La Saga de El Planeta de los Simios
1. Introducción: La mayoría de edad de la ciencia ficción cinematográfica
2. El sueño de Arthur P. Jacobs
3. De la novela a la gran pantalla
4. El nacimiento de una saga: Regreso al planeta de los simios
5. Vuelta al pasado: Huida del planeta de los simios
6. La conquista del planeta de los simios: El principio del fin
7. Un (falso) final feliz: La batalla por el planeta de los simios
1968 fue un año decisivo en la historia de la segunda mitad del siglo XX, tanto en aspectos sociales y culturales (el Mayo del 68 francés, la eclosión del movimiento hippie, la revolución cultural china) como económicos y políticos (herencia en menor o mayor medida aún de la “Guerra Fría”, principalmente la guerra de Vietnam). Pero 1968 fue también el año que marcó un cambio profundo, a todos los niveles, en la concepción de los dos géneros que generalmente se asocian al cine fantástico: el cine de terror y el cine de ciencia ficción. Ese año se estrenarían cuatro películas que marcarían decisivamente ambos géneros, posibilitando un salto cualitativo impensable poco tiempo antes: por un lado, La noche de los muertos vivientes (Night of the living dead, George A. Romero) y La semilla del diablo (Rosemary’s baby, Roman Polanski) y, por el otro, El planeta de los simios (Planet of the apes, Franklin J. Schaffner) y 2001: Una odisea del espacio (2001: A space odyssey, Stanley Kubrick).
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1. Introducción: La mayoría de edad de la ciencia ficción cinematográfica
Desde su nacimiento como género con las producciones de los años treinta de la compañía estadounidense Universal, el terror se había visto progresivamente relegado a los márgenes de la serie B (también las míticas producciones de la Hammer Film realizadas a partir de 1955 en Gran Bretaña, o la serie de adaptaciones de relatos de Edgar Allan Poe filmadas por Roger Corman a partir de 1960), cuando no de la serie Z.
La invasión de los ladrones de cuerpos (1956)
Por su parte, la “ciencia ficción” (cuya traducción más apropiada del inglés sería “ficción científica”), término acuñado en 1926 por Hugo Gernsback desde las páginas de la revista Amazing stories, no se consolidaría de manera definitiva como género hasta principios de la década de los cincuenta, una época turbulenta de la historia mundial marcada por las secuelas de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, lejos de establecer un diálogo profundo con la ciencia ficción literaria, mucho más madura y evolucionada, los filmes del género de segunda y tercera división producidos en la época se centraron de manera casi obsesiva en dos vías temáticas bien diferenciadas pero a la vez complementarias: la paranoia xenófoba (invasiones extraterrestres, principalmente), ejemplificada por títulos como Invaders from Mars (William Cameron Menzies, 1953) y La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasión of the body snatchers, Don Siegel, 1956), y el terror atómico, con sus mutaciones y sus modificaciones del entorno natural y de sus habitantes, representada por títulos como La humanidad en peligro (Them!, Gordon Douglas, 1954) o Japón bajo el terror del monstruo (Gojira, Inoshiro Honda, 1954) (1), a las que cabría añadir el peso creciente de las llamadas space opera, con su visión imperialista de la colonización del espacio. El discurso de estas producciones, extremadamente ambiguo, ha dado y sigue dando pie a las más diversas interpretaciones, muchas de ellas incluso contrapuestas entre sí: el caso de la citada película de Siegel es el más famoso, ya que ha sido contemplada tanto como un alegato anticomunista como todo lo contrario (la opción más lógica, ya que algunos de sus responsables fueron acusados de pro-comunistas por el senador MacCarthy). El (obvio) discurso político de estas películas modestas osciló del patriotismo más reaccionario, incluso fascista, de la surrealista Red Planet Mars (Harry Horner, 1952) hasta el pacifismo humanista de títulos como Ultimátum a la Tierra (The day the earth stood still, Robert Wise, 1951) y Venidos del espacio (They came from outer space, Jack Arnold, 1953). Reseñar, ni que fuera brevemente, una lista de los principales filmes de ciencia ficción producidos en la época, con sus diferencias y particularidades, con todos sus matices, es una tarea que excedería, y mucho, el espacio de estas páginas, pero los pocos títulos citados resumen en buena media el espíritu fundacional digamos ingenuo y hasta cierto punto maniqueo –con todos los matices y excepciones que se quiera: La invasión de los ladrones de cuerpos, una vez más– del género durante los años cincuenta
2001: Una odisea del espacio (1968)
Algunos años más tarde, El planeta de los simios y 2001: Una odisea del espacio cambiarían radicalmente, igual que La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977) y Alien, el octavo pasajero (Alien, Ridley Scott, 1979) harían después, esta concepción tradicional, primitiva si se quiere, al proponer con inusitada madurez nuevos caminos argumentales, narrativos y visuales dentro del género, ejemplificando no sólo el paso de un peligro externo (los extraterrestres) a un peligro interno (la propia humanidad, en primera instancia por el mal uso de la ciencia y de la tecnología) sino el peso progresivo de una valoración humanista de sus discursos (2).
La literatura de ciencia ficción ya había experimentado una evolución similar tras el final de la Segunda Guerra Mundial, centrando su interés en visiones cada vez más sombrías y desalentadoras del futuro de la humanidad –1984 (1949), de George Orwell, llevada a la gran pantalla por Michael Anderson en 1957 y por Michael Radford en 1984, y Fahrenheit 451 (1953), de Ray Bradbury, adaptada por François Truffaut en 1966, entre muchas otras novelas–, unas visiones totalmente ajenas, además, a la acción u intromisión de agentes extraños y / o alienígenas. La evolución de los efectos especiales y visuales (en el caso de Kubrick) y del maquillaje (en el filme de Schaffner) posibilitaron en un primer momento este salto, pero la primera constatación importante a realizar es que con estas dos producciones se consolidó definitivamente el cine de ciencia ficción de gran presupuesto, concebido no sólo comoun espectáculo asombroso y trepidante, sino también con una inequívoca voluntad de mensaje social y vocación digamos intelectual (prescindiendo de las connotaciones absurdamente peyorativas que últimamente tiene este término). Kubrick, poco menos que un auténtico visionario, ya había anticipado algunos años antes este profundo cambio de mentalidad al plantear en clave de humor negrísimo algunos de los temas que más preocupaban a la sociedad estadounidense y mundial de la época y de los que nadie hasta entonces se había atrevido a hacer guasa –Teléfono rojo, ¿volamos hacia Moscú? (Dr. Strangelove, or How I learned to stop worrying and love the bomb, 1963)–, pero otras películas igualmente interesantes pero menos conocidas –Estos son los condenados (The damned, Joseph Losey, 1963), Plan diabólico (Seconds, John Frankenheimer, 1966)– mostraban ya, en menor o mayor medida y por llamarlo de alguna manera, cierto malestar tecnológico-científico al ofrecer visiones nada complacientes de un futuro inmediato... perfectamente plausible.
El planeta de los simios y 2001: Una odisea del espacio estaban basadas en obras literarias preexistentes de cierto prestigio –el relato “El centinela” (1951) de Arthur C. Clarke la segunda, el libro homónimo del escritor francés Pierre Boulle la primera–, pero mientras Kubrick proponía una fascinante y críptica obra de autor sobre el origen (o el fin) de la humanidad tal y como la conocemos, el filme de Schaffner construía una original relectura del relato de aventuras clásico en clave (post)apocalíptica con soterradas dosis de ironía y un nada disimulado pesimismo sobre el futuro de la Tierra.
Radicalmente distintos pero a la vez complementariamente inseparables, ambos filmes elevaban las posibilidades expresivas y dramáticas de la ciencia ficción hasta prácticamente el infinito y ejercerían una influencia destacada en posteriores producciones del género: películas como La amenaza de Andrómeda (The Andromeda strain, Robert Wise, 1971), Naves misteriosas (Silent running, Douglas Trumbull, 1971), El último hombre vivo (The omega man, Boris Sagal, 1971), Almas de metal (Westworld, Michael Crichton, 1973), Cuando el destino nos alcance (Soylent Green, Richard Fleischer, 1973), Sucesos en la cuarta fase (Phase IV, Saul Bass, 1974) mostrarían, de diferentes maneras y con menor o mayor acierto visiones críticas del futuro de la humanidad, así como de los peligros de la tecnología descontrolada y mal utilizada, antes de que Hollywood devolviera el género a terrenos mucho más inocuos y lúdicos no sólo con la ya mentada La guerra de las galaxias sino más especialmente con las intrascendentes Encuentros en la tercera fase (Close encounters of the third kind, 1977) y E.T., el extraterrestre (E.T., 1982), dirigidas por Steven Spielberg.
2. El sueño de Arthur P. Jacobs
Arthur P. Jacobs y su esposa, Natalie Trundy
La determinación y la total confianza del productor Arthur P. Jacobs (1922–1973) en la adaptación del texto de Boulle posibilitó, tras muchas negativas de las grandes compañías de Hollywood, la incorporación del actor Charlton Heston (1924–2008) al proyecto, quien propuso de inmediato al director Franklin J. Schaffner (1920–1989), con quién ya había trabajado en la excelente epopeya medieval El señor de la guerra (The war lord, 1965). Tras el rechazo de diversos estudios de viabilidad del proyecto, entre ellos los realizados por los directores Blake Edwards y Sydney Pollack, la participación de Heston en el proyecto despertó al final el interés de la 20th Century Fox. Pocos meses antes, la productora había respaldado otro de los títulos imprescindibles de la ciencia ficción de los años sesenta, Viaje alucinante (Fantastic voyage, Richard Fleischer, 1966), pero había visto también como la anterior producción de Jacobs, El extravagante Dr. Dolittle (Doctor Dolittle, 1967), también dirigida por Fleischer, se saldaba con un importante fracaso comercial. Richard Zanuck (nacido en 1934), hijo del principal dirigente de una compañía que no pasaba precisamente por los mejores momentos de su historia, sólo puso una condición para dar el visto bueno a la filmación de la película: una prueba de maquillaje lo suficientemente convincente para que los simios no resultaran ridículos y provocaran la risa de los espectadores. El encargado de realizarla fue el maquillador jefe del estudio, Ben Nye, y el 8 de marzo de 1966 y con 5.000 dólares de presupuesto Schaffner rodó la escena ambientada en la excavación arqueólogica (aunque trasladada al interior de una tienda de campaña), con Edward G. Robinson en el papel del simio ministro de la ciencia y defensor de la fe, el Dr. Zaius. La prueba convenció parcialmente a los máximos responsables de la Fox, pero debido precisamente a las laboriosas sesiones de maquillaje Robinson abandonó finalmente el proyecto, siendo sustituido por Maurice Evans (1901–1989) (3). Zanuck pensó entonces en contratar a dos de los más prestigiosos maquilladores del momento, Stuart Freeborn y Colin Arthur, pero ambos se encontraban trabajando en 2001: Una odisea del espacio, por lo que al final el elegido fue John Chambers (1923–2001).
Prueba de maquillaje de E.G.Robinson
Con una extensa carrera televisiva a sus espaldas (en esa misma época diseñaría las míticas orejas puntiagudas del capitán Spock de la serie Star Trek), Chambers fue el primer maquillador que introdujo el látex en el cine con resultados asombrosos, y sin su participación El planeta de los simios nunca hubiera llegado a ser lo que fue, seguramente ni siquiera hubiera existido. Tras infinitas pruebas y numerosos experimentos –se destinó al maquillaje de los simios el 17% de los 5,8 millones de dólares de presupuesto total de la producción–, Chambers dio con el maquillaje perfecto, compuesto por dos piezas de látex y una capa de plástico y gomaespuma que permitía la transpiración de la piel de los actores, cubierta con una vistosa peluca de piel de caballo. Este maquillaje, sin embargo, provocaba en los protagonistas problemas graves de sonoridad, ya que sus voces sonaban demasiado graves y profundas, problema que fue solucionado con un innovador barniz realizado a base de aceites minerales (4). Los problemas de expresividad de los actores bajo un maquillaje tan aparatoso, asimismo, fueron solucionados mediante la exageración de sus gestos y expresiones faciales.
Richard D. Zanuck
Richard Zanuck también se cubrió las espaldas en las demás tareas técnicas de importancia en relación al estilo y al look visual del filme: el jefe de operadores de la Fox, Leon Shamroy (1901–1974), ganador de cuatro Oscars, fue el encargado de la dirección de fotografía, mostrando un impresionante dominio del formato CinemaScope y retratando con brillante luminosidad los (casi) desérticos parajes donde transcurre la acción, mientras que el responsable de la banda sonora, a petición de Schaffner, fue Jerry Goldsmith (1929–2004). El compositor, que llegaría a trabajar en siete de las catorce películas que firmó el director, compuso una banda sonora única y escalofriante rehusando el empleo de instrumentos electrónicos y con una inaudita utilización de las disonancias y las reverberaciones, aunque John Barry le arrebataría –de manera injusta – el Oscar a la Mejor Banda Sonora por la música de El león en invierno (The lion in winter, Anthony Harvey, 1968); Goldsmith, uno de los más grandes compositores de la historia del cine, tardaría ocho años en ver recompensado su trabajo con la preciada estatuilla por su extraordinaria partitura para La profecía (The omen, Richard Donner, 1976), el único Oscar de su carrera. El rodaje del filme comenzó el 21 de mayo de 1967 en desérticas localizaciones de Arizona y Utah y transcurrió en el más absoluto secreto durante los meses siguientes, contando con la participación de más de ochenta maquilladores.
3. De la novela a la gran pantalla
Pierre Boulle (1912-1994)
Aunque en la actualidad es prácticamente un desconocido entre nosotros, Pierre Boulle (1912–1994) era un escritor respetado en el Hollywood de principios de los sesenta: la adaptación de una de sus más prestigiosas novelas, El puente sobre el río Kwai (1952), firmada por David Lean en 1957, había arrasado en la ceremonia de los Oscar y había obtenido un gran éxito crítico y comercial. Quizá por ello, el productor novel Arthur P. Jacobs compró los derechos de una de sus posteriores novelas, El planeta de los simios (1963) casi al mismo tiempo de su publicación (por la nada desdeñable cantidad de 360.000 dólares, aunque Boulle no creía que pudiera ser adaptada al cine), y encargó su adaptación al prestigioso guionista televisivo Rod Serling (1924–1975).
