La gangrena de los partidos del turno
Jesús Cacho
A caballo entre dos siglos, el Partido Conservador de
Cánovas y el Liberal de
Sagasta conformaron durante la Restauración alfonsina lo que se dio en llamar
el "sistema del turno", una forma de alternancia bipartidista, nacido del Pacto de El Pardo (1885), mediante el cual un partido sucedía a otro en el Gobierno de la nación con la bendición del Palacio Real. El
sistema hizo crisis a partir de 1917, víctima de la corrupción galopante de un régimen que mantenía lejos del poder a grandes capas de población en una España rural y agraria, con un escandaloso porcentaje de analfabetos, con el poder en manos de una oligarquía que no pagaba impuestos y un ejército derrotado tras la crisis del 98 que intentó lavar su honor con a
venturas como la del Annual; un país, en suma, pobre y recluido sobre sí mismo,
alejado de las corrientes de modernidad que soplaban en Europa. La incapacidad del régimen para regenerarse desde dentro, corroído además por las divisiones internas (
Romanones contra
García Prieto en el Partido Liberal;
Dato contra
Maura en el Conservador) tuvo su epitafio en la dictadura de
Primo de Rivera y, más tarde, en la huida de
Alfonso XIII, la proclamación de la República y la Guerra Civil.
Partido Popular (PP) y
Partido Socialista Obrero Español (PSOE) han sido los partidos del "turno" de la transición, los pies sobre los que ha caminado un sistema gestado en torno al rey
Juan Carlos I en estrecha alianza con ambas formaciones y en un club en el que se dio entrada al nacionalismo burgués catalán y vasco, más el PCE como inevitable pátina democrática.
Bajo el paraguas de la Constitución del 78, esta alianza ha protagonizado la época de mayor prosperidad que ha conocido España en su historia, años durante los cuales el cogollo del régimen tejió una tupida red de intereses con las grandes empresas económico financieras de la nación, con el respaldo de unos medios de comunicación a los que se encargó la tarea de mantener a una población embebida en el consumo
de espaldas a una corrupción que ya a finales de los ochenta comenzaba a hacer estragos. Los cuatro años del primer Gobierno
Aznar fueron seguramente los mejores del periodo. La consiguiente mayoría absoluta le otorgó la posibilidad de enmendar el rumbo de un país que para entonces ya tenía claro dónde estaban los agujeros negros del diseño constitucional (la organización territorial, por ejemplo), pero
el virrey de la derecha prefirió emplearse en bodas y bautizos en lugar de abordar el calafateado a fondo que el sistema reclamaba. El crecimiento, que se creyó sin fin -pensó-, lo arreglaría todo.
El destino de la nación cambió para siempre con los
atentados del 11-M de 2004, episodio sobre el que siguen existiendo grandes lagunas. La masacre dio paso a un Gobierno presidido por un personaje menor en lo intelectual y moral,
empeñado en cuestionar el pacto constitucional y en el rechazo al "abrazo de Vergara" que significó la reconciliación entre vencedores y vencidos tras el final del franquismo. La
abdicación de Juan Carlos I, víctima obligada de una corrupción consentida por los jefes de los partidos "dinásticos",
marcó en 2014 el final de la transición y la apertura de un periodo de incertidumbre que se prolonga hasta hoy. La transición ha muerto, en efecto, pero lo nuevo o por venir no acaba de nacer, víctima la nación de las miserias de unos partidos del "turno" cuya descomposición se ha acelerado en los últimos años a pasos de gigante. Tras la debacle del Gobierno
Zapatero, la sede del PSOE fue tomada al asalto por un
aventurero sin escrúpulos que en el otoño de 2016 había sido expulsado de la misma ante el temor del
establishment socialista de que terminara haciendo lo que finalmente hizo, aliarse con los enemigos de la nación de ciudadanos libres e iguales para hacerse con el poder.
El PSOE de Sánchez no tiene nada que ver con el de un Felipe, y más que un partido es una "partida" que el sujeto controla con mano de hierro y el respaldo de una militancia muy escorada a la izquierda, muy radicalizada.
