(
Kaze tachinu (The Wind Rises), Hayao Miyazaki, 2013)
La visión romántica desde todo punto de vista
Cuando un director dice que su nueva película es su carta de despedida uno, como fan, tiene la extraña y desagradable sensación de que en parte desaparece del panorama cinematográfico y tiende a ser más benévolo, en cierta medida, con la obra expuesta. No significa eso que se vaya a ser magnánimo o permisivo pero uno entiende que para bien o para mal eso es el final de un ciclo. Con Miyazaki, por suerte, no hacen falta lisonjas ni bondades forzadas. Uno sabe que cuando va a contemplar una película firmada por el maestro va a hacerlo sabiendo que no le van a engañar ni le van a dar gato por liebre amparándose en calidades previas. Con las constantes en su vida presentes y frescas como el primer día acudimos a un título mucho más intimista si cabe que cualquiera de sus anteriores películas pero sin alejarse mucho de su mayor referencia: el mundo onírico de los sueños.
Porque los sueños, como tales, son siempre campo y caldo de cultivo para que lo más imaginativo, fantástico y posiblemente lo más inverosímil tenga cabida como ya sucedía en casos en cada uno de sus títulos. Y ésta, al estar basada en una historia real, un biopic a fin de cuentas, uno podría caer en la tentación de creer que no habrá nada que se asemeje o permita pertenecer al mundo fantástico. Todo lo contrario. La esencia, la base, el elemento, el centro, todo comienza con un sueño. Y “El viento se levanta” surge y toma forma gracias a los sueños. No los que tienen formas abstractas o de difícil definición sino esos que a uno le dan alas (nunca mejor dicho), esos que le permiten a uno evadirse o concebir mundos mejores. Nuestro protagonista, Jiro Horikoshi, su miopía nunca fue impedimento para poder tener sueños de grandeza. Adaptados, eso sí, a su vida. Y como Miyazaki procesa una devoción absoluta por la naturaleza, elemento con el cual siempre fusiona a sus personajes (y por ende sus vidas), recurre a esta para que los sueños y la realidad formen un todo. Sin ir más lejos una espina de caballa será el elemento de inspiración para poder construir el diseño del avión que acabaría convirtiéndose en el vehículo japonés empleado en la 2ª Guerra Mundial.
Forma y fondo, desde el punto de vista más poético, intimista, romántico, calmo, bello y vital, van de la mano para fluir como un manantial de ideas, historias y personajes en un ámbito de revolución constante pero sin dejar al margen o en la lejanía el respeto y veneración por una cultura que aún quedando, quizás, un poco atrasada con respecto a países contrarios acabó siendo una potencia mundial a tener muy en cuenta. Claro está Miyazaki siempre ha sido un pacifista y la guerra siempre le ha servido como vehículo de crítica para demostrar y exponer que la paz es el fin (y el principio). Debido a ese punto de vista y forma de ser decide dejar al margen la parte de la guerra en la cual acabó enfrascándose Japón para preferir enfocarlo desde un tono mucho más bondadoso, entregado, respetuoso y con intenciones mucho más didácticas que narrativas. De ahí se desprende que la película, durante su mayoría de metraje, tome un tono más cercano al documental que a una película con aventuras, intrigas y tensiones de por medio.
“El viento se levanta” es una alegoría que encierra un romanticismo empedernido en todos los aspectos que toca. Y no porque la palabra vaya referida simplemente a la parte amorosa, que la tiene, en uno de los momentos más emotivos y cercanos hacia el espectador de todo el metraje sino porque la palabra en sí define y resume todo lo que Miyazaki toca. Desde los sueños donde el protagonista entablará relación con Caproni, un ingeniero aeronáutico por el cual siente verdadera devoción y admiración, con el cual mantendrá conversaciones trascendentales en su vida y a su vez será su fuente de inspiración como modelo a seguir (y en cierta medida superar), pero también por la forma en cómo la película nos narra su vida, donde la poesía de la época, vibrante y convulsa, conjuga con la forma de ser respetuosa, amigable, decidida y honrada al igual que la forma en cómo el empleo y dedicación hacia el mundo de la aviación toma importancia y relevancia. Pero incluso algo tan drástico, triste y desolador como un terremoto, aparte de ser expuesto con gran despliegue de medios pero sin recurrir a un dramatismo excesivo, servirá de puente de unión con la futura amada. Hasta la relación con los alemanes para aprender y tomar ideas para sus futuros diseños son empleados como algo vitalista, desde un punto de vista docto y cargado de respeto.
Claro está, no se puede negar que la parte romántica y triste de su relación con su amada, quien está enferma de tuberculosis y será una pieza clave en su vida, Miyazaki recurre a una tonalidad elegante y triste al mismo tiempo pero sin recurrir a dramatismos exagerados aunque cuente con una de las escenas más impactantes de toda la película donde la sangre rompe la escena al igual que las lágrimas de él rompen el papel de sus diseños a modo de rabia reprimida. Pero también es cierto que debido a su extenso metraje (hablamos de dos horas largas) puede que en parte, al no tener altibajos en el tono, el conjunto se resienta en ciertos pasajes precisamente por esa profundidad cargada de emociones contenidas e historias parcas en efusivas miradas. Aún así estamos ante una auténtica obra de arte absoluta que confiere una clase magistral tanto en forma (animación tradicional que abofetea sin pudor y con contundencia a todo aquel que creía que esa técnica era la causa de que el cine animado estaba en horas bajas) como en fondo. Una paleta de colores viva, cargada de matices muy bien expuestos, donde los escenarios y lugares saltan a la vista como si de un lugar de ensueño se tratase (la forma como Miyazaki plasma la naturaleza viva sigue siendo una fascinación hipnótica imposible de superar) al igual que elementos tales como agua, fuego y viento cuentan con un realismo desbordante. Una despedida que aún sabiendo triste no puede ser mejor.