El guionista Rod Serling
Serling, responsable de una de las series de terror y ciencia ficción más importantes y destacadas de los años cincuenta y sesenta, En los límites de la realidad (The twilight zone, 1959–1964), respetó la estructura y hasta cierto punto el desarrollo de la novela introduciendo al mismo tiempo pequeños cambios que se acabarían revelando imprescindibles. Boulle, igual cómo ya había hecho en El puente sobre el río Kwai, concibió El planeta de los simios como un contundente pero algo ingenuo alegato antimilitarista, una visión distópica del futuro de tintes apocalípticos pero más irónica que pesimista. La trama de la novela, a diferencia de la película, no transcurre en la Tierra, sino en el planeta Soror, cerca de la estrella de Betelgeuse, un astro muy similar a nuestro planeta pero con un orden evolutivo diferente: los simios han evolucionado hasta desarrollar una civilización que bien puede considerarse humana (viven en ciudades y disponen de automóviles y aviones, tiendas y restaurantes), mientras que los humanos ni siquiera saben hablar y son simples animales salvajes. A Soror llegan tras un viaje accidentado el periodista Ulises Mérou (trasunto del personaje interpretado por Charlton Heston en el filme), el físico Levain y el profesor Antelle, éste último “inventor” del revolucionario sistema de navegación de la nave, basado en la dilatación y contracción del espacio-tiempo a velocidades cercanas a la luz expuestas en la teoría de la relatividad de Albert Einstein.
Este sistema, trasunto de una especie de máquina del tiempo, explica el hecho que los astronautas, dieciocho meses después de haber despegado de la Tierra, aterricen en Soror en el año 3978 a una distancia aproximada de 320 años luz del sistema solar. El traslado de la acción a una Tierra post-nuclear fue probablemente la mejor aportación de Serling al guión, ya que le permitió escribir la imprescindible escena final de la playa con las ruinas de la Estatua de la Libertad (Boulle era francés, por lo que resulta lógico y nada sorprendente que el final de la novela transcurra a los pies de la Torre Eiffel de París después que Mérou vuelva a la Tierra con su nave y constate que también está regida por los simios). El guionista trasladó también el núcleo principal de la trama a una pequeña aldea rural para abaratar al máximo los costes de producción (el texto original transcurre en una gran ciudad), al mismo tiempo que dotó a la civilización simia de un cierto aire primitivo, arcaico. Considerado demasiado largo, el guión original de Serling fue reescrito por el prestigioso guionista Michael Wilson (1914–1978) –ganador dos veces del Oscar de la especialidad por Un lugar en el sol (A place in the sun, George Stevens, 1951) y por la adaptación de El puente sobre el río Kwai–, quién contribuyó en buena medida a despojar sus diálogos de la (en ocasiones forzada) solemnidad del texto de Boulle e incorporando nada veladas dosis de una ironía cercana al cinismo (Wilson había estado en la lista negra de “La caza de brujas” emprendida por el senador MacCarthy a principios de los años cincuenta con el objetivo de depurar de la industria del cine de elementos comunistas y antinorteamericanos, de manera que pudo explayarse a su gusto con la adaptación de la novela).
El cínico y descreído Taylor
Los personajes originales sufrieron una profunda transformación, especialmente el avispado protagonista imaginado por Boulle, (re)convertido por Serling y Wilson en el coronel Taylor, un astronauta cínico y descreído, misántropo incluso, que inicia el filme con un monólogo que resultará ser toda una declaración de intenciones: “La teoría del Dr. Hasslein sobre el tiempo viajando a casi la velocidad de la luz dice que la Tierra ha envejecido casi 700 años desde que nos fuimos mientras que nosotros no. Puede que así sea. Hay una cosa que seguramente sea cierta. Los hombres que nos enviaron llevan mucho tiempo muertos. Ustedes que me están escuchando ahora pertenecerán a una generación diferente, espero que una mejor. Abandono el siglo XX sin arrepentimiento de nada, pero hay una cosa más, por si alguien me está escuchando. No se trata de algo científico. Es... puramente personal. Visto desde aquí fuera, todo parece muy distinto. El tiempo cambia. El espacio es... infinito. Acaba con el ego de uno. Me siento solo. Eso es todo. Decidme, sin embargo, el hombre, esa maravilla del universo, esa gloriosa paradoja que me ha enviado a las estrellas, ¿hace todavía la guerra a su hermano, sigue dejando morir de hambre a los hijos de sus vecinos?”.
Después del accidentado aterrizaje en un misterioso planeta –su nave se hunde en un lago (el lago muerto) en cuestión de segundos, lo que hace imposible un viaje de vuelta, las tensiones entre los tres astronautas en su desesperada búsqueda de alimentos y signos de vida irán en aumento, poniendo de manifiesto, además, el carácter prácticamente nihilista de Taylor cuando afirma ante uno de sus compañeros: “Yo también busco la verdad (...) No puedo dejar de pensar en que en algún lugar del universo tiene que haber algo mejor que el hombre. Tiene que haberlo”. Las cosas no tardarán en torcerse, y mucho, para los tres astronautas. Tras ser capturado por un grupo de sanguinarios gorilas junto a un numeroso grupo de humanos primitivos, privados del don de la palabra y vestidos con harapos, Taylor perderá el rastro de sus dos compañeros (más adelante veremos que el cadáver embalsamado de uno de ellos está expuesto en el Museo de Ciencias Naturales, mientras que el otro ha sido reducido a un estado prácticamente vegetativo tras haber sido objeto de una lobotomía).
Taylor y Nova
Recluido en una jaula junto a una mujer primitiva pero muy atractiva que bautizará como Nova (Linda Harrison, nacida en 1945) –tanto en la novela como en el guión Nova quedaba embarazada de Taylor, no así en el montaje final de la película– y destinado a ser pasto de los (aberrantes) experimentos que científicos y médicos simios realizan sobre los hombres y las mujeres, el personaje interpretado por Heston entablará una fructífera relación con la veterinaria encargada de su estudio, Zira (Kim Hunter, 1922–2002). Al mismo tiempo, irá descubriendo el funcionamiento, hasta cierto punto arcaico, de la sociedad en la que se encuentra y las diferencias de casta entre los simios, brillantemente reflejadas en el diseño de vestuario de Morton Haack (1924–1987), cuyos extraños grafismos están influenciados por el arte precolombino: los gorilas (vestidos de negro), los que tienen menor peso en el filme, son los guerreros, los miembros del ejército, los menos inteligentes y los más violentos; los orangutanes (vestidos de naranja), son los políticos y los dirigentes, representados por el Dr. Zaius, mientras que los chimpancés (vestidos de verde), como Zira, representan en cierta manera a las avispadas clases trabajadoras, de una inteligencia más viva y una mente más abierta, y también de un espíritu más científico. Una herida derivada de su captura le impide hablar en un principio, pero Taylor finalmente podrá explicar su historia a Zira y a su prometido, el arqueólogo Cornelius (Roddy McDowall, 1928–1998, en un papel inicialmente ofrecido a Rock Hudson) (5), quiénes no dudarán en ayudarlo poniendo en peligro su estatus social al contradecir las más antiguas leyes de los simios, promulgadas muchos siglos antes por “El gran legislador” (durante el juicio celebrado para decidir el futuro de Taylor, uno de los orangutanes se referirá a la joven pareja como “científicos pervertidos que fomentan una teoría insidiosa llamada evolución”).
Taylor y Zaius en la Zona Prohibida
Un año antes del inicio de la acción, Cornelius obtuvo un permiso especial de la Academia de los Simios para realizar unas excavaciones en la llamada “Zona Prohibida”, un vasto terreno desértico donde los simios no pueden (ni se atreven) a poner los pies: allí es donde aterriza / se estrella la nave de los tres astronautas norteamericanos al principio del filme, y allí es dónde tendrá lugar el largo clímax final. Taylor, Nova, Zira y Cornelius escapan de la ciudad y se dirigen a la excavación abandonada, situada en una profunda cueva de una playa desierta. Taylor conseguirá reducir al Dr. Zaius, quién pretende detenerlos por todos los medios a su alcance, y juntos penetrarán en la cueva: el descubrimiento de una muñeca humana con un mecanismo que le permite hablar (quizá el recurso más chirriante del guión, aunque presente también en la novela de Boulle, habida cuenta de los siglos que han transcurrido) pondrá de manifiesto que existió en el planeta una civilización humana anterior a la civilización simia. A esta escena sigue uno de los diálogos culminantes del filme, la discusión final entre Taylor y el Dr. Zaius: el personaje interpretado por Heston acusa al simio de ser “El guardián del terrible secreto”, mientras éste ordena a Cornelius que lea uno de los textos escritos por “El gran legislador” (Pergamino nº 29, versículo sexto): “Guardaos del hombre bestia, porque es el demonio quién le guía. Solo entre los primates de Dios, mata por deporte, placer y codicia. Sí, mataría a su hermano para poseer sus tierras. Evitemos que se críe numerosamente porque convertirá en desierto su hogar y el vuestro. Rehuyámosle. Devolvedle a la guarida de su selva, porque él es el precursor de la muerte”.
El descubrimiento por parte de Taylor, escasos minutos después, de las ruinas de la Estatua de la Libertad otorga un sentido adicional, y terriblemente oscuro, a las últimas palabras pronunciadas por el Dr. Zaius respecto de los hombres: “Según los indicios, creo que su sabiduría va de la mano con su idiotez. Sus emociones parecen gobernar su cerebro. Debe ser una criatura belicosa que rinde batalla a cualquier cosa, incluso a sí mismo”. El plano final de El planeta de los simios es sin lugar a dudas uno de los más contundentes, sino el que más, de la historia del cine, ya que más allá de su tremendo impacto inmediato obliga a los espectadores replantearse la película desde un prisma completamente distinto. Para rodarlo, se usaron dos tomas diferentes: un plano general de la playa de Zuma, en el sur de California, sobre el cuál fue pintada la figura de la estatua, y un travelling ascendente (filmado desde detrás) para el que se construyó una torre de cerca de cuarenta metros de altura.
El director Franklin Schaffner
Más allá del maquillaje de John Chambers, del vestuario de Morton Haack, de la fotografía de Leon Shamroy y del brillante diseño de producción de William J. Creber y Jack Martin Smith, inspirado según sus propias palabras tanto en la arquitectura de algunos pueblos primitivos de Turquía como en las obras del arquitecto catalán Antoni Gaudí, el principal mérito del filme, sin restar importancia al trabajo de ninguno de los nombres citados, debe atribuirse a su director. Franklin J. Schaffner tuvo que lidiar en numerosas ocasiones con las intromisiones del máximo responsable de la Fox, Richard D. Zanuck, para imponer su visión de la historia (por ejemplo en la escena del aterrizaje / accidente de la nave espacial que abre el filme, mostrada íntegramente a partir de unos muy sugerentes planos subjetivos que no eran del agrado del directivo, quién impuso además la presencia de Linda Harrison, que no tenía ninguna experiencia previa como actriz pero que en esos años era su compañera sentimental).
El impacto de El planeta de los simios, de esta manera, proviene tanto de su argumento y brutal desenlace, como también del particular tono, de la atmósfera impuesta por el cineasta, como muy bien escribe Guzmán Urrero “dotada de un encanto bizarro que recuerda por momentos el western y las películas medievales” (6). Schaffner nos introduce en un mundo muy parecido al nuestro pero que no lo es, consiguiendo la rápida identificación de los espectadores con la “causa humana” de Taylor, por llamarla de alguna manera, y preparando de manera sutil el golpe de efecto final, por desgracia ya conocido por todo el mundo incluso sin haber visto la película (para los espectadores de 1968 tuvo que ser una experiencia aterradora). De alguna manera, El planeta de los simios es una película de ciencia ficción que juega a no serlo, que manipula las convenciones del cine de aventuras tradicional o clásico (hecho realzado por la portentosa utilización del formato CinemaScope, habitual en tantas películas del Oeste), con sus persecuciones e incluso con su falso culpable, consiguiendo con su brillante mixtura de acción y reflexión la implicación y al mismo tiempo el distanciamiento de los hechos narrados. La puesta en escena de Schaffner ilustra con engañosa transparencia el desarrollo de los acontecimientos sin necesidad de subrayados y aún menos de notas a pie de página.
Antes actor que director –graduado en la Escuela de Actores Franklin y Marshall–, el estallido de la Segunda Guerra Mundial impidió que pudiera desarrollar su carrera interpretativa; tras el conflicto, trabajó como guionista de seriales radiofónicos de la cadena ABC y como ayudante de dirección de documentales en la CBS, siendo pronto elevado a la categoría de realizador televisivo (medio en el que obtendría por cuatro veces el máximo galardón de la especialidad, el Emmy). Su salto a la gran pantalla tardaría algunos años en llegar: siguiendo el camino emprendido por otros realizadores televisivos de gran prestigio en la época (Norman Jewison, Sydney Pollack, Sidney Lumet...) Schaffner debutaba en el cine con el (melo)drama Rosas perdidas (The stripper, 1963), adaptación de una obra teatral de William Inge. A su ópera prima seguirían The best man (1964), drama político protagonizado por Henry Fonda y Cliff Robertson, El señor de la guerra y el thriller de espionaje Mi doble en los Alpes (The double man, 1967), con Yul Brinner de protagonista. El director nacido en Tokio, hijo de un misionero norteamericano, nunca realizaría ninguna otra incursión en el cine de ciencia ficción: la notable repercusión de El planeta de los simios motivaría su salto al primer plano de la industria cinematográfica norteamericana al frente de ambiciosas superproducciones históricas: su siguiente realización, Patton (Id., 1970), biografía del homónimo general norteamericano, héroe de la Segunda Guerra Mundial (encarnado por un excelente George C. Scott), obtendría siete Oscars, entre ellos el de Mejor Director, pero el éxito no se repetiría en su película inmediatamente posterior, Nicolás y Alejandra (Nicholas and Alexandra, 1971), rodada en España y centrada en la controvertida figura del último zar de Rusia. Papillón (Papillon, 1973), La isla del adiós (Islands in the stream, 1976) y la polémica Los niños del Brasil (The boys from Brazil, 1978) serían sus siguientes incursiones en la dirección, siendo relegado a un segundo plano de la industria a partir de los años ochenta, dirigiendo filmes casi de serie B sin demasiado interés: La esfinge (Sphinx, 1981), Sí, Giorgio (Yes, Giorgio, 1982), Lionheart: The children’s crusade (1986) y Welcome home (1989).
4. El nacimiento de una saga: Regreso al planeta de los simios
Póster original de la secuela
Estrenada en Nueva York el 8 de febrero de 1968 para anticiparse al estreno de 2001: Una odisea del espacio (en Madrid se estrenaría el 3 de junio del mismo año), el éxito crítico-comercial de la película de Franklin J. Schaffner fue inmediato, y no sólo multiplicó por seis en su exhibición en Estados Unidos el presupuesto invertido en ella, sino que consiguió dos nominaciones a los Oscars (Mejor Banda Sonora y Mejor Vestuario) y un premio honorífico de la Academia para el maquillaje de John Chambers especialmente creado para la ocasión (el Oscar al Mejor Maquillaje no se instauraría de manera oficial hasta 1981). Antes de su prematura muerte en 1973 a causa de un ataque al corazón, Jacobs se dedicaría en cuerpo y alma a explotar el recién descubierto filón: El planeta de los simios no sólo daría lugar al nacimiento de una serie de películas de interés decreciente y mensaje progresivamente ambiguo, también motivaría el rodaje de una serie de televisión de corta vida (14 capítulos producidos en 1974) y la aparición de merchandising de todo tipo y condición, contribuyendo de manera decisiva a reflotar la maltrecha economía de la Fox, compañía que en los años siguientes seguiría apostando de manera decisiva por el cine de ciencia ficción con títulos como Alien, el octavo pasajero o La guerra de las galaxias.
