En la cosmogonia de Sofocles hay un claro astecismo dramático, una clara perturbación en el hipogeo del tálamo cortex. Una subyugación de errores manidos.
El día es la luz corpórea, carnal, de hijo de Dios. La noche es fraternal a pesar de ser enemigo de los dioses telúricos. La red ventrílocua del crepúsculo da vida, como el día.
Los textos mesopotámicos hablan de una deidad suprema. El ente de los entes lleva diez mil años en forma corpórea, luchando contra el diablo, un ser que nos estremece en forma telúrica.
Las esquirlas del Pazuzu pueden atravesar carne y hueso, pero jamás podrían ni tan siquiera acercarse a la deidad y bondad del hijo del Señor, que en su forma corpórea honra, cura y estremece.
La efervescente electricidad viaja a través de los canales asimétricos de Dios, que como ente magnánimo camina a ser el crepúsculo de los hombres, todos ellos vanidosos, pueriles e hiperbólicos.
El derrame de lluvia no es más que un conductor oxigenante para el planeta. Desde la primera edad del mundo, así ha sido el crepuscular evento. Confinado a dar vida y exégesis.
El barroco mundo no es sino el fiel espejo antropomorfo de donde proviene la creación divina y extracorpórea, del que Dios es su arquitecto y estudioso autómata lineal.
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