La mayoría absoluta del PP tras
las generales del 20-N de 2011 fue quizá el último intento del centroderecha por enmendar el rumbo de colisión emprendido por ZP. La valiente decisión de un país que se encomienda al buen hacer de un cirujano dispuesto a acometer las reformas que reclamaba el sistema. La
traición de Rajoy dejó a la derecha malherida y rota en los tres bloques que hoy conocemos. Aquella mayoría de 10.866.000 votos cosechada en 2011 quedó reducida a 4.373.000 en las generales del 28 de abril de 2019 que significaron el debut de
Pablo Casado al frente de Génova: nada menos que
6.492.000 votos perdidos en la gatera de la incuria por un partido que había dejado de ser útil a los españoles. La repetición electoral del 10-N de 2019 sirvió para que recuperara 674.000 votos del botín perdido, pero sobre todo para constatar la tragedia de un PSOE echado al monte de la izquierda radical que, en poco más de seis meses y en el Gobierno, perdió 720.000 votos, circunstancia que llevó a
Pedro Sánchez la misma noche electoral a
echarse en brazos de Pablo Iglesias para formar el Gobierno de coalición que hoy ocupa el poder, un acontecimiento llamado a tener graves consecuencias en el futuro español.
En las recientes
elecciones autonómicas celebradas en Castilla y León (CyL), el PP perdió 54.916 votos respecto a los cosechados en 2019. Fue la suya una victoria pírrica que dejó graves heridas en el inconsciente colectivo de
una cúpula que había planteado ese adelanto electoral como un plebiscito llamado a fortalecer la figura de Casado en detrimento de la de
Isabel Díaz Ayuso, una semifinal que, tras repetir movimiento en Andalucía, debía conducirle directamente a la Moncloa.
Todo al garete. De modo que no se puede entender lo ocurrido esta semana en Madrid sin valorar la frustración provocada por los resultados de CyL. El PSOE, por su parte, se ha dejado en la cita castellano leonesa una cifra significativamente mayor, exactamente 117.613 votos respecto a los logrados en 2019. La lectura que cabe extraer del episodio es que
los partidos garantes de la transición se acercan aceleradamente a su ocaso: a pesar de la potencia de sus maquinarias territoriales, PSOE y PP no despiertan ningún entusiasmo electoral, ya no sirven para la función capital de asegurar el futuro del país.
Son partidos desconectados del
mainstream social. El
espectáculo protagonizado esta semana por la cúpula de Génova no podría entenderse en una formación que mantuviera viva esa imprescindible red de valores compartidos con la derecha sociológica a la que dice representar, esa tupida malla de intereses, incluso de afectos, con la sociedad civil, con los centros de poder económico-financieros, con las elites culturales y científicas, porque en ese caso
alguien les habría advertido de que lo que han hecho no se podía hacer, alguien habría evitado una voladura que, más que un error, es un crimen que deja inerme a la derecha política y a la propia democracia española. Da la sensación de que Casado no mantiene ningún vínculo con el mundo empresarial, académico, cultural o científico.
Un partido sin contacto con la realidad, enfrascado en sus miserables luchas internas, cuyo devenir hacia la irrelevancia banqueros y empresarios contemplan con la mayor de las indiferencias. Gravísima, desde luego, la responsabilidad contraída por esas elites del dinero en la deriva de una formación llamada a defender los principios de economía de mercado que amparan su actividad,
elite bien dispuesta, sin embargo, a acudir a cualquier acto -mano tendida a la egipcia manera, rodilleras nuevas- convocado a toque de silbato por Sánchez.
Unos partidos que, alejados de su base social, se han convertido en agencias de colocación, pequeñas estructuras mafiosas fuertemente jerarquizadas y reacias a la entrada de aire fresco -caso de
Álvarez de Toledo- susceptible de poner en peligro el
statu quo. Tanto en el Gobierno como en la jefatura de la oposición hay poder y dinero bastante como para vivir una vida de confort imposible de alcanzar en el sector privado.
