrático' porque a la clase política corrupta y autoritaria
no había que darle margen ni en su propio domicilio. Había que politizarlo todo, lo personal ya no era íntimo, sino político, y se dedicaron a promover a cualquier fanático que te dijera que eras un monstruo por escuchar a Calamaro. Con su paranoia delirante, convirtieron los gustos, la vestimenta, la cultura y los gestos en alegatos de postura política. No había manera de escaparse.
Habían politizado hasta el dolor.
Uno los criticaba entonces. Me parecía que la actitud de la izquierda populista estaba haciendo peligrar lo único bueno que hemos conseguido juntos:
una paz que tenía mucho más de ilusión por el futuro que de justicia, sí, pero una paz al fin y al cabo. Felipe González, entrevistado por Jesús Quintero a finales de los años ochenta, le dijo que el único legado que quería dejar aquel partido socialista era la paz en un país donde los habitantes se mataban cíclicamente, cada cierto número de años. Siempre me identifiqué con esto y nunca me gustaron los revolucionarios dispuestos a dinamitar puentes.
La tentación ahora, cuando una turba se reúne ante el chalé de Iglesias y Montero en Galapagar, es
atribuir la escena a la justicia poética. Ese veneno que Iglesias llamó "jarabe democrático", ir al domicilio donde no solo vive un político, sino también su familia, le es devuelto al demiurgo de la polarización en forma de escupitajo. Sin embargo, la ética más elemental no aguanta tentaciones como esta. Lo que estaba mal cuando lo sufría B por culpa de A, está mal cuando lo sufre A por culpa de B. Y todo lo demás es
un ojo por ojo bárbaro y desesperante.
Llevo varios artículos diciéndolo, y me reafirmo a cada nuevo episodio:
la derecha tiene un gravísimo problema, porque está siendo dominada por sus propias barbijaputas y
cada vez se parece más en sus formas al independentismo catalán. Ahora, la misma gente que puso a Iglesias a parir por las estupideces que ha dijo sobre los escraches obra según el mismo marco de inmoralidad. Lo que tanto les escandalizaba entonces ahora lo consideran justo. Es la consecuencia lógica de dejarte regir por el “y tú más”. ¿Ahora es bueno lo que era malo? Ni de coña.
Hablemos claro. El
escrache consiste en que un grupo de matones se desplaza al domicilio familiar de un cargo político para pegar berridos, ante el horror de su familia. Punto. Era repugnante en 2014 y es repugnante en 2020. Nadie tiene derecho a decirle a un niño que su padre le parece un desgraciado. Los hijos de Iglesias y Montero no son responsables de las opiniones de sus padres, de la misma forma que los hijos de un ministro del PP ni pinchan ni cortan en un paquete de recortes sociales.
Hay una diferencia fundamental entre el escrache domiciliario y la protesta ante las sedes de los partidos políticos, o a las puertas de un parlamento.
El lugar donde se celebra una algarada cambia sustancialmente su significado. Si
los indignados de derechas marchan a Ferraz, simplemente están cantando su versión de las protestas en la calle Génova, que casi llegaron a ser bien de interés turístico nacional, por los comunes. Quien no entienda la diferencia entre protestar ante una oficina y ante un domicilio familiar es, sencillamente, estúpido.
En el pasado me han llamado facha y blanqueador de fascistas por afear escraches a peperos o a gente de Ciudadanos. Siempre me ha importado un pito que los dóberman de la izquierda o el procesismo me consideren un cerdo traidor por hablar de derechos fundamentales, y lo mismo se aplica al día de hoy. Sin duda seré un paniaguado progre a sueldo del Gobierno por recordar a un puñado de hiperventilados que lo que están haciendo, insultando a las familias de unos políticos, es una atrocidad.
Pero me da exactamente igual.
Puede que Iglesias entienda hoy por qué estaba mal lo que promovía entonces, pero sus hijos no tienen por qué aguantar ninguna horda. Y las hordas, sean de izquierdas o de derechas, hordas son.