Heston retornó en un breve papel
La primera continuación del filme de Schaffner se rodó un tanto precipitadamente a partir de un guión de Paul Dehn (1912–1976), guionista también de las dos entregas siguientes. Su libreto tuvo que ser reescrito casi sobre la marcha, ya que Charlton Heston, quién había rechazado interpretar de nuevo el papel de Taylor, accedió finalmente a participar en la producción trabajando gratis como un favor al máximo responsable de la Fox, Richard Zanuck, pero con una condición: su personaje debía morir a las primeras de cambio. El resto de los protagonistas, con la excepción de Roddy McDowall, que estaba en Gran Bretaña dirigiendo su primera –y única– película como director, La viuda del diablo (Tam Lin, 1970), recuperaron sus personajes del filme original, pero hubo cambios notables en el equipo técnico: Schaffner fue sustituido por un cineasta más o menos efectivo pero mucho menos interesante, Ted Post (nacido en 1918), el compositor Jerry Goldsmith cedió su puesto a Leonard Rosenman (1924–2008) y, tras el fallecimiento de Leon Shamroy, Milton Krasner (1904–1988), ganador del Oscar de la especialidad en 1955 por Creemos en el amor (Three coins in the fountain, Jean Negulesco, 1955), se encargó de la dirección de fotografía. Post había debutado en la dirección de largometraje casi a los cuarenta años con The peacemaker (1956) y su trabajo más destacado hasta la fecha era Cometieron dos errores (Hang’em high, 1968), un curioso western que supuso el triunfal retorno de Clint Eastwood a los Estados Unidos tras los excelentes spaghetti-westerns rodados en Europa a las órdenes de Sergio Leone. Sin embargo, pese a dirigir Harry el fuerte (Mágnum Force, 1974), continuación de la obra maestra de Don Siegel Harry el sucio (Dirty Harry, 1971), su carrera posterior se desenvolvería sin más en un discreto segundo –o tercer– plano de la industria, aunque siempre hay quien destaca su demencial thriller terrorífico The baby (1973), la historia de un hombre con mentalidad infantil (David Manzy) vejado y traumatizado por su madre y sus posesivas hermanas, que incluso mantienen relaciones incestuosas con él.
Regreso al planeta de los simios (Beneath the planet of the apes) se estrenó en Estados Unidos el 26 de mayo de 1970 y pese a entrar en contradicción con algunos de los elementos planteados en la primera película y a un final si cabe aún más pesimista que planteaba la destrucción definitiva del Planeta Tierra (lo que sin duda invita a pensar que sus máximos responsables no pensaban que la película diera pie al nacimiento de una saga cinematográfica), cosechó un éxito comercial tan notable (con poco más de tres millones de dólares de presupuesto, el filme recaudó dieciocho sólo en Estados Unidos) que motivaría el rodaje de tres continuaciones más: Huida del planeta de los simios (Escape from the planet of the apes, Don Taylor, 1971), La rebelión de los simios (Conquest of the planet of the apes, 1972) y La conquista del planeta de los simios (Battle for the planet of the apes, 1973), dirigidos por J. Lee Thompson.
Brent (James Franciscus) es el nuevo astronauta que encontrará a Nova
Regreso al Planeta de los Simios tiene una estructura muy similar a la de la película anterior: otra nave procedente del presente de la Tierra llega al planeta de los simios (en realidad la misma Tierra, pero dos mil años después de su despegue) en misión de rescate, un recurso del todo improbable, ya que en El planeta de los simios los astronautas capitaneados por Taylor en ningún momento esperan ser rescatados. El único tripulante que sobrevive al aterrizaje es Brent (James Franciscus, 1934–1991), quién no tardará en encontrarse con Nova (de nuevo interpretada por Linda Harrison): la chica lleva un colgante que le regaló Taylor y llevará al protagonista hasta la ciudad de los simios para pedir ayuda a Zira (Kim Hunter otra vez) y Cornelius (David Watson, nacido en 1940). Sólo los espectadores han visto desaparecer misteriosamente a Taylor entre unas rocas de la “Zona Prohibida”: allí se dirigen Brent y Nova, dónde descubrirán la existencia de una sociedad humana mutante que vive en las profundidades de la Tierra, entre los restos sepultados de la ciudad de Nueva York. Dotados de poderes mentales y facultades telequinésicas, este grupo de hombres, mujeres, niños y niñas esconden sus rasgos horriblemente desfigurados tras unas máscaras que recrean sus rostros a la perfección (otro brillante hallazgo del maquillador John Chambers), al mismo tiempo que rinden culto a un enorme misil con una cabeza nuclear decorada con una extraña marca: es la única arma que ha quedado de la brutal guerra nuclear que asoló la Tierra siglos atrás, pero también la definitiva, ya que tiene el poder de destruir el planeta entero en pocos segundos.
La hermandad de mutantes humanos
Brent y Nova serán capturados y se reencontrarán con Taylor (Heston, repitiendo con desgana evidente su papel en el filme anterior). Paralelamente y tras la desaparición de numerosos exploradores enviados a la “Zona Prohibida”, el general gorila Ursus (James Gregory, 1911–2002) obtiene el permiso para realizar una incursión en esas tierras aparentemente deshabitadas dónde los simios nunca se habían atrevido a entrar. Le acompañan numerosos hombres, entre ellos el Dr. Zaius (Maurice Evans), ministro de la ciencia y defensor de la fe, quién irá desmontando uno tras otra las trampas preparadas por la civilización humana mutante para evitar su llegada: incapaces de obrar el mal y de hacer daño a nadie no se sabe muy bien por qué, los humanos utilizan sus poderes mentales para crear visiones e ilusiones de fuego para ahuyentar a los simios. A partir de este momento, el desenlace viene dado: los simios llegarán rápidamente hasta la ciudad subterránea y reducirán a los humanos: Nova y Brent fallecerán de un disparo y Taylor, también malherido, accionará el misil destruyendo la Tierra para siempre.
Alejada por completo tanto de la historia como del espíritu de la novela original de Pierre Boulle en la que se basaba el filme de Franklin J. Schaffner, Regreso al planeta de los simios contiene no pocos hallazgos, especialmente de escenografía y dirección artística: en estos apartados, William J. Creber y Jack Martin Smith consiguen superar su brillante trabajo para el título fundacional con escenas tan conseguidas como la de la estación de metro oculta bajo las rocas (dónde Brent constatará definitivamente que se encuentra en la Tierra y no en un planeta desconocido) o, más especialmente, en la visualización de la ciudad enterrada en la que viven escondidos los humanos supervivientes de la guerra atómica. La primera visión de las ruinas de Nueva York, poco más que un montón de edificios derruidos y de estructuras metálicas semienterradas en la arena de un desierto, tiene un impacto similar al del plano de la Estatua de la Libertad del final de El planeta de los simios, pero Creber y Martín Smith se superan en el diseño de la gran catedral situada bajo tierra, en cuyo altar se encuentra la bomba del fin del mundo. Desgraciadamente, el guión de Paul Dehn en muchos momentos no está a la altura del notable look visual del filme: si la descripción de la raza mutante resulta en exceso delirante, casi surrealista (la escena, demasiado larga, en la que sus principales dirigentes interrogan y torturan mentalmente a Brent intentando averiguar las intenciones de los simios que se acercan a su ciudad), el desenlace, pese a mantener, y aumentar, el tono crítico y hasta nihilista del filme fundacional, resulta más bien insatisfactorio, al mismo tiempo que impide, desde cualquier punto de vista, la continuación de la historia. Los simios, además, se empiezan a revelar como una raza tan violenta o más que la propia raza humana, hecho ejemplificado en la descripción grotesca y simplista de los gorilas que forman parte del ejército, cuya inteligencia es muy limitada y su torpeza manifiesta, y también en el injustificado cambio de actitud del Dr. Zaius: reacio en un principio a realizar ninguna incursión en la “Zona Prohibida”, el líder orangután acabará dirigiendo al ejército de gorilas en contra de los humanos mutantes supervivientes con verdadera pasión y haciendo un uso exagerado de la violencia, lo que provocará que Taylor, segundos antes de activar la bomba definitiva, le espete a la cara: “Es usted un maldito asesino”.
Un plano del espacio infinito cierra la producción, mientras una voz en off indeterminada pronuncia las siguientes palabras: “En uno de los innumerables billones de galaxias que hay en el universo luce una estrella de mediana magnitud, y uno de sus satélites, un descolorido e insignificante planeta, está ahora sin vida”.
5. Vuelta al pasado: Huida del planeta de los simios
La llegada a la Tierra de los simios
La tercera entrega de la serie se estrenaría en Estados Unidos menos de un año después del estreno de la segunda, lo que da una idea bastante aproximada de la rapidez con la que el productor Arthur P. Jacobs y el guionista Paul Dehn enfocaron el nuevo proyecto. La solución argumental adoptada para continuar la historia, dado que al final de Regreso al planeta de los simios la Tierra era destruida, fue la de volver atrás, al pasado (es decir, al presente), un hecho que permitía no sólo reducir sensiblemente los costes derivados del maquillaje (a partir de este título el presupuesto otorgado a los títulos de la serie fue rápidamente decreciente), sino también recuperar elementos e ideas de la novela original que habían sido obviadas en El planeta de los simios. La serie cinematográfica de los simios entra a partir de este momento en el pantanoso terreno de los bucles y los saltos espacio-temporales, un recurso narrativo que acabará por contradecir las teorías evolutivas expuestas por Boulle en la obra original y también en el filme fundacional de Franklin J. Schaffner. Ya no será la propia evolución de los simios, derivada en mayor o menor medida de la involución de la raza humana, la que los llevará a dominar la Tierra: la llegada del astronauta interpretado por Charlton Heston al futuro no provocará ningún cambio, sino una regresión. Ahora, el viaje de Zira y Cornelius al pasado / presente debería permitirles cambiar el futuro que ha de venir –no lo olvidemos: la destrucción de nuestro planeta– pero no hará más que reafirmarlo, hasta el punto que sin su viaje probablemente la situación descrita en El planeta de los simios y Regreso al planeta de los simios nunca hubiera llegado a ocurrir.
De hecho, en un sentido estricto, Huida del planeta de los simios viene a ser una especie de adaptación “inversa” del texto de Boulle: ahora no es un humano que viaja hasta un planeta en el que los simios (orangutanes, chimpancés y gorilas) son la raza dominante y los hombres seres primitivos incapaces de hablar, sino que son tres simios los que viajan hasta la Tierra: Cornelius (Roddy McDowall, recuperando su papel y convertido desde entonces en estrella indiscutible de la serie), Zira (Kim Hunter, ya por última vez) y el Dr. Milo (Sal Mineo). Éste último, que morirá accidentalmente al cuarto de hora de metraje tras ser atacado por un gorila de la enfermería del zoológico dónde han sido recluidos, consiguió recuperar la nave espacial hundida en el lago al principio de El planeta de los simios y los tres simios escaparon del planeta justo a tiempo para ver desde el espacio cómo éste era destruido por la bomba.
El desconfiado Dr. Otto Hasslein
Cornelius y Zira entablan rápidamente amistad con los dos médicos a su cargo, los psicólogos Lewis Dixon (Bradford Dillman, nacido en 1930) y Stephanie Branton (Natalie Trundy, nacida en 1940 y esposa de Arthur P. Jacobs en la vida real), y en un principio sus declaraciones a la Comisión Presidencial encargada de investigar su llegada a la Tierra convencerán plenamente a los humanos, que los aceptarán como iguales, les harán regalos e incluso les invitarán a dar conferencias en una sucesión de escenas bastante ridículas pero que se inspiran claramente en la aceptación que en un principio vivía el protagonista de la novela de Boulle, Ulises Mérou, quién era tratado por los simios prácticamente como un héroe. Los humanos, sin embargo, pronto revelarán su naturaleza desconiada y su mezquindad en la persona del Dr. Otto Hasslein (Eric Braeden, nacido en 1941), el principal asesor científico del Presidente de los Estados Unidos: el embarazo de Zira y los detalles que irá sonsacando con malas artes a los chimpancés respecto al futuro de la humanidad lo llevarán a iniciar una particular “Caza de brujas” contra los simios. Primero los someterá a brutales interrogatorios y finalmente, ya por su cuenta y totalmente enloquecido, intentará acabar con ellos por la fuerza de las armas. Lewis y Stephanie ayudarán por todos los medios a su alcance a Zira y Cornelius en su huída, contando con la inestimable colaboración de Armando (Ricardo Montalbán, nacido en 1920), quién accederá a intercambiar el hijo de Zira por otro chimpancé recién nacido en el circo de su propiedad. Zira y Cornelius serán brutalmente asesinados a balazos mientras se escondían en un barco de carga en un puerto abandonado (que bien puede contemplarse como una especie de preludio del futuro post-nuclear), pero su hijo sobrevivirá. El plano final muestra al pequeño chimpancé junto a Armando pronunciando la palabra “Mamá”: la supervivencia de la especie de los simios inteligentes está garantizada y el trágico destino de la humanidad parece que va a cumplirse inexorablemente.
Póster original de la película
Huida del planeta de los simios supuso el retorno a la serie no sólo de Roddy McDowall, sino también del compositor Jerry Goldsmith, aunque la banda sonora que compuso para la ocasión no estaba ni mucho menos a la altura de la de El planeta de los simios. Joseph Biroc, que poco después conseguiría un Oscar por su trabajo en El coloso en llamas (The towering inferno, Irwin Allen y John Guillermin, 1974), se encargó de la dirección de fotografía mientras los directores artísticos William J. Creber y Jack Martin Smith y el maquillador John Chambers repitieron sus cometidos. La dirección de la película recayó sobre un cineasta sin mucho estilo, en la línea de Ted Post, Don Taylor (1920–1998), conocido después por la desastrosa adaptación de la obra de H. G. Wells La isla del Dr. Moreau (The island of Dr. Moreau, 1977), protagonizada por Burt Lancaster y Michel York, y por la aceptable continuación de La profecía (The omen, Richard Donner, 1976), estrenada entre nosotros como La maldición de Damien (Damien: The omen II, 1978). Una de sus últimas películas sería una curiosa pero muy tendenciosa producción de ciencia ficción protagonizada por Kirk Douglas y Martín Sheen, El final de la cuenta atrás (The final countdown, 1980), en la que un portaviones del ejército norteamericano viaja accidentalmente en el tiempo y aparece en 1941 en vísperas del ataque japonés a la base de Pearl Harbour.
