El carnicero
La maestra de la escuela de un pequeño pueblo (Stéphane Audran) inicia una tímida amistad con el carnicero tras conocerse en una boda. Mientras tanto, una mujer es encontrada brutalmente asesinada en las inmediaciones, y no será la única…
La Francia rural, sobre cuyos paisajes verdes y bucólicos hace zoom el plano de apertura, es el escenario tan normal y costumbrista en el que transcurren dos vidas solitarias y gravemente heridas por dentro. Que se abren la una a la otra, en la inevitable búsqueda de contacto humano, ambos a su modo huyendo de un pasado de violencia. Tales son las bases de este “noir” atípico donde los elementos clásicos de trama, investigación, pistas, quedan mayoritariamente en off y son secundarios (el detective que aparece es un secundario sin más), al servicio de la pareja protagonista y su progresivo acercamiento.
Chabrol se las apaña para mostrar fuera de foco los horrores del siglo XX, concretamente los de las guerras coloniales francesas y sus consecuencias, que no son sino la completa deshumanización y pérdida de sensibilidad de quienes han sobrevivido y han quedado fatalmente fracturados. Asoma la sombría verdad de que todos, humanos o animales, somos en el fondo iguales, piezas de carne susceptibles de ir al matadero. Sin embargo, este monstruo inescrutable es de nuevo incómodamente humanizado ante una cámara que nos arrastra a un callejón sin salida ni respuestas fáciles, a aquellas emociones confusas, contradictorias, de horror y de piedad, de amor trágico incluso, que sólo nos puede dar ese cine que no tiene miedo de hurgar donde más duele. Se da entonces la terrible circularidad característica del género, la imposibilidad de huir de ese mal que se transmite como una herencia, ni siquiera en el rincón geográfico más apartado.
Apenas una secuencia visualmente explícita y un punto perversa, como es la del hallazgo del cuerpo en mitad de una merienda campestre, con niños de por medio (inocencia en medio del horror, a modo de contraste) en un film que busca la combustión lenta, conducido por lo sutil de unas interpretaciones muy ajustadas en su contención y ocultamiento del deseo, la frustración y el trauma. Una boda y un funeral, el ambiente del colegio, de las pequeñas tiendas de comestibles. La influencia de la nueva ola se percibe en la manera de filmar (la actuación musical, el plano-secuencia de ellos dos conversando a lo largo de la calle principal...) ese tiempo donde llama la atención la mujer que fuma en público y que conduce un coche, ese lugar donde el teléfono y el frigorífico son aún bienes poco habituales.
El hombre de Cro-Magnon, eslabón necesario para el paso a la supuesta civilización, donde perviven aún rastros de animalidad. Signos del zodíaco, disfraces dieciochescos para disciplinar a la infancia en destrezas y buenos modales. El plano de las gallinas, Balzac. El ascensor, la luz roja de la máquina fatal. Todo ello alusiones y metáforas varias, acompañadas de la música de aires vanguardistas de Pierre Hansen, colaborador habitual del cineasta, que aporta un ambiente enrarecido.
Final carente de palabras y que igualmente nos deja sin ellas, después de un viaje por carretera en plena noche que adquiere los contornos de la pesadilla, comparable a una fuga hacia la nada, a un vacío existencial de un pesimismo terrible.