La profesionalización de la política ha traído el fruto amargo de la mediocridad más aplastante. Profesionalización y proletarización, fenómeno particularmente llamativo en la derecha en tanto en cuanto el coste de oportunidad del ejercicio político es menor en la izquierda. Los titulados en universidades de prestigio, con posibilidades de iniciar buenas carreras profesionales,
huyen de una actividad donde van a cobrar comparativamente bajos sueldos, además de ver su vida privada expuesta al escrutinio público. El resultado de este mecanismo de selección adversa, que diría
Sartori, es la llegada al poder de los mediocres, gente dispuesta a defender su sinecura a sangre y fuego contra adversarios o simples compañeros de partido, caso de
Díaz Ayuso.
Un camino que indefectiblemente conduce a las cloacas. Las lista de episodios sórdidos en torno a la sede de Génova y sus moradores daría para completar varios volúmenes. Empezando por las acusaciones de corrupción a
Rita Barberá, con dimisión y abandono del partido, que provocaron su muerte prematura, y siguiendo por la filtración, desde el ministerio de Hacienda de
Cristóbal Montoro, de la declaración tributaria de
Esperanza Aguirre en puertas de las municipales madrileñas; la filtración de las sociedades en el exterior del ministro
José Manuel Soria para obligarlo a dimitir; el pintoresco ciudadano sirio, confidente del CNI, que sirvió para llevar a
Eduardo Zaplana a la cárcel de Picassent; el video con las
cremas robadas por
Cristina Cifuentes que acabó con su carrera política; la persecución contra
Ignacio González, expresidente de la Comunidad de Madrid (espionaje en Colombia por
los mismos detectives a los que ahora han recurrido contra Ayuso y/o montaje en torno al piso en Marbella) que terminó apartándole de la CAM; el seguimiento a
Javier Arenas a través de la agencia Método3… La lista sería interminable y la conclusión, clara: el PP es un partido podrido por el uso y abuso de prácticas mafiosas contra sus propios militantes, tan podrido que probablemente ya no sea suficiente con vender la sede de Génova para limpiarlo.
Poco que añadir en un PSOE convertido en agencia de colocación, caso de los amigos del presidente
enchufados en la dirección de las empresas del sector público con sueldos de vértigo, o los más de 800 asesores colocados entre Gobierno y Moncloa, gente en su inmensa mayoría puesta a dedo con cargo al erario. Cientos de millones en la compra de material sanitario a través de sociedades interpuestas,
Ábalos o
Illa al aparato, y una corrupción más sutil, más difícilmente detectable, como la del marido de la vicepresidenta y ministra de Economía,
Nadia Calviño,
ocupado en el reparto de los fondos UE, o la del marido de la ministra de Energía,
Teresa Ribera, y su vigilia desde la
Sala de Supervisión Regulatoria de la CNMC del cumplimiento de las decisiones que adopta su esposa, o el caso de ese ministro de Justicia de facto llamado
Baltasar Garzón, expulsado de la carrera judicial, abogado del narco desde su despacho privado y pareja de la FGE,
Dolores Delgado, o la separación de poderes vertida por el albañal de la demolición del Estado de Derecho. Un partido que se ha apoderado de la Caja, dispuesto a regar con dinero público a un creciente número de colectivos, voto cautivo, con desprecio a la realidad de una deuda pública que no deja de crecer y se yergue como la gran amenaza para las futuras generaciones.
Pero no hay peor ciego que el que no quiere ver. Ahora parece que, de acuerdo con lo políticamente correcto, el problema de PSOE y PP es
Vox. La amenaza para la feble democracia española se llama Vox. ¡Qué simplismo tan vano sobre la crisis española!
Pero Vox no es el problema, sino la manifestación de la descomposición del PP. Como el Gobierno Frankenstein no es el problema, sino la
evidencia del pudridero moral del PSOE. Es por ahí por dónde habría que empezar a abordar el saneamiento del sistema, democratizando los partidos del turno si es que ello fuera posible. Excepción hecha de Díaz Ayuso, no hay en el PP capital político suficiente para
contener el tsunami de un Vox camino de la frontera del 20% del voto. No desde luego un Casado incapaz en su mediocridad de romper la burda línea argumental de un Sánchez para quien el PSOE puede perfectamente pactar con los herederos de las pistolas (esos traviesos chicos con los que
el ministro Marlaska negocia beneficios penitenciarios), pero el PP no puede hacerlo con Vox en modo alguno.
