Sátira política atemporal, una farsa repetida en el tiempo, como el concierto de Mozart con que empieza todo, a partir de un hecho histórico muy coyuntural de un tiempo y de un país; la conflictiva sucesión de un tirano cuyos enemigos no eran los ajenos al régimen, sino los miembros de un partido con contrapesos internos y de un poder no tan absoluto, una dinámica propia del estalinismo y tan paradójica que lleva a situaciones aberrantes, como la ausencia de médicos que auxilien al líder, ya que él mismo los ha liquidado, o las víctimas lanzando loas al camarada antes de recibir un tiro. Impagables todos y cada uno de los protagonistas del sainete; Molotov, un trepa que se adapta a todo (tremendo lo de la esposa), Malenkov, imagen vana del poder y tonto útil, Zukhov, o la inquietante facultad del ejécito para quitar y poner gobernantes... y finalmente Jrushev, lo más parecido a alguien medio normal... que resulta ser el peor, hasta el punto de compadecernos del repugnante Beria, impune brazo ejecutor del sistema (imposible un final más mugriento).
El hallazo del cuerpo, la posterior entrada en escena de cada uno, es una situación que te imaginas perfectamente sobre las tablas, y es precisamente el carácter teatral descarado de la propuesta, y visualmente un tanto dejado, lo que no me convence tanto. Me faltaría una puesta en escena más afinada, como la de un Berlanga, que sirva para dar forma a semejante vodevil y no confiarlo todo a las interpretaciones y al esperpento. Por otra parte, lo desolador del panorama humano (inhumano) mostrado, con la hijoputez asumida de todos, puede hacer el argumento repetitivo y previsible, aunque sí es visible cierta humanidad en los hijos, único atisbo de inocencia en medio del percal, de descubrimiento chungo del mundo, o un par de pececillos nadando entre tiburones.