Henry Morrison dijo:
En otro orden de cosas, mehan recomendado a Fredric Brown, de quien no he leído nada, y de quien Gigamesh ha publicado sus cuentos completos. ¿Son recomendables?
No. Son imprescindibles. Fredric Brown es uno de los grandes escritores infravalorados de ciencia ficción del pasado siglo; es directo, no un estilista, pero brillante. En novela negra es bastante más aprecviado, al menos en el munmdo anglosajon, pero menos de lo que debería. Su pequeña burla-homenaje del pulp "Universo de LOcos" o su novela negra "La noche del Jabberwocky" son clásicos de primera fila (sus novelas completas de ciencia ficcion tasmbien estan publicadas por Gigamesh en dos tomos) y Martian Go Home, una comedia sobre unos alienigeas gamberros que nos invaden tocandonos los cojones (no literalmente, se entiende) es una de las mejores del genero. Escribio adema´s con "Mi Guia en la Oscuridad" una de las mejores novelas negras de entramado psicologico que recuerdo.
Ingenioso, divertido, sarcástico, su novelistica es ingenua, nada realista, muy de cuento de hadas para muy adultos, pero una narrativa fantástica, tanto en tono como contenido, inolvidable. Al igual que Monterroso, destaca entre otras cosas por sus microrelatos, aunque clásicos universalmente reconocidos como "Arena" no le van a la zaga.
Te dejo un par, para que juzgues y para promocionarlos, sin animo de destrozar copyrights:
-El último hombre sobre la Tierra está sentado a solas en una habitación. Llaman a la puerta...
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El amable hombre con la larga barba blanca dijo:
- Bienvenido al Cielo, Pedro.
Él sonrió.
- ¿Sabes?, ese es mi nombre también. Espero que serás muy feliz aquí.
Y Pedro, que tenía sólo cuatro años, pasó por las puertas de perla a buscar a Dios.
Siguió por las inmaculadas calles rodeadas de deslumbrantes edificios, entre gente feliz, pero no encontró a Dios.
Deambuló hasta que estuvo muy cansado, pero no se detuvo. Algunos le hablaron, pero no les hizo caso.
Al final llegó a un edificio de brillante oro que era más grande que ninguno de los otros, tan grande que supo que al fin había encontrado el lugar donde Dios vivía.
Las enormes puertas se abrieron cuando se acercó, y entró.
En un extremo de la enorme habitación había un gran trono de oro, pero Dios no estaba allí.
El suelo era suave y sedoso, acolchado. En el centro de la habitación, a medio camino entre la puerta y el trono, Pedro se sentó para esperar a Dios. Después de un rato se tumbó y se quedó dormido.
Podían haber pasado minutos o podían haber pasado años.
Pero oyó el suave sonido de unos pasos y esto le despertó; supo que Dios estaba entrando y se despertó con gusto.
Dios estaba entrando; Sus ojos se posaron en Pedro y brillaron con repentino placer. Pedro corrió rápidamente hacia Él: Dios puso Su mano sobre la cabeza de Peter y dijo suavemente,
- Hola, Pedro.
Y después miró más allá, hacia el trono y Su cara cambió.
Lentamente Él cayó sobre Sus rodillas y bajó Su cabeza, casi como si tuviera miedo. ¿Pero a quién podía temer Dios?
Peter supo que Dios no podía estar actuando en serio, pero Le siguió la corriente.
Meneó su cola pequeña y corta para mostrar que todo era por diversión, y después se volvió y ladró a la brillante luz sobre el trono de oro.
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El doctor Michaelson estaba enseñando a su mujer, cuyo nombre era señora Michaelson, su combinación de laboratorio e invernadero. Era la primera vez que ella iba allí en muchos meses y se había añadido un poco más de equipamiento.
- ¿Entonces hablabas en serio, John, - le preguntó ella finalmente, - cuando me dijiste que estabas experimentando en la comunicación con flores? Creí que estabas bromeando.
- No del todo, - dijo el doctor Michaelson. - Al contrario de lo que cree la gente, las flores tienen un cierto grado de inteligencia.
- ¡Pero seguramente no pueden hablar!
- No como hablamos nosotros. Pero contrariamente a lo que la gente piensa, se comunican. Telepáticamente, eso sí, y en imágenes pensadas más que las palabras.
- Entre ellas quizás, pero seguramente...
- Contrariamente a lo que la gente piensa, querida, incluso la comunicación humano-floral es posible, aunque hasta ahora sólo he podido establecer comunicación en una dirección. Es decir, puedo captar sus pensamientos, pero no enviarles mensajes desde mi mente a la suya.
