¿A qué faculta la lengua?
Consideremos, a efectos polémicos, que sea la lengua el factor legitimador de una eventual reivindicación secesionista. A continuación habría que contestar a una serie de cuestiones necesarias para encuadrar el asunto en un marco de justicia. Para empezar, ¿qué colectivos humanos serían titulares del derecho de autodeterminación debido a la existencia de peculiaridades lingüísticas? ¿Sólo las regiones con segunda lengua? ¿Por qué habrían de tener tal derecho a la secesión los vascos y los catalanes, pero no los andaluces y los manchegos? ¿Sólo por el hecho de que sus regiones sean bilingües? ¿El bilingüismo es, pues, sinónimo de derecho de autodeterminación? Y aun en el caso de las regiones bilingües, ¿en virtud de qué derecho habría de poder independizarse una región en la que la población que habla una lengua distinta de la común estatal es una minoría? Y aunque fuese una mayoría, ¿no habla la lengua común también una inmensa mayoría, por no decir la totalidad?
Puesto que para que un derecho responda a una mínima exigencia de justicia ha de poder ser ejercitado por todo aquel sujeto en el que concurran los elementos definidores de una categoría dada, toda agrupación lingüística habrá de ser considerada legitimada para ejercer el derecho de autodeterminación. Así pues, ¿habremos de conceder dicho derecho a cada una de las zonas dialectales del vasco, tan diferentes entre sí que no se entienden? ¿Y qué hacemos con las zonas trilingües enclavadas en zonas bilingües? ¿Concedemos a los habitantes del valle de Arán el derecho de autodeterminarse respecto de Cataluña debido a que hablan aranés? Si se nos contesta negativamente, ¿en virtud de qué principio habrían de tener ese derecho unas colectividades mientras que otras no? ¿Por qué no habrían de tener todos esos grupos humanos, definidos por una lengua, idéntico derecho a la autodeterminación? ¿Dónde está el límite?
Saltando las fronteras de nuestro país, ¿tienen todos los grupos humanos lingüísticamente caracterizados el mismo derecho de autodeterminación, o sólo lo tienen los vascos y catalanes? Entre lenguas y dialectos en nuestro planeta se encuentran unos cuantos miles de colectivos lingüísticamente diferenciados. La lingüística tiene registradas en el mundo cerca de tres mil lenguas mientras que la ONU engloba a no más de ciento noventa Estados. Enorme desequilibrio. Si cada lengua evidencia la presencia de una nación y, según el famoso principio de las nacionalidades, cada nación ha de tener su propio Estado, ¿habrá que desmontar el mundo entero para dar a luz dos mil ochocientos nuevos Estados?
Tomando el caso de la India, país en el que conviven dieciséis lenguas, cincuenta dialectos y ochocientas variantes, ¿tendrá cada grupo lingüístico el derecho de fragmentar dicho Estado en otras tantas piececitas? En Suiza, aparte de sus diversas religiones y orígenes étnicos, se hablan cuatro lenguas, en cada país africano docenas de ellas, en Rusia ni se sabe, y así hasta el vértigo.
Pero no utilizaremos como ejemplo a la antigua URSS (y actual Federación Rusa) por tratarse de un evidente Estado multinacional, multiétnico y multilingüístico. En cambio sí nos detendremos en algunos de los pequeños fragmentos estatales en los que se dividió tras su desaparición. Estos pequeños Estados renacieron —o nacieron, y la distinción no es gratuita— para dar satisfacción a las aspiraciones identitarias y de autogobierno de tantos pueblos y naciones que habían quedado englobados en aquella macroestructura estatal ya desde los tiempos de los zares. El Cáucaso y Próximo Oriente presentan hoy una fragmentación estatal muy considerable, siendo muchos de estos nuevos sujetos nacionales prácticamente desconocidos para el ciudadano occidental. Junto a las viejas entidades como Turquía, Iraq, Irán y Rusia —dividida en numerosos territorios pertenecientes a la Federación Rusa, como Daguestán, Chechenia, Osetia, Ingusetia y otros, a su vez no monolingües—, se encuentran Estados de nuevo cuño como Georgia, Azerbayán o Armenia. La fragmentación lingüística de esta zona del planeta es tal que se pueden calcular en varios cientos las lenguas que allí se hablan, lenguas de orígenes tan diversos como el indoeuropeo, el caucásico o el uraloaltaico y que, por supuesto, no coinciden en absoluto con las fronteras étnicas y políticas.
En la pequeña república de Georgia, por ejemplo, se hablan lenguas caucásicas como el georgiano y el abjasio; indoeuropeas como el ruso, el griego y el armenio; uraloaltaicas como el azerí; y el oseto, emparentado con lenguas del tronco indoiranio que se hablan en los lejanos Afganistán y Pakistán. Esto es lo que sucede con un sujeto nacional bien delimitado y de población no muy numerosa (cinco millones de habitantes), por lo que es imaginable la situación en las inmensas extensiones siberianas y las repúblicas del Asia Central ex soviética, donde se hablan decenas de lenguas, algunas uraloaltaicas, de los troncos tungusí, manchú y turco, otras indoeuropeas, y otras pertenecientes a los ámbitos lingüísticos del Extremo Oriente.