De un cierto feísmo formal, el trabajo de puesta en escena de Taylor brilla por su impersonalidad y escasa profundidad, pero lo cierto es que el guión de Dehn tampoco daba para mucho más. A partir de esta tercera entrega el mensaje en principio crítico y pesimista de la serie empieza a confundirse con ligeras notas reaccionarias: los espectadores tienden a identificarse por igual con la causa de los chimpancés y con los desesperados intentos del psicótico Dr. Otto Hasslein para acabar con ellos y con su descendencia, salvaguardando así quizá a la humanidad de un futuro terrible, y la llegada al mundo del hijo de Zira y Cornelius –contemplado casi como una especie de nuevo mesías– adquiere también unas ciertas (y ambiguas) connotaciones pseudo-religiosas, en una línea bastante similar a la emprendida años después por el director norteamericano James Cameron en su díptico Terminator (Id., 1984) y Terminator 2: El juicio final (Terminator 2: Judgement day, 1992). El guión de Dehn, por lo demás, no ofrece demasiadas soluciones: la pregunta ¿es posible cambiar el futuro viajando al pasado y manipulando el presente? ni siquiera será respondida en los dos siguientes –y ya últimos– títulos de la serie.
6. La conquista del planeta de los simios: El principio del fin
Póster de la película
Huida del planeta de los simios obtuvo una nada desdeñable respuesta comercial en los Estados Unidos tras su premiere en Nueva York el 29 de junio de 1972: con un presupuesto inferior a los dos millones de dólares, recaudó cerca de nueve sólo en el mercado norteamericano, motivando el rodaje de una nueva continuación que debía mostrar, ahora sí, el inicio de la decadencia de la civilización humana y el principio de la emancipación de los simios. Aunque transcurre algunos años después del final de la entrega anterior, concretamente en 1991, La conquista del planeta de los simios continua de manera estricta los presupuestos argumentales de la película dirigida por Don Taylor, aunque como veremos traiciona en parte, y de manera absurda, algunas de las más brillantes ideas presentes en la novela original de Pierre Boulle, tomada ya a partir de aquí como poco menos que una simple excusa. La cuarta entrega de la saga iniciada con El planeta de los simios nos introduce en un futuro pre-apocalíptico: los Estados Unidos –y es de suponer que también el mundo entero, aunque no hay ninguna referencia al respecto– se han convertido en un estado (pseudo)fascista dirigido con mano de hierro por el gobernador Breck (Don Murray, nacido en 1929). Tras la muerte de todos los perros y gatos del planeta a causa de una extraña epidemia de la que no se nos explica prácticamente nada, los humanos han empezado a utilizar a los simios no tanto como mascotas sino como esclavos, un lucrativo negocio para el que se han dispuesto modernos centros de internamiento y entrenamiento en la que los animales son tratados de manera cruel y despiadada. El hijo de Cornelius y Zira, que se ha bautizado a sí mismo como César (Roddy McDowall), el único primate del mundo que habla, se hará pasar por un simio salvaje procedente de África con la ayuda de Armando (Ricardo Montalbán repite su papel en el filme anterior, aunque perece a los veinte minutos de metraje) para introducirse en uno de los centros; detenido y torturado brutalmente, Armando se suicidará para evitar delatar el chimpancé a las autoridades y éste liderará una violenta rebelión contra los humanos de la que saldrá triunfador proclamando estas palabras: “Todos aquellos que han sido nuestros amos se convertirán en nuestros siervos y nosotros, que no somos humanos, nos permitiremos el lujo de serlo. El destino es la voluntad de Dios y si el destino del hombre es ser dominado, la voluntad de Dios es que sea dominado con compasión y comprensión. Por lo tanto, desterrad vuestra venganza. Esta noche estamos asistiendo al nacimiento del planeta de los simios”.
J. L. Thompson (1914–2002) fue el encargado de dirigir la cinta, y meses después sería también el responsable de la quinta y última entrega de la saga. Desde su debut en la dirección en 1950, Thompson se iría mostrado como un artesano aplicado pero un tanto impersonal, que viviría su mejor momento a principios de la década de los sesenta –Los cañones de Navarone (The guns of Navarone, 1961), por la que conseguiría una nominación al Oscar al Mejor Director, y El cabo del terror (Cape fear, 1962)– pero cuya filmografía se iría diluyendo rápidamente en los años siguientes, como atestiguan el vulgar psycho-thriller Cumpleaños mortal (Happy birthday to me, 1981), una insípida nueva versión de Las minas del rey Salomón (King’s Solomon mines, 1985), o más especialmente diversos thrillers reaccionarios construidos para el lucimiento exclusivo de Charles Bronson, como Al filo de la medianoche (10 to midnight, 1982) o Yo soy la justicia II (The crackdown, 1987), aunque firmaría también dos curiosos filmes de horror esotérico, El ojo del diablo (Eye of the devil, 1966) y La reencarnación de Peter Proud (The reincarnation of Peter Proud, 1975).
Armando llevando a Cesar
El productor Arthur P. Jacobs había debutado en el cine produciendo precisamente un filme de Thompson, Ella y sus maridos (What a way to go, 1964), por lo que no resulta nada extraño que confiara en él para la realización de La conquista del planeta de los simios, aunque con la excepción del maquillador John Chambers ninguno de los principales responsables técnicos de los anteriores filmes de la saga participaron en el proyecto, siendo sustituidos por nombres mucho menos relevantes y conocidos –el director de fotografía Bruce Surtees (nacido en 1937), el compositor Tom Scott (nacido en 1948)–, un hecho que da cuenta del progresivo desinterés de los máximos responsables de la Fox por la saga de los simios, cuyos títulos situaban ya más cerca de la serie B de relleno que no de la lujosa serie A. La mano de Thompson se nota un tanto en las escenas de acción, coreografiadas y filmadas con sobriedad y cierta voluntad de estilo, pero el director no disponía de un presupuesto suficientemente holgado y poco pudo hacer para insuflar un poco de vida al libreto urdido por Paul Dehn. Ejemplarmente confuso y al mismo tiempo absurdamente maniqueo, el error principal del guión reside en la naturaleza misma de la rebelión simia, que obvia la mucho más plausible –y por ello, mucho más inquietante– teoría expuesta por Boulle en la novela, según la cuál los simios habrían evolucionado más por la desidia y el conformismo de la raza humana, progresivamente desplazada al campo y a las montañas e incapaz de oponer resistencia a los simios, que no por la fuerza de las armas.
La revolución de los simios
Si el filme anterior ya no condenaba del todo la actitud enloquecida del Dr. Hasslein, obsesionado en destruir no tanto a Cornelius y a Zira como a su hijo, el desarrollo de la trama de La conquista del planeta de los simios parece darle buena parte de razón: la “civilización simia” imaginada por César (nombre de nada disimuladas connotaciones belicosas e incluso imperialistas), el hijo de los dos simios que habían viajado al pasado para escapar de la destrucción de la Tierra, es una civilización creada a semejanza de la humana, con sus mismos defectos e incluso sus mismos delirios de grandeza y no parece contemplar, como mínimo en un principio, la convivencia pacífica de hombres y simios. “Si perdemos esta batalla significará el fin del mundo, será una prueba de nuestra debilidad, de nuestra inferioridad. Y todos esos cobardes rastreros que queden con vida cuando la batalla termine serán los más débiles de todos. Éste será el fin de la civilización humana y el mundo se convertirá en el planeta de los simios” exclama el gobernador Breck momentos antes de ser apresado, aunque al final César le perdonará la vida, y los espectadores no pueden evitar darle parte de razón: el discurso crítico y la condición de parábola socio-política tanto de la novela como de la primera película deja paso así a una visión mucho más ambigua de los simios, que son presentados progresivamente como criaturas tan sanguinarias, crueles y egoístas como los hombres. Tan sólo un personaje humano, el ayudante del gobernador MacDonald (Hari Rodhes, 1932–1992) ofrece un ligero contrapunto a la barbarie sin sentido a la que parecen abocadas ambas especies, especialmente cuando proclama, casi al final de la trama, que “La violencia engendra el odio y el odio engendra la violencia”.
7. Un (falso) final feliz: La batalla por el planeta de los simios
El gran Legislador
El mismo personaje, interpretado ahora por Austin Stoker (nacido en 1943), tiene un papel destacado en La batalla por el planeta de los simios, el último filme de la saga, que se cierra con un final feliz que nada tiene que ver con la situación del planeta Tierra descrita en El planeta de los simios. La película empieza y termina con dos discursos de “El gran Legislador” (personaje interpretado por el director John Huston, 1906–1987), que tienen lugar seiscientos años después del final de la trama propiamente dicha. El primero de ellos constituye una especie de resumen de la historia de los títulos precedentes: “En un principio Dios creó a la bestia y al hombre para que los dos pudieran vivir con amistad y compartir el dominio sobre un mundo en paz. Pero con el tiempo hombres malvados traicionaron la confianza de Dios y desobedeciendo su palabra empezaron guerras sangrientas no sólo en contra de su especie sino en contra de los simios, a quienes convirtieron en esclavos. Después, Dios montó en cólera y mandó un salvador al mundo, nacido milagrosamente de dos simios, quienes descendieron a la Tierra del futuro y el hombre tuvo miedo porque los padres simios tenían la facultad de hablar”; el último, en cambio, denota un tono más pacifista y aboga por la convivencia de simios y hombres: “Mientras veo a los simios y a los humanos viviendo en paz, en armonía, en amistad, seiscientos años después de la muerte de César, por lo menos tenemos esperanza en el futuro”.
El general Aldo con las armas siempre preparadas
Liberados ya de la esclavitud, los simios viven en una precaria armonía en los bosques en compañía de algunos humanos, una paz, sin embargo, que pronto se verá amenazada tanto por los propios simios – el general gorila Aldo (Claude Akins, 1926–1994), que odia a los humanos y se niega a obedecer las órdenes de César (Roddy McDowall), líder indiscutible del grupo– como por los humanos supervivientes que aún viven en las ruinas de la ciudad de Nueva York, progresivamente afectados por las radiaciones provocadas por la guerra nuclear. El detonante de la trama será el viaje de César a la ciudad para descubrir la verdadera identidad de sus padres, a los que nunca llegó a conocer, y con ella también el destino de su raza. Antiguo ayudante del gobernador de la ciudad, MacDonald conoce la existencia de unas cintas magnetofónicas y otros documentos conservados en un archivo de la ciudad (en realidad se trata de las grabaciones de la Comisión Presidencial de Huida del planeta de los simios). Una vez allí, César, MacDonald y el orangután Vigil (Paul Williams, nacido en 1940) serán descubiertos por los hombres del Gobernador Kolp (Severn Darden, 1929–1995), quiénes los perseguirán hasta el poblado y no dudarán en iniciar una guerra absurda para acabar con su existencia de una vez por todas. Paralelamente, Aldo iniciará un conato de rebelión que no triunfará por la unidad de los simios ante la batalla con los humanos, que se saldará con victoria pese a la destrucción de su poblado, pero que dará como triste resultado el asesinato del hijo de César, Cornelius (Bobby Porter). Aldo, que ha roto el primer mandamiento de la ley simia, según el cuál un simio nunca puede matar a otro simio, será ajusticiado por el propio César, quién aceptará la convivencia con los humanos al constatar que no sólo la raza humana es capaz de odiar y destruir.
Si bien Paul Dehn aparece acreditado como argumentista de la película, el guión de La batalla por el planeta de los simios fue escrito por John William Corrington y Joyce Hooper Corrington, que poco tiempo atrás habían firmado el guión de El último hombre vivo, protagonizada por Charlton Heston. Ambos escritores fracasaron notablemente en su voluntad de cerrar la serie cinematográfica de manera optimista: el filme en nada anticipa la involución humana de El planeta de los simios (los humanos siguen hablando y mantienen unas relaciones más o menos cordiales con los chimpancés y los orangutanes, no tanto con los gorilas) y aboga por un final feliz que en realidad no lo es, ya que la amenaza de la violencia y también, ¿por qué no decirlo?, del racismo y el odio entre las dos razas hace prever el estallido de una gran guerra en un futuro no demasiado lejano.
Cesar, líder de los simios
Como ya ocurría en La conquista del planeta de los simios, el filme en muchos momentos parece obedecer más a los estilemas y al funcionamiento de una (vulgar) cinta de acción y aventuras que no a la estructura y a los recursos propios del cine de ciencia ficción. Juntamente con el muy previsible desarrollo de los acontecimientos, uno de los defectos más notables del libreto reside en la ambigua descripción no sólo de los humanos supervivientes (recluidos en los bajos fondos de Nueva York, parece que no pretenden reconstruir su civilización y sólo quieren hacer la guerra a los simios) sino también de los gorilas, mostrados ahora sí, de manera mucho más radical que en Regreso al planeta de los simios, como seres violentos, egoístas y estúpidos que sólo quieren conseguir el poder por la fuerza de las armas.
El personaje del general Aldo es sin lugar a dudas el más representativo de esta tendencia, como ejemplifica su rechazo a las clases de lectura y escritura impartidas por un humano (Noah Keen, nacido en 1927) y su nula voluntad de aprender. Sólo la intervención de César impedirá, al final, que los humanos del poblado sean brutalmente masacrados, lo que dará pie a un discurso final de MacDonald: “Si parece que nos falta agradecimiento, César, ¿de qué tenemos que estar agradecidos? Si nos vas a dejar en libertad, libéranos del todo. No somos tus hijos, César, también tenemos un destino, como iguales. Respetándonos, viviendo juntos con amor”.
La batalla por el planeta de los simios se estrenó en Estados Unidos el 15 de junio de 1973, pero el día 27 de ese mismo mes Arthur P. Jacobs fallecía de un ataque al corazón: era el final de una exitosa saga cinematográfica en cierto modo inconclusa ya que, seguramente, el productor habría rodado como mínimo una película más cuyo argumento debía ejercer de puente con el inicio de la serie y la llegada de Taylor a un planeta lejano que en realidad era el suyo propio.
El 24 de mayo de 1974 se estrenaría en Estados Unidos la producción póstuma de Jacobs, Huckleberry Finn, adaptación de la conocida novela infantil de Mark Twain también dirigida por J. Lee Thompson, y el 13 de septiembre de ese mismo año la cadena estadounidense CBS estrenaba una serie de televisión basada en El planeta de los simios que sería cancelada en diciembre por sus pobres índices de audiencia y tras la emisión de sólo catorce capítulos. Tendrían que pasar más de treinta años para que los simios volvieran a la gran pantalla: en el año 2001 Tim Burton fue el responsable de un esperado remake de la historia original protagonizado por Mark Wahlberg, Tim Roth y Helena Bonam-Carter, pero cuyos resultados finales no sólo no aportan nada nuevo a la película de Franklin J. Schaffner sino que en ningún momento, ni en ningún aspecto, aguantan la menor comparación con ella. De hecho, hubiera sido mejor que esta nueva versión nunca se hubiera realizado.