- Pero... ¿cómo funciona, John?
- Contrariamente a lo que la gente piensa, - dijo su marido, - los pensamientos, tanto humanos como florales, son ondas electromagnéticas que pueden ser... Espera, será más fácil si te lo muestro, cariño.
Llamó a su ayudante que estaba trabajando al otro lado de la habitación:
- Señorita Wilson, ¿podría traer el comunicador?
La señorita Wilson trajo el comunicador. Era una cinta para la cabeza de la que salía un cable que llegaba a una barra delgada con un asa aislada. El doctor Michaelson puso la cinta alrededor de la cabeza de su esposa y la barra en su mano.
- Es muy simple de usar, - le dijo. - Sujeta la barra cerca de la flor y actuará como una antena que recogerá sus pensamientos. Y así veras, que contrariamente a lo que la gente piensa...
Pero la señora Michaelson no estaba escuchando a su marido. Estaba sujetando la barra cerca de un macizo de margaritas en el alféizar. Después de un momento soltó la barra y cogió un pequeño revolver de su bolso. Disparó primero a su marido y después a su ayudante, la señorita Willson.
Contrariamente a lo que la gente piensa, las margaritas hablan.
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La esposa del señor Decker acababa de regresar de un viaje a Haití —viaje que había realizado sola—, para que las cosas se calmasen un poco antes de abordar la cuestión del divorcio.
De nada sirvió. Ni él ni ella se calmaron en lo más mínimo. En realidad, descubrieron que todavía se odiaban más cordialmente que antes.
—La mitad —dijo la señora Decker con firmeza—. No me conformaré con nada que no sea la mitad del capital, más la mitad de los bienes.
—¡No digas sandeces! —rezongó el señor Decker.
—¿Sandeces? Podría quedarme con todo, ¿sabes? Y muy fácilmente, pues mientras me hallaba en Haití me dediqué a estudiar vudú.
—¡Tonterías! —dijo el señor Decker.
—No lo son. Y tendrías que agradecer que yo sea una mujer de buenos sentimientos, pues podría matarte muy fácilmente si lo deseara. Entonces me quedaría con todo el dinero y todos los bienes, sin temor alguno a las consecuencias de mi acción. Una muerte realizada por medio del vudú no puede distinguirse de una muerte causada por un ataque al corazón.
—¡Imbecilidades! —exclamó el señor Decker.
—¿Eso crees? Mira, tengo cera y una aguja de sombrero. Dame un mechón de tu cabello o un trocito de uña, no necesito más, y te lo demostraré.
—¡Falsedades! —dijo el señor Decker, despectivo.
—Entonces, ¿por qué tienes miedo que lo pruebe? —dijo la señora Decker—. Como yo sé que es efectivo, te voy a hacer una proposición. Si no te mueres, te concederé el divorcio y no reclamaré absolutamente nada. Si te mueres, toda la fortuna pasará a mis manos en forma automática.
—¡Trato hecho! —exclamó el señor Decker—. Ve a buscar la cera y la aguja. —Luego se miró las uñas—. Las tengo muy cortas. Te daré un mechón de cabellos.
Cuando él regresó con unas hebras de cabello en la tapa de un tubo de aspirina, la señora Decker ya había comenzado a ablandar la cera. En seguida, pegó los cabellos sobre ella y la modeló, dándole la tosca apariencia de un ser humano.
—Lo lamentarás —dijo, clavando la aguja en el pecho de la figura de cera.
El señor Decker quedó verdaderamente sorprendido, pero su gozo fue muy superior. Él no creía en el vudú, pero como era un hombre precavido prefirió no arriesgarse.
Además, siempre le había irritado que su esposa limpiase con tan poca frecuencia su cepillo para el cabello.
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En su máquina del tiempo, Vron y Dreena, los dos últimos sobrevivientes de la raza de los vampiros, huyeron hacia el futuro para escapar de la aniquilación. Se estrechaban fuertemente las manos y se prodigaban mutuas palabras de consuelo, tan grandes eran su terror y su hambre.
En el siglo XXII la Humanidad los había descubierto, averiguando que la leyenda de los vampiros que vivían en secreto entre los seres humanos no era una leyenda sino una realidad. Hubo una matanza en la que perecieron todos los vampiros pero aquellos dos, que ya habían estado trabajando en una máquina del tiempo y que consiguieron terminarla a punto, pudieron huir con ella. Hacia el futuro, a un futuro tan lejano que el término vampiro hubiese caído en el olvido, con el resultado que ellos podrían pasar de nuevo inadvertidos... y con su simiente hacer surgir una nueva raza.
