Danger: Diabolik
Un peligroso delincuente anda suelto y trae en jaque al país entero. Se llama Diabolik, sabe conducir, pelear, disparar, bucear, etc. como nadie y por medio de las más refinadas artimañas es capaz de robar cualquier cosa, sea un cargamento de dinero, sea el collar de esmeraldas más valioso de la aristocracia.
Pero para joya esta película, pequeña obra maestra del kitsch y sesentera hasta el tuétano, que cuenta las locas andanzas de un supervillano (el apolíneo John Phillip Law, nada menos que el ángel de Barbarella) perseguido sin tregua por un sufrido inspector de policía (Michel Piccoli). Frívolo divertimento cuya única pega pudiera ser lo deslavazado de su argumento, apenas existente y más una acumulación de peripecias y de peligros a los que se enfrenta nuestro singular antihéroe, guiada por la incógnita de qué será lo próximo que se les ocurra a los presumiblemente fumados guionistas. Y ante todo, grato ejercicio estilístico con un Bava dándolo todo como maestro indiscutible del artificio, de los colores chillones y las ocurrencias de puesta en escena, como transparencias, o incluso animaciones, en un film cargado de imaginación, de encuadres muy bien medidos que sacan el máximo partido del dislate; véase la fiestecita psicodélica, la guarida de los protas, con el órgano como alarma… y mil paridas más con la molonidad por bandera.
Un poco al estilo de la saga Bond, pura fantasía pajera de acción, sexo y libertad en torno a un hombre que no actúa movido por la ambición ni por los valores del sistema; lo suyo es punk adelantado a su tiempo, caos en estado puro. Como protagonista, el tal Diabolik es un sujeto impasible, inexpresivo, de físico enigmático, aún así imbuido de una elegancia, de una frialdad característica. Un anarquista romántico que haría cualquier cosa por su despampanante chica y cuya amoralidad se contrapone a la inmoralidad de un gobierno presidido por unos personajes (atención al histrionismo extremo que se gasta alguno de ellos) carentes de principios, indeseables que no dudan demasiado en aliarse cuando les conviene con la peor ralea de la sociedad (es decir, capos de la droga) con tal de atraparle; el inspector, como suele pasar, se da cuenta de esto, incluso puede intuirse una cierta simpatía para con su archienemigo. La aportación musical de Morricone consiste en un puñado de temas con un sonido muy de la época (con algún que otro inevitable “dabadaba”) que contribuye a elevar las imágenes de esta sátira inmisericorde y cachonda que se burla de la alta sociedad, de la cosa pública, de la política, amén de un fiel retrato de la idiosincrasia de una década de despendole, de un mundo en proceso de cambio definitivo.