1. Introducción: La mayoría de edad de la ciencia ficción cinematográfica
2. El sueño de Arthur P. Jacobs
3. De la novela a la gran pantalla
4. El nacimiento de una saga: Regreso al planeta de los simios
5. Vuelta al pasado: Huida del planeta de los simios
6. La conquista del planeta de los simios: El principio del fin
7. Un (falso) final feliz: La batalla por el planeta de los simios
1968 fue un año decisivo en la historia de la segunda mitad del siglo XX, tanto en aspectos sociales y culturales (el Mayo del 68 francés, la eclosión del movimiento hippie, la revolución cultural china) como económicos y políticos (herencia en menor o mayor medida aún de la “Guerra Fría”, principalmente la guerra de Vietnam). Pero 1968 fue también el año que marcó un cambio profundo, a todos los niveles, en la concepción de los dos géneros que generalmente se asocian al cine fantástico: el cine de terror y el cine de ciencia ficción. Ese año se estrenarían cuatro películas que marcarían decisivamente ambos géneros, posibilitando un salto cualitativo impensable poco tiempo antes: por un lado, La noche de los muertos vivientes (Night of the living dead, George A. Romero) y La semilla del diablo (Rosemary’s baby, Roman Polanski) y, por el otro, El planeta de los simios (Planet of the apes, Franklin J. Schaffner) y 2001: Una odisea del espacio (2001: A space odyssey, Stanley Kubrick).
Consigue las películas de El Planeta de los Simios:
1. Introducción: La mayoría de edad de la ciencia ficción cinematográfica
Desde su nacimiento como género con las producciones de los años treinta de la compañía estadounidense Universal, el terror se había visto progresivamente relegado a los márgenes de la serie B (también las míticas producciones de la Hammer Film realizadas a partir de 1955 en Gran Bretaña, o la serie de adaptaciones de relatos de Edgar Allan Poe filmadas por Roger Corman a partir de 1960), cuando no de la serie Z.
Por su parte, la “ciencia ficción” (cuya traducción más apropiada del inglés sería “ficción científica”), término acuñado en 1926 por Hugo Gernsback desde las páginas de la revista Amazing stories, no se consolidaría de manera definitiva como género hasta principios de la década de los cincuenta, una época turbulenta de la historia mundial marcada por las secuelas de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, lejos de establecer un diálogo profundo con la ciencia ficción literaria, mucho más madura y evolucionada, los filmes del género de segunda y tercera división producidos en la época se centraron de manera casi obsesiva en dos vías temáticas bien diferenciadas pero a la vez complementarias: la paranoia xenófoba (invasiones extraterrestres, principalmente), ejemplificada por títulos como Invaders from Mars (William Cameron Menzies, 1953) y La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasión of the body snatchers, Don Siegel, 1956), y el terror atómico, con sus mutaciones y sus modificaciones del entorno natural y de sus habitantes, representada por títulos como La humanidad en peligro (Them!, Gordon Douglas, 1954) o Japón bajo el terror del monstruo (Gojira, Inoshiro Honda, 1954) (1), a las que cabría añadir el peso creciente de las llamadas space opera, con su visión imperialista de la colonización del espacio. El discurso de estas producciones, extremadamente ambiguo, ha dado y sigue dando pie a las más diversas interpretaciones, muchas de ellas incluso contrapuestas entre sí: el caso de la citada película de Siegel es el más famoso, ya que ha sido contemplada tanto como un alegato anticomunista como todo lo contrario (la opción más lógica, ya que algunos de sus responsables fueron acusados de pro-comunistas por el senador MacCarthy). El (obvio) discurso político de estas películas modestas osciló del patriotismo más reaccionario, incluso fascista, de la surrealista Red Planet Mars (Harry Horner, 1952) hasta el pacifismo humanista de títulos como Ultimátum a la Tierra (The day the earth stood still, Robert Wise, 1951) y Venidos del espacio (They came from outer space, Jack Arnold, 1953). Reseñar, ni que fuera brevemente, una lista de los principales filmes de ciencia ficción producidos en la época, con sus diferencias y particularidades, con todos sus matices, es una tarea que excedería, y mucho, el espacio de estas páginas, pero los pocos títulos citados resumen en buena media el espíritu fundacional digamos ingenuo y hasta cierto punto maniqueo –con todos los matices y excepciones que se quiera: La invasión de los ladrones de cuerpos, una vez más– del género durante los años cincuenta
Algunos años más tarde, El planeta de los simios y 2001: Una odisea del espacio cambiarían radicalmente, igual que La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977) y Alien, el octavo pasajero (Alien, Ridley Scott, 1979) harían después, esta concepción tradicional, primitiva si se quiere, al proponer con inusitada madurez nuevos caminos argumentales, narrativos y visuales dentro del género, ejemplificando no sólo el paso de un peligro externo (los extraterrestres) a un peligro interno (la propia humanidad, en primera instancia por el mal uso de la ciencia y de la tecnología) sino el peso progresivo de una valoración humanista de sus discursos (2).
La literatura de ciencia ficción ya había experimentado una evolución similar tras el final de la Segunda Guerra Mundial, centrando su interés en visiones cada vez más sombrías y desalentadoras del futuro de la humanidad –1984 (1949), de George Orwell, llevada a la gran pantalla por Michael Anderson en 1957 y por Michael Radford en 1984, y Fahrenheit 451 (1953), de Ray Bradbury, adaptada por François Truffaut en 1966, entre muchas otras novelas–, unas visiones totalmente ajenas, además, a la acción u intromisión de agentes extraños y / o alienígenas. La evolución de los efectos especiales y visuales (en el caso de Kubrick) y del maquillaje (en el filme de Schaffner) posibilitaron en un primer momento este salto, pero la primera constatación importante a realizar es que con estas dos producciones se consolidó definitivamente el cine de ciencia ficción de gran presupuesto, concebido no sólo comoun espectáculo asombroso y trepidante, sino también con una inequívoca voluntad de mensaje social y vocación digamos intelectual (prescindiendo de las connotaciones absurdamente peyorativas que últimamente tiene este término). Kubrick, poco menos que un auténtico visionario, ya había anticipado algunos años antes este profundo cambio de mentalidad al plantear en clave de humor negrísimo algunos de los temas que más preocupaban a la sociedad estadounidense y mundial de la época y de los que nadie hasta entonces se había atrevido a hacer guasa –Teléfono rojo, ¿volamos hacia Moscú? (Dr. Strangelove, or How I learned to stop worrying and love the bomb, 1963)–, pero otras películas igualmente interesantes pero menos conocidas –Estos son los condenados (The damned, Joseph Losey, 1963), Plan diabólico (Seconds, John Frankenheimer, 1966)– mostraban ya, en menor o mayor medida y por llamarlo de alguna manera, cierto malestar tecnológico-científico al ofrecer visiones nada complacientes de un futuro inmediato... perfectamente plausible.
El planeta de los simios y 2001: Una odisea del espacio estaban basadas en obras literarias preexistentes de cierto prestigio –el relato “El centinela” (1951) de Arthur C. Clarke la segunda, el libro homónimo del escritor francés Pierre Boulle la primera–, pero mientras Kubrick proponía una fascinante y críptica obra de autor sobre el origen (o el fin) de la humanidad tal y como la conocemos, el filme de Schaffner construía una original relectura del relato de aventuras clásico en clave (post)apocalíptica con soterradas dosis de ironía y un nada disimulado pesimismo sobre el futuro de la Tierra.
Radicalmente distintos pero a la vez complementariamente inseparables, ambos filmes elevaban las posibilidades expresivas y dramáticas de la ciencia ficción hasta prácticamente el infinito y ejercerían una influencia destacada en posteriores producciones del género: películas como La amenaza de Andrómeda (The Andromeda strain, Robert Wise, 1971), Naves misteriosas (Silent running, Douglas Trumbull, 1971), El último hombre vivo (The omega man, Boris Sagal, 1971), Almas de metal (Westworld, Michael Crichton, 1973), Cuando el destino nos alcance (Soylent Green, Richard Fleischer, 1973), Sucesos en la cuarta fase (Phase IV, Saul Bass, 1974) mostrarían, de diferentes maneras y con menor o mayor acierto visiones críticas del futuro de la humanidad, así como de los peligros de la tecnología descontrolada y mal utilizada, antes de que Hollywood devolviera el género a terrenos mucho más inocuos y lúdicos no sólo con la ya mentada La guerra de las galaxias sino más especialmente con las intrascendentes Encuentros en la tercera fase (Close encounters of the third kind, 1977) y E.T., el extraterrestre (E.T., 1982), dirigidas por Steven Spielberg.
2. El sueño de Arthur P. Jacobs
La determinación y la total confianza del productor Arthur P. Jacobs (1922–1973) en la adaptación del texto de Boulle posibilitó, tras muchas negativas de las grandes compañías de Hollywood, la incorporación del actor Charlton Heston (1924–2008) al proyecto, quien propuso de inmediato al director Franklin J. Schaffner (1920–1989), con quién ya había trabajado en la excelente epopeya medieval El señor de la guerra (The war lord, 1965). Tras el rechazo de diversos estudios de viabilidad del proyecto, entre ellos los realizados por los directores Blake Edwards y Sydney Pollack, la participación de Heston en el proyecto despertó al final el interés de la 20th Century Fox. Pocos meses antes, la productora había respaldado otro de los títulos imprescindibles de la ciencia ficción de los años sesenta, Viaje alucinante (Fantastic voyage, Richard Fleischer, 1966), pero había visto también como la anterior producción de Jacobs, El extravagante Dr. Dolittle (Doctor Dolittle, 1967), también dirigida por Fleischer, se saldaba con un importante fracaso comercial. Richard Zanuck (nacido en 1934), hijo del principal dirigente de una compañía que no pasaba precisamente por los mejores momentos de su historia, sólo puso una condición para dar el visto bueno a la filmación de la película: una prueba de maquillaje lo suficientemente convincente para que los simios no resultaran ridículos y provocaran la risa de los espectadores. El encargado de realizarla fue el maquillador jefe del estudio, Ben Nye, y el 8 de marzo de 1966 y con 5.000 dólares de presupuesto Schaffner rodó la escena ambientada en la excavación arqueólogica (aunque trasladada al interior de una tienda de campaña), con Edward G. Robinson en el papel del simio ministro de la ciencia y defensor de la fe, el Dr. Zaius. La prueba convenció parcialmente a los máximos responsables de la Fox, pero debido precisamente a las laboriosas sesiones de maquillaje Robinson abandonó finalmente el proyecto, siendo sustituido por Maurice Evans (1901–1989) (3). Zanuck pensó entonces en contratar a dos de los más prestigiosos maquilladores del momento, Stuart Freeborn y Colin Arthur, pero ambos se encontraban trabajando en 2001: Una odisea del espacio, por lo que al final el elegido fue John Chambers (1923–2001).
Con una extensa carrera televisiva a sus espaldas (en esa misma época diseñaría las míticas orejas puntiagudas del capitán Spock de la serie Star Trek), Chambers fue el primer maquillador que introdujo el látex en el cine con resultados asombrosos, y sin su participación El planeta de los simios nunca hubiera llegado a ser lo que fue, seguramente ni siquiera hubiera existido. Tras infinitas pruebas y numerosos experimentos –se destinó al maquillaje de los simios el 17% de los 5,8 millones de dólares de presupuesto total de la producción–, Chambers dio con el maquillaje perfecto, compuesto por dos piezas de látex y una capa de plástico y gomaespuma que permitía la transpiración de la piel de los actores, cubierta con una vistosa peluca de piel de caballo. Este maquillaje, sin embargo, provocaba en los protagonistas problemas graves de sonoridad, ya que sus voces sonaban demasiado graves y profundas, problema que fue solucionado con un innovador barniz realizado a base de aceites minerales (4). Los problemas de expresividad de los actores bajo un maquillaje tan aparatoso, asimismo, fueron solucionados mediante la exageración de sus gestos y expresiones faciales.
Richard Zanuck también se cubrió las espaldas en las demás tareas técnicas de importancia en relación al estilo y al look visual del filme: el jefe de operadores de la Fox, Leon Shamroy (1901–1974), ganador de cuatro Oscars, fue el encargado de la dirección de fotografía, mostrando un impresionante dominio del formato CinemaScope y retratando con brillante luminosidad los (casi) desérticos parajes donde transcurre la acción, mientras que el responsable de la banda sonora, a petición de Schaffner, fue Jerry Goldsmith (1929–2004). El compositor, que llegaría a trabajar en siete de las catorce películas que firmó el director, compuso una banda sonora única y escalofriante rehusando el empleo de instrumentos electrónicos y con una inaudita utilización de las disonancias y las reverberaciones, aunque John Barry le arrebataría –de manera injusta – el Oscar a la Mejor Banda Sonora por la música de El león en invierno (The lion in winter, Anthony Harvey, 1968); Goldsmith, uno de los más grandes compositores de la historia del cine, tardaría ocho años en ver recompensado su trabajo con la preciada estatuilla por su extraordinaria partitura para La profecía (The omen, Richard Donner, 1976), el único Oscar de su carrera. El rodaje del filme comenzó el 21 de mayo de 1967 en desérticas localizaciones de Arizona y Utah y transcurrió en el más absoluto secreto durante los meses siguientes, contando con la participación de más de ochenta maquilladores.
3. De la novela a la gran pantalla
Aunque en la actualidad es prácticamente un desconocido entre nosotros, Pierre Boulle (1912–1994) era un escritor respetado en el Hollywood de principios de los sesenta: la adaptación de una de sus más prestigiosas novelas, El puente sobre el río Kwai (1952), firmada por David Lean en 1957, había arrasado en la ceremonia de los Oscar y había obtenido un gran éxito crítico y comercial. Quizá por ello, el productor novel Arthur P. Jacobs compró los derechos de una de sus posteriores novelas, El planeta de los simios (1963) casi al mismo tiempo de su publicación (por la nada desdeñable cantidad de 360.000 dólares, aunque Boulle no creía que pudiera ser adaptada al cine), y encargó su adaptación al prestigioso guionista televisivo Rod Serling (1924–1975).