–Tengo hambre, Vron. Un hambre terrible.
–Yo también, mi querida Dreena. Pronto volveremos a parar.
Ya se habían detenido cuatro veces y en cada una de ellas salvaron la vida por los pelos. Los seres que vivían en el planeta no les habían olvidado. La última parada, medio billón de años atrás, les había mostrado un mundo gobernado por los perros... un mundo de perros, al pie de la letra: los seres humanos se habían extinguido y los perros se habían civilizado, ocupando el lugar del hombre. Sin embargo, les reconocieron y supieron lo que eran. Pudieron alimentarse sólo una vez con la sangre de una tierna perrita, pero los canes los persiguieron hasta su máquina del tiempo y tuvieron que emprender nuevamente la huida.
–Te agradezco que hayas parado –dijo Dreena, suspirando.
–No tienes por que agradecérmelo –observó Vron, ceñudo–. Hemos llegado al fin del trayecto. Se nos ha terminado el combustible y aquí no encontraremos... a la sazón todos los compuestos radiactivos deben de haberse convertido ya en plomo. Viviremos aquí... o moriremos.
Salieron a explorar.
–Mira –dijo Dreena con voz excitada, señalando a algo que caminaba hacia ellos–. ¡Una nueva criatura! Los perros han desaparecido y algo los sustituye. Estoy segura que ya nos han olvidado.
El ser que se aproximaba era telépata.
–He escuchado vuestros pensamientos –dijo una voz dentro de sus cerebros–. Os preguntáis si nosotros conocemos a los vampiros, sean estos lo que sean. Pues, no, no los conocemos.
–¡Es la libertad! –murmuró ávidamente Dreena–. ¡Y comida!
–También os preguntáis –continuó la voz– acerca de mi origen y evolución. Actualmente, toda la vida en el planeta es vegetal. Yo... –les hizo una reverencia– yo, miembro de la raza dominante, era antaño lo que vosotros llamábais un nabo.
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Una noche, Robert Palmer encontró a su sirena en el océano, entre Cape Cod y Miami. Estaba con algunos amigos pero no tenía sueño cuando los demás se retiraron, por eso salió a dar un paseo a lo largo de la playa iluminada brillantemente por la luz de la luna. Y al doblar una curva, apareció ella sentada en un tronco semienterrado en la arena, peinando sus hermosos y negros cabellos.
Robert sabía, por supuesto, que las sirenas no existen realmente; pero, cierto o no, allí se encontraba ella. Se aproximó y, cuando estaba sólo a unos pasos de distancia, tosió discretamente.
Con un movimiento de sorpresa, ella echó hacia atrás sus cabellos, que cubrían su rostro y sus senos, y pudo comprobar que era más hermosa de lo que pudiera ser cualquier criatura.
Ella le miró con los profundos ojos azules, llenos de temor al principio.
- ¿Eres un hombre? - preguntó.
En ese punto, Robert no tuvo ninguna duda; le aseguró que lo era. Ella sonrió, desaparecido el temor en sus ojos.
- He oído hablar de los hombres, pero nunca he conocido a ninguno. - Ella hizo un gesto para que se sentara a su lado, sobre el tronco.
Robert no vaciló. Se sentó y hablaron y hablaron; después de un rato, su brazo la rodeó y cuando finalmente ella le dijo que debía regresar al mar, la besó, y la sirena prometió encontrarlo la noche siguiente.
Él regresó a la casa de sus amigos, envuelto en una niebla de felicidad. Estaba enamorado.
Tres noches seguidas la vio, y en la tercera le dijo que la amaba y que desearía casarse con ella, pero existía un problema.
- Yo también te amo, Robert. Y el problema que tienes en mente podrá resolverse. Llamaré a un tritón.
- ¿Tritón? Me parece conocer la palabra, pero...
- Es un demonio del mar. Tiene poderes mágicos y puede cambiar las cosas de tal modo que podamos casarnos, y él nos casará. ¿Sabes nadar bien? Tendremos que nadar para encontrarlo; los tritones nunca se acercan a las playas.
Él le aseguró que era un excelente nadador y ella le prometió que advertiría al tritón para la noche siguiente.
Regresó a la casa de sus amigos en un estado de éxtasis. No sabía si el tritón cambiaría a su amada en un ser humano o a él en un sireno, pero no le importaba. Estaba tan loco por ella que mientras ambos fueran iguales, y por tanto pudieran casarse, no le importaba en qué forma fuera.