Terminaremos este viaje por el Próximo Oriente en Irán, la antigua Persia, país definido y de personalidad etnolingüística clara, en principio, a los ojos occidentales. Pues bien, en dicho país se habla desde el persa, lengua mayoritaria, hablada por algo menos de la mitad de la población, hasta otras lenguas iraníes como el gileki, el mazandaraní, el luro, el kurdo, el beluche o el bajtiari, algunas de ellas puramente orales. La cuarta parte de los iraníes ni siquiera habla ninguna de las lenguas del tronco conocido como iraní (que se extienden también por Iraq, Siria, Turquía, Rusia, Pakistán, Afganistán e incluso China), sino que sus lenguas maternas (azerí, turkmenio, kashkai) pertenecen al tronco turco, uraloaltaico, es decir, no indoeuropeas, a diferencia de las iraníes. Y para terminar de complicar el esquema lingüístico iraní están las comunidades arabófonas, de lengua ni indoeuropea ni uraloaltaica, sino semítica.
Visto lo visto, y por el bien de las identidades y aspiraciones nacionales de aquellos pueblos, nos atrevemos a proponer desde aquí una comisión de ideólogos nacionalistas vascos y catalanes, quienes, inspirados en las doctrinas nacionalistas que identifican lengua con nación, se encargarían de poner un poco de orden en aquel caos. No iba a quedar títere con cabeza. Sus expertas manos cortarían, pegarían y reorganizarían el puzzle, sacando cientos de nuevas naciones de debajo de las piedras.
La gran excusa
A pesar de todos estos inconvenientes, la lengua sigue siendo el principal frente de batalla de los nacionalismos en su búsqueda del factor diferenciador a partir del cual construir una identidad nacional distinta. Si no hay excusa lingüística, no funciona bien el nacionalismo.
En la totalidad de los casos, la lengua es el argumento esencial. Todos los demás factores son secundarios. Incluso en el caso vasco, cuyo antecedente fue el fuerismo decimonónico, es de nuevo la lengua la que aglutina y preside el resto de las piezas con las que se construye el mecano ideológico nacionalista. El hecho diferencial a partir del cual se iría dando vida desde las últimas décadas del siglo XIX al nacionalismo catalán, fue de nuevo la lengua. Y ello a pesar de que la lengua castellana es tan vasca y tan catalana como el vascuence y el catalán, puesto que ambos territorios han sido desde siempre bilingües. En absoluto fue Cataluña un territorio donde se hablaba exclusivamente catalán y al que posteriormente llegó un nuevo idioma a coexistir con aquél, sino que desde la aparición de ambas lenguas éstas fueron utilizadas por los pobladores de lo que hoy llamamos Cataluña. Porque la lengua catalana nunca ha estado sola en Cataluña, hecho que suele olvidarse. Pues varios siglos antes de la unión política con los Reyes Católicos a finales del siglo XV y la subsiguiente castellanización de Cataluña por la importancia demográfica, política y cultural de la lengua castellana, la unión con Aragón en el siglo XII ya había originado la convivencia de las dos lenguas, el romance catalán y el romance aragonés, posteriormente desembocado en el más amplio cauce del castellano o español. Constan, por ejemplo, decretos de Jaime I (siglo XIII) en romance castellano, así como Cortes barcelonesas celebradas en los primeros años del XV en la que se conocía como lengua vulgar (la castellana) para mejor comprensión de todos los súbditos. No es cierto, por lo tanto, que los catalanes adoptasen —y mucho menos que fueran forzados a adoptar— una lengua ajena al unirse a Castilla en el siglo XV, sino que la poseían como propia desde siglos antes de la unión.
Y exactamente igual en el País Vasco, donde el castellano se habla desde que se empezaron a pronunciar las primeras palabras en dicha lengua.
El bilingüismo de Cataluña no significa que unos catalanes hablen una lengua y otros catalanes la otra, sino que todos los catalanes, o la inmensa mayoría, hablan las dos. Por el contrario, en el bilingüe País Vasco, la única lengua que habla la totalidad o la inmensa mayoría de los vascos es la española.
Las tres regiones cuyo hecho diferencial parece resaltar en mayor medida y cuyos movimientos nacionalistas condicionan de manera más evidente su vida social y política, son Cataluña, País Vasco y, en mucha menor medida, Galicia, precisamente las tres zonas bilingües por excelencia.
Pero puestos a reivindicar derechos históricos y personalidades políticas ancestrales, los territorios pertenecientes a los antiguos reinos de Aragón y León habrían de tener un mayor derecho a dicha reivindicación, mientras que jamás han dado lugar a movimiento nacionalista alguno. ¿Por qué esta aparente contradicción? Porque no tienen una lengua que les pueda servir como excusa. Muy conscientes de esta limitación, los advenedizos neonacionalistas que están surgiendo en dichas tierras —porque todo el suelo peninsular parece ser fértil al hongo del particularismo aldeanista— intentan por todos los medios reinventar unos fosilizados dialectos —que, si alguna vez existieron, hace muchos siglos que desaparecieron en el común caudal del castellano o español— con los que legitimar sus aspiraciones políticas. ¿Acabaremos viendo surgir un nacionalismo madrileño que pretenda liberar a tan evidente nacionalidad de la asfixiante presión del centralismo? Para ello deberán encontrar alguna particularidad lingüística a la que poder hincarle el diente. De lo contrario, muy cuesta arriba lo tendrían para crear una identidad nacional.