Serling, responsable de una de las series de terror y ciencia ficción más importantes y destacadas de los años cincuenta y sesenta, En los límites de la realidad (The twilight zone, 1959–1964), respetó la estructura y hasta cierto punto el desarrollo de la novela introduciendo al mismo tiempo pequeños cambios que se acabarían revelando imprescindibles. Boulle, igual cómo ya había hecho en El puente sobre el río Kwai, concibió El planeta de los simios como un contundente pero algo ingenuo alegato antimilitarista, una visión distópica del futuro de tintes apocalípticos pero más irónica que pesimista. La trama de la novela, a diferencia de la película, no transcurre en la Tierra, sino en el planeta Soror, cerca de la estrella de Betelgeuse, un astro muy similar a nuestro planeta pero con un orden evolutivo diferente: los simios han evolucionado hasta desarrollar una civilización que bien puede considerarse humana (viven en ciudades y disponen de automóviles y aviones, tiendas y restaurantes), mientras que los humanos ni siquiera saben hablar y son simples animales salvajes. A Soror llegan tras un viaje accidentado el periodista Ulises Mérou (trasunto del personaje interpretado por Charlton Heston en el filme), el físico Levain y el profesor Antelle, éste último “inventor” del revolucionario sistema de navegación de la nave, basado en la dilatación y contracción del espacio-tiempo a velocidades cercanas a la luz expuestas en la teoría de la relatividad de Albert Einstein.
Este sistema, trasunto de una especie de máquina del tiempo, explica el hecho que los astronautas, dieciocho meses después de haber despegado de la Tierra, aterricen en Soror en el año 3978 a una distancia aproximada de 320 años luz del sistema solar. El traslado de la acción a una Tierra post-nuclear fue probablemente la mejor aportación de Serling al guión, ya que le permitió escribir la imprescindible escena final de la playa con las ruinas de la Estatua de la Libertad (Boulle era francés, por lo que resulta lógico y nada sorprendente que el final de la novela transcurra a los pies de la Torre Eiffel de París después que Mérou vuelva a la Tierra con su nave y constate que también está regida por los simios). El guionista trasladó también el núcleo principal de la trama a una pequeña aldea rural para abaratar al máximo los costes de producción (el texto original transcurre en una gran ciudad), al mismo tiempo que dotó a la civilización simia de un cierto aire primitivo, arcaico. Considerado demasiado largo, el guión original de Serling fue reescrito por el prestigioso guionista Michael Wilson (1914–1978) –ganador dos veces del Oscar de la especialidad por Un lugar en el sol (A place in the sun, George Stevens, 1951) y por la adaptación de El puente sobre el río Kwai–, quién contribuyó en buena medida a despojar sus diálogos de la (en ocasiones forzada) solemnidad del texto de Boulle e incorporando nada veladas dosis de una ironía cercana al cinismo (Wilson había estado en la lista negra de “La caza de brujas” emprendida por el senador MacCarthy a principios de los años cincuenta con el objetivo de depurar de la industria del cine de elementos comunistas y antinorteamericanos, de manera que pudo explayarse a su gusto con la adaptación de la novela).
Los personajes originales sufrieron una profunda transformación, especialmente el avispado protagonista imaginado por Boulle, (re)convertido por Serling y Wilson en el coronel Taylor, un astronauta cínico y descreído, misántropo incluso, que inicia el filme con un monólogo que resultará ser toda una declaración de intenciones: “La teoría del Dr. Hasslein sobre el tiempo viajando a casi la velocidad de la luz dice que la Tierra ha envejecido casi 700 años desde que nos fuimos mientras que nosotros no. Puede que así sea. Hay una cosa que seguramente sea cierta. Los hombres que nos enviaron llevan mucho tiempo muertos. Ustedes que me están escuchando ahora pertenecerán a una generación diferente, espero que una mejor. Abandono el siglo XX sin arrepentimiento de nada, pero hay una cosa más, por si alguien me está escuchando. No se trata de algo científico. Es... puramente personal. Visto desde aquí fuera, todo parece muy distinto. El tiempo cambia. El espacio es... infinito. Acaba con el ego de uno. Me siento solo. Eso es todo. Decidme, sin embargo, el hombre, esa maravilla del universo, esa gloriosa paradoja que me ha enviado a las estrellas, ¿hace todavía la guerra a su hermano, sigue dejando morir de hambre a los hijos de sus vecinos?”.
Después del accidentado aterrizaje en un misterioso planeta –su nave se hunde en un lago (el lago muerto) en cuestión de segundos, lo que hace imposible un viaje de vuelta, las tensiones entre los tres astronautas en su desesperada búsqueda de alimentos y signos de vida irán en aumento, poniendo de manifiesto, además, el carácter prácticamente nihilista de Taylor cuando afirma ante uno de sus compañeros: “Yo también busco la verdad (...) No puedo dejar de pensar en que en algún lugar del universo tiene que haber algo mejor que el hombre. Tiene que haberlo”. Las cosas no tardarán en torcerse, y mucho, para los tres astronautas. Tras ser capturado por un grupo de sanguinarios gorilas junto a un numeroso grupo de humanos primitivos, privados del don de la palabra y vestidos con harapos, Taylor perderá el rastro de sus dos compañeros (más adelante veremos que el cadáver embalsamado de uno de ellos está expuesto en el Museo de Ciencias Naturales, mientras que el otro ha sido reducido a un estado prácticamente vegetativo tras haber sido objeto de una lobotomía).
Recluido en una jaula junto a una mujer primitiva pero muy atractiva que bautizará como Nova (Linda Harrison, nacida en 1945) –tanto en la novela como en el guión Nova quedaba embarazada de Taylor, no así en el montaje final de la película– y destinado a ser pasto de los (aberrantes) experimentos que científicos y médicos simios realizan sobre los hombres y las mujeres, el personaje interpretado por Heston entablará una fructífera relación con la veterinaria encargada de su estudio, Zira (Kim Hunter, 1922–2002). Al mismo tiempo, irá descubriendo el funcionamiento, hasta cierto punto arcaico, de la sociedad en la que se encuentra y las diferencias de casta entre los simios, brillantemente reflejadas en el diseño de vestuario de Morton Haack (1924–1987), cuyos extraños grafismos están influenciados por el arte precolombino: los gorilas (vestidos de negro), los que tienen menor peso en el filme, son los guerreros, los miembros del ejército, los menos inteligentes y los más violentos; los orangutanes (vestidos de naranja), son los políticos y los dirigentes, representados por el Dr. Zaius, mientras que los chimpancés (vestidos de verde), como Zira, representan en cierta manera a las avispadas clases trabajadoras, de una inteligencia más viva y una mente más abierta, y también de un espíritu más científico. Una herida derivada de su captura le impide hablar en un principio, pero Taylor finalmente podrá explicar su historia a Zira y a su prometido, el arqueólogo Cornelius (Roddy McDowall, 1928–1998, en un papel inicialmente ofrecido a Rock Hudson) (5), quiénes no dudarán en ayudarlo poniendo en peligro su estatus social al contradecir las más antiguas leyes de los simios, promulgadas muchos siglos antes por “El gran legislador” (durante el juicio celebrado para decidir el futuro de Taylor, uno de los orangutanes se referirá a la joven pareja como “científicos pervertidos que fomentan una teoría insidiosa llamada evolución”).
Un año antes del inicio de la acción, Cornelius obtuvo un permiso especial de la Academia de los Simios para realizar unas excavaciones en la llamada “Zona Prohibida”, un vasto terreno desértico donde los simios no pueden (ni se atreven) a poner los pies: allí es donde aterriza / se estrella la nave de los tres astronautas norteamericanos al principio del filme, y allí es dónde tendrá lugar el largo clímax final. Taylor, Nova, Zira y Cornelius escapan de la ciudad y se dirigen a la excavación abandonada, situada en una profunda cueva de una playa desierta. Taylor conseguirá reducir al Dr. Zaius, quién pretende detenerlos por todos los medios a su alcance, y juntos penetrarán en la cueva: el descubrimiento de una muñeca humana con un mecanismo que le permite hablar (quizá el recurso más chirriante del guión, aunque presente también en la novela de Boulle, habida cuenta de los siglos que han transcurrido) pondrá de manifiesto que existió en el planeta una civilización humana anterior a la civilización simia. A esta escena sigue uno de los diálogos culminantes del filme, la discusión final entre Taylor y el Dr. Zaius: el personaje interpretado por Heston acusa al simio de ser “El guardián del terrible secreto”, mientras éste ordena a Cornelius que lea uno de los textos escritos por “El gran legislador” (Pergamino nº 29, versículo sexto): “Guardaos del hombre bestia, porque es el demonio quién le guía. Solo entre los primates de Dios, mata por deporte, placer y codicia. Sí, mataría a su hermano para poseer sus tierras. Evitemos que se críe numerosamente porque convertirá en desierto su hogar y el vuestro. Rehuyámosle. Devolvedle a la guarida de su selva, porque él es el precursor de la muerte”.
El descubrimiento por parte de Taylor, escasos minutos después, de las ruinas de la Estatua de la Libertad otorga un sentido adicional, y terriblemente oscuro, a las últimas palabras pronunciadas por el Dr. Zaius respecto de los hombres: “Según los indicios, creo que su sabiduría va de la mano con su idiotez. Sus emociones parecen gobernar su cerebro. Debe ser una criatura belicosa que rinde batalla a cualquier cosa, incluso a sí mismo”. El plano final de El planeta de los simios es sin lugar a dudas uno de los más contundentes, sino el que más, de la historia del cine, ya que más allá de su tremendo impacto inmediato obliga a los espectadores replantearse la película desde un prisma completamente distinto. Para rodarlo, se usaron dos tomas diferentes: un plano general de la playa de Zuma, en el sur de California, sobre el cuál fue pintada la figura de la estatua, y un travelling ascendente (filmado desde detrás) para el que se construyó una torre de cerca de cuarenta metros de altura.
Más allá del maquillaje de John Chambers, del vestuario de Morton Haack, de la fotografía de Leon Shamroy y del brillante diseño de producción de William J. Creber y Jack Martin Smith, inspirado según sus propias palabras tanto en la arquitectura de algunos pueblos primitivos de Turquía como en las obras del arquitecto catalán Antoni Gaudí, el principal mérito del filme, sin restar importancia al trabajo de ninguno de los nombres citados, debe atribuirse a su director. Franklin J. Schaffner tuvo que lidiar en numerosas ocasiones con las intromisiones del máximo responsable de la Fox, Richard D. Zanuck, para imponer su visión de la historia (por ejemplo en la escena del aterrizaje / accidente de la nave espacial que abre el filme, mostrada íntegramente a partir de unos muy sugerentes planos subjetivos que no eran del agrado del directivo, quién impuso además la presencia de Linda Harrison, que no tenía ninguna experiencia previa como actriz pero que en esos años era su compañera sentimental).
El impacto de El planeta de los simios, de esta manera, proviene tanto de su argumento y brutal desenlace, como también del particular tono, de la atmósfera impuesta por el cineasta, como muy bien escribe Guzmán Urrero “dotada de un encanto bizarro que recuerda por momentos el western y las películas medievales” (6). Schaffner nos introduce en un mundo muy parecido al nuestro pero que no lo es, consiguiendo la rápida identificación de los espectadores con la “causa humana” de Taylor, por llamarla de alguna manera, y preparando de manera sutil el golpe de efecto final, por desgracia ya conocido por todo el mundo incluso sin haber visto la película (para los espectadores de 1968 tuvo que ser una experiencia aterradora). De alguna manera, El planeta de los simios es una película de ciencia ficción que juega a no serlo, que manipula las convenciones del cine de aventuras tradicional o clásico (hecho realzado por la portentosa utilización del formato CinemaScope, habitual en tantas películas del Oeste), con sus persecuciones e incluso con su falso culpable, consiguiendo con su brillante mixtura de acción y reflexión la implicación y al mismo tiempo el distanciamiento de los hechos narrados. La puesta en escena de Schaffner ilustra con engañosa transparencia el desarrollo de los acontecimientos sin necesidad de subrayados y aún menos de notas a pie de página.
Antes actor que director –graduado en la Escuela de Actores Franklin y Marshall–, el estallido de la Segunda Guerra Mundial impidió que pudiera desarrollar su carrera interpretativa; tras el conflicto, trabajó como guionista de seriales radiofónicos de la cadena ABC y como ayudante de dirección de documentales en la CBS, siendo pronto elevado a la categoría de realizador televisivo (medio en el que obtendría por cuatro veces el máximo galardón de la especialidad, el Emmy). Su salto a la gran pantalla tardaría algunos años en llegar: siguiendo el camino emprendido por otros realizadores televisivos de gran prestigio en la época (Norman Jewison, Sydney Pollack, Sidney Lumet...) Schaffner debutaba en el cine con el (melo)drama Rosas perdidas (The stripper, 1963), adaptación de una obra teatral de William Inge. A su ópera prima seguirían The best man (1964), drama político protagonizado por Henry Fonda y Cliff Robertson, El señor de la guerra y el thriller de espionaje Mi doble en los Alpes (The double man, 1967), con Yul Brinner de protagonista. El director nacido en Tokio, hijo de un misionero norteamericano, nunca realizaría ninguna otra incursión en el cine de ciencia ficción: la notable repercusión de El planeta de los simios motivaría su salto al primer plano de la industria cinematográfica norteamericana al frente de ambiciosas superproducciones históricas: su siguiente realización, Patton (Id., 1970), biografía del homónimo general norteamericano, héroe de la Segunda Guerra Mundial (encarnado por un excelente George C. Scott), obtendría siete Oscars, entre ellos el de Mejor Director, pero el éxito no se repetiría en su película inmediatamente posterior, Nicolás y Alejandra (Nicholas and Alexandra, 1971), rodada en España y centrada en la controvertida figura del último zar de Rusia. Papillón (Papillon, 1973), La isla del adiós (Islands in the stream, 1976) y la polémica Los niños del Brasil (The boys from Brazil, 1978) serían sus siguientes incursiones en la dirección, siendo relegado a un segundo plano de la industria a partir de los años ochenta, dirigiendo filmes casi de serie B sin demasiado interés: La esfinge (Sphinx, 1981), Sí, Giorgio (Yes, Giorgio, 1982), Lionheart: The children’s crusade (1986) y Welcome home (1989).
4. El nacimiento de una saga: Regreso al planeta de los simios
Estrenada en Nueva York el 8 de febrero de 1968 para anticiparse al estreno de 2001: Una odisea del espacio (en Madrid se estrenaría el 3 de junio del mismo año), el éxito crítico-comercial de la película de Franklin J. Schaffner fue inmediato, y no sólo multiplicó por seis en su exhibición en Estados Unidos el presupuesto invertido en ella, sino que consiguió dos nominaciones a los Oscars (Mejor Banda Sonora y Mejor Vestuario) y un premio honorífico de la Academia para el maquillaje de John Chambers especialmente creado para la ocasión (el Oscar al Mejor Maquillaje no se instauraría de manera oficial hasta 1981). Antes de su prematura muerte en 1973 a causa de un ataque al corazón, Jacobs se dedicaría en cuerpo y alma a explotar el recién descubierto filón: El planeta de los simios no sólo daría lugar al nacimiento de una serie de películas de interés decreciente y mensaje progresivamente ambiguo, también motivaría el rodaje de una serie de televisión de corta vida (14 capítulos producidos en 1974) y la aparición de merchandising de todo tipo y condición, contribuyendo de manera decisiva a reflotar la maltrecha economía de la Fox, compañía que en los años siguientes seguiría apostando de manera decisiva por el cine de ciencia ficción con títulos como Alien, el octavo pasajero o La guerra de las galaxias.