Ella le esperaba la noche siguiente, su noche de bodas.
- Siéntate - le rogó -. El tritón soplará su trompeta de concha de caracol, cuando llegue.
Se sentaron tiernamente abrazados, hasta que escucharon el sonido de una trompeta de concha de caracol resonando a lo lejos, en el mar. Robert se quitó rápidamente sus ropas, se lanzó al agua y nadaron hasta encontrar al tritón. Robert tragó agua mientras el tritón les preguntaba:
- ¿Desean unirse en matrimonio? - Ambos respondieron con un ferviente sí.
- Entonces - pronunció el tritón -, os declaro marido y mujer. - Y Robert se encontró repentinamente con que ya no tragaba agua; unos cuantos movimientos de su recia cola lo mantuvieron fácilmente en la superficie. El tritón sopló una nota ensordecedora en su trompeta y se alejó nadando.
Robert nadó hasta quedar al lado de su esposa, la abrazó y la besó. Sin embargo, había algo que no marchaba; el beso fue agradable pero no emocionante. No sentía el cosquilleo en las ingles, que sintiera cuando la besaba allá en la playa. De pronto comprendió que, de hecho no tenía ingles. Pero, ¿entonces cómo...?
- Pero, ¿cómo...? - preguntó a la sirena -. Quiero decir, encanto, ¿cómo hacemos para...?
- ¿Propagarnos? Es muy simple, querido, y de ninguna manera parecido al modo nauseabundo de las criaturas terrestres. Verás, las sirenas somos mamíferos, pero ovíparos. Yo pondré un huevo en el momento oportuno y, cuando se incube, alimentaré a nuestro hijo. Tu parte...
- ¿Sí? - preguntó ansiosamente Robert.
- Como otros peces, querido. Tú sencillamente nadarás sobre el huevo y lo fertilizarás. Es muy simple.
Robert gimió, y repentinamente decidió ahogarse; dejó a su novia y nadó hacia el fondo del mar.
Pero, por supuesto, tenía agallas y no se ahogó.
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La estancia estaba sumida en la penumbra del anochecer. El Dr. James Graham, científico que ocupaba un puesto clave en un importantísimo proyecto, meditaba sentado en su butaca predilecta. Reinaba un silencio tan grande en la sala, que oía como en la estancia contigua su hijo pasaba las páginas de un libro de imágenes.
Frecuentemente Graham trabajaba mejor que nunca, concebía sus ideas más geniales, en circunstancias como éstas, solo y tranquilo en una estancia oscurecida de su casa, después de realizar su trabajo diario. Pero aquella noche su cerebro no se hallaba enfrascado en cavilaciones creadoras. Pensaba principalmente en su hijo, un atrasado mental... su único hijo, que entonces estaba en la estancia contigua. Sus pensamientos eran amorosos, y se hallaban libres de la amargura que experimentó años atrás, cuando se enteró del triste estado de su vástago. El muchacho era feliz y... ¿no era esto lo principal? ¿Y a cuántos hombres ha sido concedido tener un hijo que será siempre un niño, que no crecerá para dejar al autor de sus días? Desde luego, aquello era un intento para aplicar la lógica a un hecho tristísimo, pero la lógica no tiene nada de malo cuando...
En aquel momento sonó el timbre.
Graham se levantó y encendió la luz de la estancia casi totalmente oscura, antes de salir al vestíbulo para ir a abrir la puerta. La llamada no le molestó; aquella noche casi agradecía cualquier interrupción de sus pensamientos.
Abrió la puerta. En el umbral se alzaba un desconocido.
- ¿El Dr. Graham? - dijo -. Permita que me presente... Me llamo Niemand y desearía hablar con usted. ¿Me permite que pase un momento?
Graham le miró. Era un hombrecillo de aspecto vulgar e inofensivo... muy posiblemente un periodista o un agente de seguros.
Pero no le importaba lo que pudiese ser, Graham respondió:
- Con mucho gusto. Pase usted, Mr. Niemand.
Unos cuantos minutos de conversación, se dijo tratando de justificarse, le distraerían y apartaría de él aquellos pensamientos.
- Siéntese - dijo a su visitante cuando ambos estuvieron en el living -. ¿Me permite que le ofrezca una copa?
- No, gracias.
Tomó asiento en la butaca; Graham en el sofá.
El hombrecillo cruzó los dedos y se inclinó hacia él.
