La verdad, no tenía mucha intención de postear en este hilo, ya que mi infancia transcurrió de manera totalmente feliz, sin enfermedades ni desgracias familiares. Mi primer encontronazo con la muerte no fue hasta los 17 años, cuando una de mis mejores amigas de la infancia murió de cáncer. Y aunque fue un varapalo duro que me dejó tocado una temporada, tampoco creo que marcara radicalmente un antes y un después en mi vida. Y cuando la persona a la que más quería en el mundo (mi abuelo) dejó de reconocerme a causa del Alzheimer, ya estaba demasiado crecido (25 años) como para afirmar que ese hecho me obligó a madurar.
No obstante, como a lo largo del hilo se han mencionado algunas experiencias personales con las que mi trayectoria vital presenta ciertos paralelismos, voy a comentarlos.
Como ya he dicho, mi infancia trascurrió de manera tranquila, sin incidentes. Vivía en un pueblo pequeño en el que todo el mundo se conocía e iba a un colegio público en el que me sentía perfectamente integrado: tenía un buen puñado de amigos y me llevaba bien con todos mis compañeros.
Como a algunos de vosotros, el cambio trascendental se produjo en la pubertad, cuando mis padres decidieron cambiarme de colegio. A pesar de que yo siempre había sido un estudiante modelo y nunca había tenido el menor problema en la escuela, mis padres no les gustaba la falta de seguridad y la fauna tan plural que allí había. Así que, con la mejor de las intenciones, me enviaron a un colegio privado situado a diez kilómetros de donde vivíamos, y ese cambio marcó profundamente todo el devenir posterior de mi vida.
Y es que en aquel nuevo ambiente pasé de ser uno más a ser "rarito" y "diferente". Nunca llegué a congeniar demasiado con la mayoría de mis compañeros, con los que no compartía demasiados intereses. Yo era un "chapón" y un "friki" que leía (y dibujaba) cómics, escuchaba música chunga y leía libros gordos de autores muertos hace siglos (curiosamente, a esa edad todavía no había descpertado mi interés por el cine). Como hablaba poco, a menudo me preguntaban a menudo si era autista (!?) y como me pasaba mucho rato perdido entre los libros (mi rincón favorito del colegio era la biblioteca, en la que nunca había nadie, a excepción de un servidor) y sacaba buenas notas, me decían si era superdotado (!!??)
Así que gran parte de mi adolescencia la pasé bastante solo, porque a los pocos amigos que conseguí hacer en aquel colegio nunca los veía fuera del horario escolar y con los viejos amigos del barrio fui perdiendo el contacto poco a poco. Y aunque, a primeras, esto pueda sonar bastante deprimente, tampoco os creáis que tuve una adolescencia especialmente infeliz. Tenía muchas aficiones con la que llenar mi tiempo libre, así que no tenía momento para deprimirme. Y al colegio siempre fui alegre, porque las ganas de aprender cosas nuevas no las perdí nunca. Pero es cierto que a veces daba muchísima rabia esa sensación de no encajar con tu "entorno", de querer hacer cosas como ir a ver una determinada película que te interesa ver y que nadie quiera ir contigo.
Y aunque en edad adulta he logrado hacer unos cuantos buenos amigos, siempre me ha quedado de aquella época una cierta "torpeza social". Me cuesta muchísimo relacionarme con gente nueva a la que no conozco de nada, me da una envidia tremenda esa gente que llega a un sitio y a los cinco minutos ya está hablando con todoquisque como si fueran colegas de toda la vida.
Pero, por su lado, aquellos años de ostracismo también trajeron sus cosas buenas, y es que me convirtieron en una persona bastante independiente. Con el tiempo, he conocido a mucha gente que es incapaz de estar un fin de semana sola (a veces, ni una tarde) o que si no tienen con quién ir a ver una peli o una obra de teatro, prefieren perdérsela a ir en soledad. O gente que se siente una basura por no tener pareja. Creo que depender tanto de los demás es una desventaja, y me alegro de no tener que cargar con esa tara.
Hace algunos años, después de un importante varapalo emocional (el "amor de mi vida" me había puesto los cuernos, sumado al hecho de que llevaba ya un tiempo quemado por los estudios), sentí que necesitaba un cambio de aires, así que preparé los bártulos y me fui a vivir a otro país, sin saber hablar el idioma y sin conocer a nadie. Mucha gente sería incapaz de hacer algo así y, sin embargo, para mí fue una de las experiencias más gratificantes de mi vida. Y me la hubiera perdido si me hubiera dejado dominar por el miedo a la soledad. Así que, como dice el dicho popular, nunca hay mal que por bien no venga.