La primera continuación del filme de Schaffner se rodó un tanto precipitadamente a partir de un guión de Paul Dehn (1912–1976), guionista también de las dos entregas siguientes. Su libreto tuvo que ser reescrito casi sobre la marcha, ya que Charlton Heston, quién había rechazado interpretar de nuevo el papel de Taylor, accedió finalmente a participar en la producción trabajando gratis como un favor al máximo responsable de la Fox, Richard Zanuck, pero con una condición: su personaje debía morir a las primeras de cambio. El resto de los protagonistas, con la excepción de Roddy McDowall, que estaba en Gran Bretaña dirigiendo su primera –y única– película como director, La viuda del diablo (Tam Lin, 1970), recuperaron sus personajes del filme original, pero hubo cambios notables en el equipo técnico: Schaffner fue sustituido por un cineasta más o menos efectivo pero mucho menos interesante, Ted Post (nacido en 1918), el compositor Jerry Goldsmith cedió su puesto a Leonard Rosenman (1924–2008) y, tras el fallecimiento de Leon Shamroy, Milton Krasner (1904–1988), ganador del Oscar de la especialidad en 1955 por Creemos en el amor (Three coins in the fountain, Jean Negulesco, 1955), se encargó de la dirección de fotografía. Post había debutado en la dirección de largometraje casi a los cuarenta años con The peacemaker (1956) y su trabajo más destacado hasta la fecha era Cometieron dos errores (Hang’em high, 1968), un curioso western que supuso el triunfal retorno de Clint Eastwood a los Estados Unidos tras los excelentes spaghetti-westerns rodados en Europa a las órdenes de Sergio Leone. Sin embargo, pese a dirigir Harry el fuerte (Mágnum Force, 1974), continuación de la obra maestra de Don Siegel Harry el sucio (Dirty Harry, 1971), su carrera posterior se desenvolvería sin más en un discreto segundo –o tercer– plano de la industria, aunque siempre hay quien destaca su demencial thriller terrorífico The baby (1973), la historia de un hombre con mentalidad infantil (David Manzy) vejado y traumatizado por su madre y sus posesivas hermanas, que incluso mantienen relaciones incestuosas con él.
Regreso al planeta de los simios (Beneath the planet of the apes) se estrenó en Estados Unidos el 26 de mayo de 1970 y pese a entrar en contradicción con algunos de los elementos planteados en la primera película y a un final si cabe aún más pesimista que planteaba la destrucción definitiva del Planeta Tierra (lo que sin duda invita a pensar que sus máximos responsables no pensaban que la película diera pie al nacimiento de una saga cinematográfica), cosechó un éxito comercial tan notable (con poco más de tres millones de dólares de presupuesto, el filme recaudó dieciocho sólo en Estados Unidos) que motivaría el rodaje de tres continuaciones más: Huida del planeta de los simios (Escape from the planet of the apes, Don Taylor, 1971), La rebelión de los simios (Conquest of the planet of the apes, 1972) y La conquista del planeta de los simios (Battle for the planet of the apes, 1973), dirigidos por J. Lee Thompson.
Regreso al Planeta de los Simios tiene una estructura muy similar a la de la película anterior: otra nave procedente del presente de la Tierra llega al planeta de los simios (en realidad la misma Tierra, pero dos mil años después de su despegue) en misión de rescate, un recurso del todo improbable, ya que en El planeta de los simios los astronautas capitaneados por Taylor en ningún momento esperan ser rescatados. El único tripulante que sobrevive al aterrizaje es Brent (James Franciscus, 1934–1991), quién no tardará en encontrarse con Nova (de nuevo interpretada por Linda Harrison): la chica lleva un colgante que le regaló Taylor y llevará al protagonista hasta la ciudad de los simios para pedir ayuda a Zira (Kim Hunter otra vez) y Cornelius (David Watson, nacido en 1940). Sólo los espectadores han visto desaparecer misteriosamente a Taylor entre unas rocas de la “Zona Prohibida”: allí se dirigen Brent y Nova, dónde descubrirán la existencia de una sociedad humana mutante que vive en las profundidades de la Tierra, entre los restos sepultados de la ciudad de Nueva York. Dotados de poderes mentales y facultades telequinésicas, este grupo de hombres, mujeres, niños y niñas esconden sus rasgos horriblemente desfigurados tras unas máscaras que recrean sus rostros a la perfección (otro brillante hallazgo del maquillador John Chambers), al mismo tiempo que rinden culto a un enorme misil con una cabeza nuclear decorada con una extraña marca: es la única arma que ha quedado de la brutal guerra nuclear que asoló la Tierra siglos atrás, pero también la definitiva, ya que tiene el poder de destruir el planeta entero en pocos segundos.
Brent y Nova serán capturados y se reencontrarán con Taylor (Heston, repitiendo con desgana evidente su papel en el filme anterior). Paralelamente y tras la desaparición de numerosos exploradores enviados a la “Zona Prohibida”, el general gorila Ursus (James Gregory, 1911–2002) obtiene el permiso para realizar una incursión en esas tierras aparentemente deshabitadas dónde los simios nunca se habían atrevido a entrar. Le acompañan numerosos hombres, entre ellos el Dr. Zaius (Maurice Evans), ministro de la ciencia y defensor de la fe, quién irá desmontando uno tras otra las trampas preparadas por la civilización humana mutante para evitar su llegada: incapaces de obrar el mal y de hacer daño a nadie no se sabe muy bien por qué, los humanos utilizan sus poderes mentales para crear visiones e ilusiones de fuego para ahuyentar a los simios. A partir de este momento, el desenlace viene dado: los simios llegarán rápidamente hasta la ciudad subterránea y reducirán a los humanos: Nova y Brent fallecerán de un disparo y Taylor, también malherido, accionará el misil destruyendo la Tierra para siempre.
Alejada por completo tanto de la historia como del espíritu de la novela original de Pierre Boulle en la que se basaba el filme de Franklin J. Schaffner, Regreso al planeta de los simios contiene no pocos hallazgos, especialmente de escenografía y dirección artística: en estos apartados, William J. Creber y Jack Martin Smith consiguen superar su brillante trabajo para el título fundacional con escenas tan conseguidas como la de la estación de metro oculta bajo las rocas (dónde Brent constatará definitivamente que se encuentra en la Tierra y no en un planeta desconocido) o, más especialmente, en la visualización de la ciudad enterrada en la que viven escondidos los humanos supervivientes de la guerra atómica. La primera visión de las ruinas de Nueva York, poco más que un montón de edificios derruidos y de estructuras metálicas semienterradas en la arena de un desierto, tiene un impacto similar al del plano de la Estatua de la Libertad del final de El planeta de los simios, pero Creber y Martín Smith se superan en el diseño de la gran catedral situada bajo tierra, en cuyo altar se encuentra la bomba del fin del mundo. Desgraciadamente, el guión de Paul Dehn en muchos momentos no está a la altura del notable look visual del filme: si la descripción de la raza mutante resulta en exceso delirante, casi surrealista (la escena, demasiado larga, en la que sus principales dirigentes interrogan y torturan mentalmente a Brent intentando averiguar las intenciones de los simios que se acercan a su ciudad), el desenlace, pese a mantener, y aumentar, el tono crítico y hasta nihilista del filme fundacional, resulta más bien insatisfactorio, al mismo tiempo que impide, desde cualquier punto de vista, la continuación de la historia. Los simios, además, se empiezan a revelar como una raza tan violenta o más que la propia raza humana, hecho ejemplificado en la descripción grotesca y simplista de los gorilas que forman parte del ejército, cuya inteligencia es muy limitada y su torpeza manifiesta, y también en el injustificado cambio de actitud del Dr. Zaius: reacio en un principio a realizar ninguna incursión en la “Zona Prohibida”, el líder orangután acabará dirigiendo al ejército de gorilas en contra de los humanos mutantes supervivientes con verdadera pasión y haciendo un uso exagerado de la violencia, lo que provocará que Taylor, segundos antes de activar la bomba definitiva, le espete a la cara: “Es usted un maldito asesino”.
Un plano del espacio infinito cierra la producción, mientras una voz en off indeterminada pronuncia las siguientes palabras: “En uno de los innumerables billones de galaxias que hay en el universo luce una estrella de mediana magnitud, y uno de sus satélites, un descolorido e insignificante planeta, está ahora sin vida”.
5. Vuelta al pasado: Huida del planeta de los simios
La tercera entrega de la serie se estrenaría en Estados Unidos menos de un año después del estreno de la segunda, lo que da una idea bastante aproximada de la rapidez con la que el productor Arthur P. Jacobs y el guionista Paul Dehn enfocaron el nuevo proyecto. La solución argumental adoptada para continuar la historia, dado que al final de Regreso al planeta de los simios la Tierra era destruida, fue la de volver atrás, al pasado (es decir, al presente), un hecho que permitía no sólo reducir sensiblemente los costes derivados del maquillaje (a partir de este título el presupuesto otorgado a los títulos de la serie fue rápidamente decreciente), sino también recuperar elementos e ideas de la novela original que habían sido obviadas en El planeta de los simios. La serie cinematográfica de los simios entra a partir de este momento en el pantanoso terreno de los bucles y los saltos espacio-temporales, un recurso narrativo que acabará por contradecir las teorías evolutivas expuestas por Boulle en la obra original y también en el filme fundacional de Franklin J. Schaffner. Ya no será la propia evolución de los simios, derivada en mayor o menor medida de la involución de la raza humana, la que los llevará a dominar la Tierra: la llegada del astronauta interpretado por Charlton Heston al futuro no provocará ningún cambio, sino una regresión. Ahora, el viaje de Zira y Cornelius al pasado / presente debería permitirles cambiar el futuro que ha de venir –no lo olvidemos: la destrucción de nuestro planeta– pero no hará más que reafirmarlo, hasta el punto que sin su viaje probablemente la situación descrita en El planeta de los simios y Regreso al planeta de los simios nunca hubiera llegado a ocurrir.
De hecho, en un sentido estricto, Huida del planeta de los simios viene a ser una especie de adaptación “inversa” del texto de Boulle: ahora no es un humano que viaja hasta un planeta en el que los simios (orangutanes, chimpancés y gorilas) son la raza dominante y los hombres seres primitivos incapaces de hablar, sino que son tres simios los que viajan hasta la Tierra: Cornelius (Roddy McDowall, recuperando su papel y convertido desde entonces en estrella indiscutible de la serie), Zira (Kim Hunter, ya por última vez) y el Dr. Milo (Sal Mineo). Éste último, que morirá accidentalmente al cuarto de hora de metraje tras ser atacado por un gorila de la enfermería del zoológico dónde han sido recluidos, consiguió recuperar la nave espacial hundida en el lago al principio de El planeta de los simios y los tres simios escaparon del planeta justo a tiempo para ver desde el espacio cómo éste era destruido por la bomba.
Cornelius y Zira entablan rápidamente amistad con los dos médicos a su cargo, los psicólogos Lewis Dixon (Bradford Dillman, nacido en 1930) y Stephanie Branton (Natalie Trundy, nacida en 1940 y esposa de Arthur P. Jacobs en la vida real), y en un principio sus declaraciones a la Comisión Presidencial encargada de investigar su llegada a la Tierra convencerán plenamente a los humanos, que los aceptarán como iguales, les harán regalos e incluso les invitarán a dar conferencias en una sucesión de escenas bastante ridículas pero que se inspiran claramente en la aceptación que en un principio vivía el protagonista de la novela de Boulle, Ulises Mérou, quién era tratado por los simios prácticamente como un héroe. Los humanos, sin embargo, pronto revelarán su naturaleza desconiada y su mezquindad en la persona del Dr. Otto Hasslein (Eric Braeden, nacido en 1941), el principal asesor científico del Presidente de los Estados Unidos: el embarazo de Zira y los detalles que irá sonsacando con malas artes a los chimpancés respecto al futuro de la humanidad lo llevarán a iniciar una particular “Caza de brujas” contra los simios. Primero los someterá a brutales interrogatorios y finalmente, ya por su cuenta y totalmente enloquecido, intentará acabar con ellos por la fuerza de las armas. Lewis y Stephanie ayudarán por todos los medios a su alcance a Zira y Cornelius en su huída, contando con la inestimable colaboración de Armando (Ricardo Montalbán, nacido en 1920), quién accederá a intercambiar el hijo de Zira por otro chimpancé recién nacido en el circo de su propiedad. Zira y Cornelius serán brutalmente asesinados a balazos mientras se escondían en un barco de carga en un puerto abandonado (que bien puede contemplarse como una especie de preludio del futuro post-nuclear), pero su hijo sobrevivirá. El plano final muestra al pequeño chimpancé junto a Armando pronunciando la palabra “Mamá”: la supervivencia de la especie de los simios inteligentes está garantizada y el trágico destino de la humanidad parece que va a cumplirse inexorablemente.
Huida del planeta de los simios supuso el retorno a la serie no sólo de Roddy McDowall, sino también del compositor Jerry Goldsmith, aunque la banda sonora que compuso para la ocasión no estaba ni mucho menos a la altura de la de El planeta de los simios. Joseph Biroc, que poco después conseguiría un Oscar por su trabajo en El coloso en llamas (The towering inferno, Irwin Allen y John Guillermin, 1974), se encargó de la dirección de fotografía mientras los directores artísticos William J. Creber y Jack Martin Smith y el maquillador John Chambers repitieron sus cometidos. La dirección de la película recayó sobre un cineasta sin mucho estilo, en la línea de Ted Post, Don Taylor (1920–1998), conocido después por la desastrosa adaptación de la obra de H. G. Wells La isla del Dr. Moreau (The island of Dr. Moreau, 1977), protagonizada por Burt Lancaster y Michel York, y por la aceptable continuación de La profecía (The omen, Richard Donner, 1976), estrenada entre nosotros como La maldición de Damien (Damien: The omen II, 1978). Una de sus últimas películas sería una curiosa pero muy tendenciosa producción de ciencia ficción protagonizada por Kirk Douglas y Martín Sheen, El final de la cuenta atrás (The final countdown, 1980), en la que un portaviones del ejército norteamericano viaja accidentalmente en el tiempo y aparece en 1941 en vísperas del ataque japonés a la base de Pearl Harbour.
