Possessor, de Brandon Cronenberg
El churumbel cronenbergiano sigue la senda de la “nueva carne” de su padre de manera muy evidente. Él sabrá lo que hace, pues las comparaciones mejores o peores están servidas desde el momento en que se asume este referente con tal firmeza, un poco como hiciera De Palma con el gordo. Me imagino un legado transmitido cual enfermedad fílmica y unas simbiosis paterno-filiales muy chungas ahí (las cenas de nochebuena de esta peña tienen que estar curiosas), aunque el imaginario conceptual es susceptible, como el de un Lovecraft, de ser asimilado y explorado por otros cineastas, más aún ahora que el canadiense parece que está jubilado o en horas bajas.
Tiene narices, por lo tanto, que la cosa vaya de parásitos, o más bien, de replantearse quién es el auténtico parásito en la vida de una infalible asesina a sueldo que posee cuerpos ajenos para matar a sus víctimas. La parte de tecno-thriller, con corporaciones, espías, facultades mentales anormales que remiten a "Scanners", es sólo la premisa, pues se despacha bien rápido y la propuesta no tarda en desviarse hacia lo psicológico y las tribulaciones de una protagonista encarnada por la físicamente malrollera Andrea Riseborough. Una vez más, la violencia extrema; de dónde sale, cómo afrontar esta incómoda realidad, si es posible rechazarla sin más como agente externo o nos acaba “poseyendo”. El parásito puede serlo uno mismo, o bien el propio anfitrión, o incluso esa normalidad con la que uno intenta disfrazar su monstruosidad interior. La Leigh (otra referencia a papá) como guía, en una primera mitad más o menos previsible, en un esquema ya visto, y una segunda con cierta inmersión en el delirio y en una confusión que se apodera también del espectador. La cuestión es la identidad, los límites del cuerpo y de la mente, cómo esta se superpone con la ajena, cual vidas cruzadas no tan diferentes en sus frustraciones cotidianas, no tan nítidas esas fronteras entre cazador y presa; imposible ser sólo el brazo ejecutor, distanciarse del horror.
Mariposas disecadas, como los recuerdos. Máquinas de matar perfectas y terribles, o bien seres puros, libres de toda duda; una ética muy jodida de carne y sangre como única realidad palpable frente a manipuladores y manipulados. Quizá es burdo o simplemente trillado el trasfondo social distópico, de voyeurismo y de datos privados como clave del poder, gente de las altas esferas muerta por dentro y que son extraños unos para otros (en general los personajes brillan por su falta de cualquier empatía), relaciones sentimentales en descomposición, drogas muy a mano. Sean Bean, de nuevo, un spoiler viviente como ese malo malísimo que está aburrido de todo. Sexo raro y mutante también, consecuencia de esas dinámicas alteradas del yo, llamativo el detalle de la mirada pornográfica como elemento desestabilizador, aunque no se profundiza tanto. La puesta en escena se caracteriza por sus tonos cromáticos desvaídos (entornos urbanos e interiores muy desangelados y de diseño, como mandan los cánones) en contraste con fuentes de luz de colores marcados. Diría que tiene tendencia a la modernez, con planos torcidos, encuadres esquinados, insertos, y desde luego el Brandon no se corta nada con el gore, desmesurado y a lo mejor gratuito, pero justificado porque nos hablan, al fin y al cabo, de impulsos reprimidos que estallan a lo bruto.