- Dr. Graham, usted es el hombre cuya labor científica tiene mayores probabilidades que la de ningún otro sabio de acabar con la raza humana.
Es un chiflado, se dijo Graham. Demasiado tarde, comprendió que debía haber preguntado cuál era la profesión de aquel individuo antes de admitirlo, y qué le traía allí. La entrevista prometía ser embarazosa; a él no le gustaba mostrarse grosero, pero en este caso tendría que serlo.
- Dr. Graham, el arma en la cual está usted trabajando...
El visitante se interrumpió y volvió la cabeza cuando la puerta que conducía al dormitorio contiguo se abrió y un muchacho de quince años entró en el living. El muchacho corrió hacia Graham, sin hacer caso de la presencia de Niemand.
- Papá, ¿me leerás este cuento ahora?
Aquel muchacho de quince años reía como un niño de cuatro.
Graham pasó un brazo en torno a los hombros del retrasado. Luego miró a su visitante, preguntándose si estaría enterado de su tragedia. Por la falta de sorpresa que observó en la cara de Niemand, Graham comprendió que éste ya sabía que tenía un hijo idiota.
- Harry - dijo Graham, con voz afectuosa -, papaíto tiene trabajo. Espera un momentín. Vuelve a tu cuarto; pronto iré a leerte ese cuento.
- ¿El de la gallinita que le caía el cielo encima? ¿Me leerás el de la gallinita?
- Si tú quieres... Ahora, vete. No, espera. Harry, este señor es Mr. Niemand.
El muchacho dirigió una tímida mirada al visitante. Niemand le dijo:
- Hola, Harry - y le devolvió la sonrisa, tendiéndole la mano. Graham estuvo entonces seguro de que Niemand ya conocía la triste condición de su hijo; su sonrisa y su ademán eran propios para dirigirse a un niño de cuatro o cinco años, que era la edad mental de su hijo.
El niño tomó la mano de Niemand. Por un momento pareció como si fuese a sentarse en las rodillas de éste, pero Graham lo apartó suavemente, diciéndole:
- Ahora vuelve a tu cuarto, Harry.
El muchacho regresó a su dormitorio, dejando la puerta abierta.
Niemand miró a Graham y dijo:
- Me gusta ese chico - con una sinceridad que era evidente. Añadió -: Ojalá todo cuanto usted le lea pueda ser siempre cierto.
Graham no comprendió qué significaban aquellas palabras. Niemand prosiguió:
- El cuento de la gallinita. Es un cuento muy bonito... pero ojalá la gallinita se equivoque y el cielo no caiga nunca.
Graham experimentó una súbita simpatía por Niemand cuando éste demostró querer al niño. De pronto recordó que debía terminar aquella entrevista cuanto antes. Se levantó, como si ya no tuviese nada más que decir.
- Temo que está usted perdiendo el tiempo y que me lo hace perder a mí, Mr. Niemand - dijo -. Me sé de memoria todos los argumentos que puede usted esgrimir. He oído docenas de veces todo cuanto usted pueda decirme. Posiblemente hay algo de verdad en lo que usted cree, pero eso a mi no me concierne. Yo soy un hombre de ciencia, y únicamente eso. Sí, es del dominio público que estoy trabajando en un arma, un arma muy perfeccionada y que puede ser casi definitiva. Pero, para mí, no es más que un subproducto del hecho principal: mi contribución al progreso científico. Lo tengo muy meditado, y he llegado a la conclusión que eso es lo único que me interesa.
- Pero, Dr. Graham... ¿Está preparada la Humanidad para un arma tan terrible?
Graham frunció el ceño.
- Ya le he expuesto mi punto de vista, Mr. Niemand.
El visitante se alzó sin prisas de la butaca, diciendo:
- Muy bien. Si usted prefiere que no discutamos, no diré una palabra más. - Se pasó una mano por la frente -. Le dejo, Dr. Graham. Aunque... ¿Puedo cambiar de opinión acerca de la copa que tuvo la amabilidad de ofrecerme?
La irritación de Graham se desvaneció.
- Desde luego - dijo - ¿Le gusta el whisky con agua sola?
- Muchísimo.
Graham se disculpó y pasó a la cocina. Preparó la botella de whisky, un jarro de agua, cubitos de hielo, vasos.
Cuando volvió al living, Niemand salía del dormitorio del niño. Oyó que aquél decía «Buenas noches, Harry» y que su hijo contestaba alborozado: «Buenas noches, Mr. Niemand»
Graham sirvió dos copas de whisky. Poco después, Niemand rechazó amablemente una segunda y se levantó para irse.