Incapaz de romper, aunque cabe la posibilidad de que nunca haya querido hacerlo. Los partidos del turno se defienden como gato panza arriba de sus enemigos comunes,
unen fuerzas cuando en el horizonte aparece un peligro capaz de poner en riesgo su corrupto duopolio. Lo hicieron en diciembre de 1993, cuando un pletórico
Mario Conde, acunado al oído de un Juan Carlos I que auspiciaba un Gobierno de concentración capaz de superar la crisis del felipismo, se convirtió en una amenaza real para PSOE y PP. El propio Conde terminó ofreciendo su cabeza en la bandeja de un Banesto en situación de quiebra. La historia se repite: Casado ha reconocido ante
Herrera que "un funcionario de la Administración" le pasó unos papeles
"con conceptos de intermediación y también datos fiscales" del hermano de la presidenta madrileña y, en lugar de denunciar la filtración de datos personales desde Moncloa, vía Hacienda, se los guarda con la intención de extorsionarla. El corolario de este episodio es que Sánchez ha subarrendado en Casado la tarea de acabar con su mayor amenaza política, la señora Ayuso, y Pablo ha aceptado gustoso tal cometido. Con independencia de
las explicaciones que la aludida deba dar sobre las actividades de su hermano, es evidente que Casado no puede seguir un día más al frente de PP. Incapaz bajo su liderazgo de aglutinar la victoria frente a Sánchez,
romper ahora la baraja acerca al PP a la victoria, no le aleja. A veces hay que derribar una ermita para construir una catedral.
La decadencia de los partidos dinásticos, intensificada tras la abdicación real en 2014, ha cogido ya velocidad de crucero. Sensación clara de vacío de poder. Pulsión de país que ha perdido amarre con la realidad del mundo competitivo y globalizado de nuestros días, y navega sin rumbo con los rufianes disputándose el trono sobre los restos del naufragio. Y en medio, en la mayor de las orfandades, el rey Felipe VI, último bastión en pie, tembloroso torreón de una fortaleza asediada por ingentes fuerzas enemigas. ¿Quién apoya hoy al monarca? ¿Dónde están sus defensas? ¿Dónde, el sistema de alianzas que permitió a su padre reinar varias décadas? Un rey a merced del capricho o la necesidad de un Sánchez forzado un día a poner la institución en almoneda para salvar su carrera política. Un rey sujeto por el faldón de las corrupciones paternas, sometido al chantaje de un Gobierno que mantiene a Juan Carlos I en el exilio de Abu Dabi, y con causas abiertas en los tribunales que la señora Delgado nunca acaba de cerrar.
Un país sin liderazgos de ningún tipo, ni en la política ni en la empresa, terreno propicio para el sálvese quien pueda. Caben pocas expectativas a la hora de pensar en la tan demandada regeneración democrática si ha de depender de unos partidos tan moralmente degradados como los citados. Tal vez habría que pensar en dar cristiana sepultura a ambos, como punto de partida para facilitar la irrupción de una nueva clase política digna de servir a este gran pueblo que tantas humillaciones lleva soportando. No nos engañemos, los partidos del "turno", como los de la Restauración, se defenderán cual gato panza arriba. Antes de que desaparezcan definitivamente, como desapareció el PSI y la Democracia Cristiana en Italia, atravesaremos tiempos muy convulsos, porque los beneficiarios del sistema van a ofrecer resistencia, como vienen haciendo desde 2014. No queda ninguna institución de referencia a la que agarrarse, en un país enfrentado a problemas muy serios que podrían alterar una paz social cogida con alfileres. El destrozo es enorme. Y para nuestra desgracia, aquí no tenemos ningún Matarella ni ningún Draghi.