De un cierto feísmo formal, el trabajo de puesta en escena de Taylor brilla por su impersonalidad y escasa profundidad, pero lo cierto es que el guión de Dehn tampoco daba para mucho más. A partir de esta tercera entrega el mensaje en principio crítico y pesimista de la serie empieza a confundirse con ligeras notas reaccionarias: los espectadores tienden a identificarse por igual con la causa de los chimpancés y con los desesperados intentos del psicótico Dr. Otto Hasslein para acabar con ellos y con su descendencia, salvaguardando así quizá a la humanidad de un futuro terrible, y la llegada al mundo del hijo de Zira y Cornelius –contemplado casi como una especie de nuevo mesías– adquiere también unas ciertas (y ambiguas) connotaciones pseudo-religiosas, en una línea bastante similar a la emprendida años después por el director norteamericano James Cameron en su díptico Terminator (Id., 1984) y Terminator 2: El juicio final (Terminator 2: Judgement day, 1992). El guión de Dehn, por lo demás, no ofrece demasiadas soluciones: la pregunta ¿es posible cambiar el futuro viajando al pasado y manipulando el presente? ni siquiera será respondida en los dos siguientes –y ya últimos– títulos de la serie.
6. La conquista del planeta de los simios: El principio del fin
Huida del planeta de los simios obtuvo una nada desdeñable respuesta comercial en los Estados Unidos tras su premiere en Nueva York el 29 de junio de 1972: con un presupuesto inferior a los dos millones de dólares, recaudó cerca de nueve sólo en el mercado norteamericano, motivando el rodaje de una nueva continuación que debía mostrar, ahora sí, el inicio de la decadencia de la civilización humana y el principio de la emancipación de los simios. Aunque transcurre algunos años después del final de la entrega anterior, concretamente en 1991, La conquista del planeta de los simios continua de manera estricta los presupuestos argumentales de la película dirigida por Don Taylor, aunque como veremos traiciona en parte, y de manera absurda, algunas de las más brillantes ideas presentes en la novela original de Pierre Boulle, tomada ya a partir de aquí como poco menos que una simple excusa. La cuarta entrega de la saga iniciada con El planeta de los simios nos introduce en un futuro pre-apocalíptico: los Estados Unidos –y es de suponer que también el mundo entero, aunque no hay ninguna referencia al respecto– se han convertido en un estado (pseudo)fascista dirigido con mano de hierro por el gobernador Breck (Don Murray, nacido en 1929). Tras la muerte de todos los perros y gatos del planeta a causa de una extraña epidemia de la que no se nos explica prácticamente nada, los humanos han empezado a utilizar a los simios no tanto como mascotas sino como esclavos, un lucrativo negocio para el que se han dispuesto modernos centros de internamiento y entrenamiento en la que los animales son tratados de manera cruel y despiadada. El hijo de Cornelius y Zira, que se ha bautizado a sí mismo como César (Roddy McDowall), el único primate del mundo que habla, se hará pasar por un simio salvaje procedente de África con la ayuda de Armando (Ricardo Montalbán repite su papel en el filme anterior, aunque perece a los veinte minutos de metraje) para introducirse en uno de los centros; detenido y torturado brutalmente, Armando se suicidará para evitar delatar el chimpancé a las autoridades y éste liderará una violenta rebelión contra los humanos de la que saldrá triunfador proclamando estas palabras: “Todos aquellos que han sido nuestros amos se convertirán en nuestros siervos y nosotros, que no somos humanos, nos permitiremos el lujo de serlo. El destino es la voluntad de Dios y si el destino del hombre es ser dominado, la voluntad de Dios es que sea dominado con compasión y comprensión. Por lo tanto, desterrad vuestra venganza. Esta noche estamos asistiendo al nacimiento del planeta de los simios”.
J. L. Thompson (1914–2002) fue el encargado de dirigir la cinta, y meses después sería también el responsable de la quinta y última entrega de la saga. Desde su debut en la dirección en 1950, Thompson se iría mostrado como un artesano aplicado pero un tanto impersonal, que viviría su mejor momento a principios de la década de los sesenta –Los cañones de Navarone (The guns of Navarone, 1961), por la que conseguiría una nominación al Oscar al Mejor Director, y El cabo del terror (Cape fear, 1962)– pero cuya filmografía se iría diluyendo rápidamente en los años siguientes, como atestiguan el vulgar psycho-thriller Cumpleaños mortal (Happy birthday to me, 1981), una insípida nueva versión de Las minas del rey Salomón (King’s Solomon mines, 1985), o más especialmente diversos thrillers reaccionarios construidos para el lucimiento exclusivo de Charles Bronson, como Al filo de la medianoche (10 to midnight, 1982) o Yo soy la justicia II (The crackdown, 1987), aunque firmaría también dos curiosos filmes de horror esotérico, El ojo del diablo (Eye of the devil, 1966) y La reencarnación de Peter Proud (The reincarnation of Peter Proud, 1975).
El productor Arthur P. Jacobs había debutado en el cine produciendo precisamente un filme de Thompson, Ella y sus maridos (What a way to go, 1964), por lo que no resulta nada extraño que confiara en él para la realización de La conquista del planeta de los simios, aunque con la excepción del maquillador John Chambers ninguno de los principales responsables técnicos de los anteriores filmes de la saga participaron en el proyecto, siendo sustituidos por nombres mucho menos relevantes y conocidos –el director de fotografía Bruce Surtees (nacido en 1937), el compositor Tom Scott (nacido en 1948)–, un hecho que da cuenta del progresivo desinterés de los máximos responsables de la Fox por la saga de los simios, cuyos títulos situaban ya más cerca de la serie B de relleno que no de la lujosa serie A. La mano de Thompson se nota un tanto en las escenas de acción, coreografiadas y filmadas con sobriedad y cierta voluntad de estilo, pero el director no disponía de un presupuesto suficientemente holgado y poco pudo hacer para insuflar un poco de vida al libreto urdido por Paul Dehn. Ejemplarmente confuso y al mismo tiempo absurdamente maniqueo, el error principal del guión reside en la naturaleza misma de la rebelión simia, que obvia la mucho más plausible –y por ello, mucho más inquietante– teoría expuesta por Boulle en la novela, según la cuál los simios habrían evolucionado más por la desidia y el conformismo de la raza humana, progresivamente desplazada al campo y a las montañas e incapaz de oponer resistencia a los simios, que no por la fuerza de las armas.
Si el filme anterior ya no condenaba del todo la actitud enloquecida del Dr. Hasslein, obsesionado en destruir no tanto a Cornelius y a Zira como a su hijo, el desarrollo de la trama de La conquista del planeta de los simios parece darle buena parte de razón: la “civilización simia” imaginada por César (nombre de nada disimuladas connotaciones belicosas e incluso imperialistas), el hijo de los dos simios que habían viajado al pasado para escapar de la destrucción de la Tierra, es una civilización creada a semejanza de la humana, con sus mismos defectos e incluso sus mismos delirios de grandeza y no parece contemplar, como mínimo en un principio, la convivencia pacífica de hombres y simios. “Si perdemos esta batalla significará el fin del mundo, será una prueba de nuestra debilidad, de nuestra inferioridad. Y todos esos cobardes rastreros que queden con vida cuando la batalla termine serán los más débiles de todos. Éste será el fin de la civilización humana y el mundo se convertirá en el planeta de los simios” exclama el gobernador Breck momentos antes de ser apresado, aunque al final César le perdonará la vida, y los espectadores no pueden evitar darle parte de razón: el discurso crítico y la condición de parábola socio-política tanto de la novela como de la primera película deja paso así a una visión mucho más ambigua de los simios, que son presentados progresivamente como criaturas tan sanguinarias, crueles y egoístas como los hombres. Tan sólo un personaje humano, el ayudante del gobernador MacDonald (Hari Rodhes, 1932–1992) ofrece un ligero contrapunto a la barbarie sin sentido a la que parecen abocadas ambas especies, especialmente cuando proclama, casi al final de la trama, que “La violencia engendra el odio y el odio engendra la violencia”.
7. Un (falso) final feliz: La batalla por el planeta de los simios
El mismo personaje, interpretado ahora por Austin Stoker (nacido en 1943), tiene un papel destacado en La batalla por el planeta de los simios, el último filme de la saga, que se cierra con un final feliz que nada tiene que ver con la situación del planeta Tierra descrita en El planeta de los simios. La película empieza y termina con dos discursos de “El gran Legislador” (personaje interpretado por el director John Huston, 1906–1987), que tienen lugar seiscientos años después del final de la trama propiamente dicha. El primero de ellos constituye una especie de resumen de la historia de los títulos precedentes: “En un principio Dios creó a la bestia y al hombre para que los dos pudieran vivir con amistad y compartir el dominio sobre un mundo en paz. Pero con el tiempo hombres malvados traicionaron la confianza de Dios y desobedeciendo su palabra empezaron guerras sangrientas no sólo en contra de su especie sino en contra de los simios, a quienes convirtieron en esclavos. Después, Dios montó en cólera y mandó un salvador al mundo, nacido milagrosamente de dos simios, quienes descendieron a la Tierra del futuro y el hombre tuvo miedo porque los padres simios tenían la facultad de hablar”; el último, en cambio, denota un tono más pacifista y aboga por la convivencia de simios y hombres: “Mientras veo a los simios y a los humanos viviendo en paz, en armonía, en amistad, seiscientos años después de la muerte de César, por lo menos tenemos esperanza en el futuro”.
Liberados ya de la esclavitud, los simios viven en una precaria armonía en los bosques en compañía de algunos humanos, una paz, sin embargo, que pronto se verá amenazada tanto por los propios simios – el general gorila Aldo (Claude Akins, 1926–1994), que odia a los humanos y se niega a obedecer las órdenes de César (Roddy McDowall), líder indiscutible del grupo– como por los humanos supervivientes que aún viven en las ruinas de la ciudad de Nueva York, progresivamente afectados por las radiaciones provocadas por la guerra nuclear. El detonante de la trama será el viaje de César a la ciudad para descubrir la verdadera identidad de sus padres, a los que nunca llegó a conocer, y con ella también el destino de su raza. Antiguo ayudante del gobernador de la ciudad, MacDonald conoce la existencia de unas cintas magnetofónicas y otros documentos conservados en un archivo de la ciudad (en realidad se trata de las grabaciones de la Comisión Presidencial de Huida del planeta de los simios). Una vez allí, César, MacDonald y el orangután Vigil (Paul Williams, nacido en 1940) serán descubiertos por los hombres del Gobernador Kolp (Severn Darden, 1929–1995), quiénes los perseguirán hasta el poblado y no dudarán en iniciar una guerra absurda para acabar con su existencia de una vez por todas. Paralelamente, Aldo iniciará un conato de rebelión que no triunfará por la unidad de los simios ante la batalla con los humanos, que se saldará con victoria pese a la destrucción de su poblado, pero que dará como triste resultado el asesinato del hijo de César, Cornelius (Bobby Porter). Aldo, que ha roto el primer mandamiento de la ley simia, según el cuál un simio nunca puede matar a otro simio, será ajusticiado por el propio César, quién aceptará la convivencia con los humanos al constatar que no sólo la raza humana es capaz de odiar y destruir.
Si bien Paul Dehn aparece acreditado como argumentista de la película, el guión de La batalla por el planeta de los simios fue escrito por John William Corrington y Joyce Hooper Corrington, que poco tiempo atrás habían firmado el guión de El último hombre vivo, protagonizada por Charlton Heston. Ambos escritores fracasaron notablemente en su voluntad de cerrar la serie cinematográfica de manera optimista: el filme en nada anticipa la involución humana de El planeta de los simios (los humanos siguen hablando y mantienen unas relaciones más o menos cordiales con los chimpancés y los orangutanes, no tanto con los gorilas) y aboga por un final feliz que en realidad no lo es, ya que la amenaza de la violencia y también, ¿por qué no decirlo?, del racismo y el odio entre las dos razas hace prever el estallido de una gran guerra en un futuro no demasiado lejano.
Como ya ocurría en La conquista del planeta de los simios, el filme en muchos momentos parece obedecer más a los estilemas y al funcionamiento de una (vulgar) cinta de acción y aventuras que no a la estructura y a los recursos propios del cine de ciencia ficción. Juntamente con el muy previsible desarrollo de los acontecimientos, uno de los defectos más notables del libreto reside en la ambigua descripción no sólo de los humanos supervivientes (recluidos en los bajos fondos de Nueva York, parece que no pretenden reconstruir su civilización y sólo quieren hacer la guerra a los simios) sino también de los gorilas, mostrados ahora sí, de manera mucho más radical que en Regreso al planeta de los simios, como seres violentos, egoístas y estúpidos que sólo quieren conseguir el poder por la fuerza de las armas.
El personaje del general Aldo es sin lugar a dudas el más representativo de esta tendencia, como ejemplifica su rechazo a las clases de lectura y escritura impartidas por un humano (Noah Keen, nacido en 1927) y su nula voluntad de aprender. Sólo la intervención de César impedirá, al final, que los humanos del poblado sean brutalmente masacrados, lo que dará pie a un discurso final de MacDonald: “Si parece que nos falta agradecimiento, César, ¿de qué tenemos que estar agradecidos? Si nos vas a dejar en libertad, libéranos del todo. No somos tus hijos, César, también tenemos un destino, como iguales. Respetándonos, viviendo juntos con amor”.
La batalla por el planeta de los simios se estrenó en Estados Unidos el 15 de junio de 1973, pero el día 27 de ese mismo mes Arthur P. Jacobs fallecía de un ataque al corazón: era el final de una exitosa saga cinematográfica en cierto modo inconclusa ya que, seguramente, el productor habría rodado como mínimo una película más cuyo argumento debía ejercer de puente con el inicio de la serie y la llegada de Taylor a un planeta lejano que en realidad era el suyo propio.
El 24 de mayo de 1974 se estrenaría en Estados Unidos la producción póstuma de Jacobs, Huckleberry Finn, adaptación de la conocida novela infantil de Mark Twain también dirigida por J. Lee Thompson, y el 13 de septiembre de ese mismo año la cadena estadounidense CBS estrenaba una serie de televisión basada en El planeta de los simios que sería cancelada en diciembre por sus pobres índices de audiencia y tras la emisión de sólo catorce capítulos. Tendrían que pasar más de treinta años para que los simios volvieran a la gran pantalla: en el año 2001 Tim Burton fue el responsable de un esperado remake de la historia original protagonizado por Mark Wahlberg, Tim Roth y Helena Bonam-Carter, pero cuyos resultados finales no sólo no aportan nada nuevo a la película de Franklin J. Schaffner sino que en ningún momento, ni en ningún aspecto, aguantan la menor comparación con ella. De hecho, hubiera sido mejor que esta nueva versión nunca se hubiera realizado.