Antes de marcharse, dijo:
- Me he tomado la libertad de traer un regalito para su hijo, doctor. Se lo di mientras usted iba en busca de las bebidas. Supongo que disculpará usted mi atrevimiento.
- No faltaba más. Muchas gracias. Buenas noches.
Graham cerró la puerta; cruzó el living y penetró en el dormitorio de su hijo:
- Bueno, Harry; ahora te leeré ese...
Su frente se cubrió repentinamente de sudor, pero se esforzó por mantenerse tranquilo hasta acercarse al lecho.
- ¿Me dejas ver esto, Harry?
Cuando se apoderó del objeto, sus manos temblaban al examinarlo.
«Sólo un loco, se dijo, sólo un loco daría un revólver cargado a un débil mental.»
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El profesor Jones había trabajado en la teoría del tiempo a lo largo de muchos años.
Y he encontrado la ecuación clave -dijo un buen día a su hija-. El tiempo es un campo. La máquina que he fabricado puede manipular, e incluso invertir, dicho campo.
Apretando un botón mientras hablaba, dijo: -Esto hará retroceder el tiempo el retroceder hará esto -dijo, hablaba mientras botón un apretando.
-Campo dicho, invertir incluso e, manipular puede fabricado he que máquina la. Campo un es tiempo el. -Hija su a día buen un dijo-. Clave ecuación la encontrado he y.
Años muchos de largo lo a tiempo del teoría la en trabajado había Jones profesor el.
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Imagínate espectros, dioses y demonios.
Imagínate infiernos y cielos, ciudades flotando en el cielo y ciudades hundidas en el mar.
Unicornios y centauros. Brujas, hechiceros, genios y fantasmas.
Ángeles y arpías. Hechizos y sortilegios. Elementales, espíritus familiares, demonios.
Es fácil imaginarse todas estas cosas: la humanidad se las ha imaginado durante miles de años.
Imagínate naves espaciales en el futuro.
Es fácil imaginárselo; el futuro se aproxima realmente y habrá naves espaciales en él.
Así pues, ¿existe algo que sea difícil de imaginar?
Claro que sí.
Imagínate un trozo de materia y a ti mismo dentro de ella, consciente, pensando, y por lo tanto sabiendo que existes, capaz de mover ese trozo de materia en cuyo interior te hallas, de hacerla dormir o despertarse, amar o subir una colina.
Imagínate un universo - infinito o no, como tú desees representártelo -, con un billón, billón, billón de soles en él.
Imagínate un grumo de barro girando locamente en torno a uno de esos soles.
Imagínate a ti mismo, en pie sobre ese grumo de barro, girando con él, girando por el tiempo y el espacio hacia un destino desconocido.
¡Imagínate!
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Dwar Ev soldó ceremoniosamente la última conexión con oro. Los ojos de una docena de cámaras de televisión le contemplaban y el subéter transmitió al universo una docena de imágenes sobre lo que estaba haciendo.
Se enderezó e hizo una seña a Dwar Reyn, acercándose después a un interruptor que completaría el contacto cuando lo accionara. El interruptor conectaría, inmediatamente, todo aquel monstruo de máquinas computadoras con todos los planetas habitados del universo - noventa y seis mil millones de planetas - en el supercircuito que los conectaría a todos con una supercalculadora, una máquina cibernética que combinaría todos los conocimientos de todas las galaxias.
Dwar Reyn habló brevemente a los miles de millones de espectadores y oyentes. Después, tras un momento de silencio, dijo:
- Ahora, Dwar Ev.
Dwar Ev accionó el interruptor. Se produjo un impresionante zumbido, la onda de energía procedente de noventa y seis mil millones de planetas. Las luces se encendieron y apagaron a lo largo de los muchos kilómetros de longitud de los paneles.
Dwar Ev retrocedió un paso y lanzó un profundo suspiro.
- El honor de formular la primera pregunta te corresponde a ti, Dwar Reyn.
- Gracias - repuso Dwar Reyn -, será una pregunta que ninguna máquina cibernética ha podido contestar por sí sola.
Se volvió de cara a la máquina.
- ¿Existe Dios?
La impresionante voz contestó sin vacilar, sin el chasquido de un solo relé.
- Sí, ahora existe un Dios.
Un súbito temor se reflejó en la cara de Dwar Ev. Dio un salto para agarrar el interruptor.
Un rayo procedente del cielo despejado le abatió y produjo un cortocircuito que inutilizó el interruptor.