En 1961, alguien miró al abismo de la periferia romana, habitado por escoria humana de la más baja condición, y este le devolvió la mirada. Hombres que no hacen nada o que subsisten con lo justo, mujeres dedicadas a la prostitución, niños desharrapados… todos ellos haciendo vida en la calle, rodeados por un paisaje desolador de edificios en estado de ruina y por nuevos bloques de pisos que comen terreno al campo, que parecen de otro mundo, muy ajeno, pese a encontrarse a escasos pasos; el mundo de la gente que trabaja, visto con desprecio y superioridad por este hatajo de vagos y desheredados.
Entre ellos destaca
Accattone, un sujeto despreciable por quien es difícil sentir empatía o comprensión alguna, pues se trata de lo peor que hay, de un chulo que vive de su mujer prostituida y que un día ve cortada bruscamente su única fuente de ingresos cuando a la pobre la encarcelan, poniendo fin a su existencia relativamente cómoda como cabecilla de su grupo de amigotes, con quienes se pasa el día alardeando y apostando en retos temerarios y chorras. Orgulloso, miserable, llorón y victimista… se muestra machista y despreciador de aquellas que le mantienen, pero a la vez destila cierta inocencia, fragilidad, o la irresponsabilidad de quien no ha conocido otra cosa, otra realidad, un excluido al que es difícil pedir cuentas desde el otro lado de la línea que le separa del mundo burgués y productivo.
¿Conseguirá de alguna manera integrarse, cuando no le quede otra? No hay falsos idealismos, pues cualquier intento de redención sólo será posible mediante una muerte liberadora, lo único que puede transformarle en otra persona, permitirle encontrar su auténtico yo, su nombre real, cuando su débil voluntad por sí sola no se lo permite, más allá de cubrir su vergüenza en un momento dado con una efímera máscara de arena.
En su primer largo, Pasolini se fija en un sector de la población de lo más miserable y olvidado y en sus condiciones materiales, opta por darles voz y, en medida de lo posible, no juzgar. La película está realizada, y se nota, desde el desconocimiento del lenguaje audiovisual, y el resultado es algo narrado a empellones, a retazos, cual sucesión de escenas de este Accattone caminando abatido de un sitio para otro; algún que otro paseo en compañía femenina recuerda a aquellos tiempos muertos del cine europeo del momento. Con determinados planos, cortes, que chirrían, que delatan al artífice y frustran el realismo extremo de los actores no profesionales (algunos mejores que otros), que hacen de sí mismos. Incluso cuando tiene lugar una fuga hacia lo onírico estamos ante un cine muy tosco y precario, nada estilizado, ni siquiera con unos constantes y repetitivos insertos musicales de Bach, que buscan elevar, redimir estas imágenes de miseria.
El escritor-cineasta, por pura necesidad, está inventando el cine a su manera, santificando con su cámara a unas criaturas que en sí mismas son abyectas, y en principio, muy alejadas de todo lo sagrado. Sacrificio por amor, una muerte que es nueva vida, es donde la película encuentra su fondo cristiano. Nuestro desgraciado héroe se da cuenta de que no hace sino caer en un mismo agujero, repitiendo idénticas relaciones malsanas y destructivas con las mujeres, corrompiendo cualquier pureza que toca; es la suya una forma de vida arraigada en lo hondo de su ser, asumida en su apodo (“mendigo”) cual vocación. La muerte le acecha desde el principio en forma de cortejo fúnebre, primero real y después soñado, asistiendo a su propia y simbólica muerte; cuando esta se produzca (previa a un desconcertante gag en torno al mal olor de pies...) sólo podrá ser fuera de plano.