Viene a ser un cruce imposible entre una peli adolescente para plataformas, con muchas canciones, colorines, actores guapetes (aunque el Keoghan desde luego no está entre ellos), todo muy cool, con enredos varios, situaciones morbosas… y una cosa autoral, excesiva, entre la sátira sobre los ricachones y una comedia negra con ansias de provocación y de epatar al burgués, aunque como mucho epatará a las abuelas y sobre todo a sus nietas. La gen-Z también merece su peli-trauma particular y esto bien pudiera ser lo más parecido, pero no creo que llegue a tanto; sería demasiado pedir a estos tiempos de modas efímeras y fenómenos que no perviven más allá de lo viral.
Llama la atención que comience cuestionando a una clase alta por encima del bien y del mal, una gentuza hedonista, decadente y sin escrúpulos que habita su burbuja privilegiada, falsamente caritativos y con turbios asuntos personales que tensan sus relaciones, aunque lo disimulen hasta el grado del absurdo. Sin embargo, acaban por ser ellos las pobres víctimas, las criaturas mágicas, inocentes en el fondo, que son presa fácil para un engañoso y manipulador enemigo externo que, para colmo, es feo y es pobre. Ese prejuicio, ese clasismo galopante con que funciona esta peña no solamente no se condena, sino que queda (no sé si de manera intencionada o no) totalmente reforzado y justificado, a modo de conclusión. Me parece más fuerte esto que cualquiera de los intentos de escatología a lo John Waters que nos ofrece la directora, la verdad sea dicha.
Transcurre en 2006 (nostalgia dosmilera que ha llegado por fin), ni rastro de lo digital, pero los problemas que afronta son actuales. Narcisismo terminal, el de un tipo que aspira como bien supremo a una vida profundamente falsaria en ese Saltburn que parece una fantasía surgida de Instagram, un laberinto de espejismos y ficciones con los fantasmas shakespearianos de Ricardo III y de una soñada noche de verano, simulacro de ambientes góticos y criados con librea que se alternan sin rubor con mega-fiestas surrealistas junto a un millón de amigos falsos.
Ahora ser pobre no es lo peor que te pueda pasar, pues incluso la desgracia es capital social, con su pátina romántica. Lo peor para el protagonista es ser normal, anodino y de clase media, quizá con más suerte que sus predecesores: Tom Ripley, Julien Sorel y demás farsantes con ganas de medrar, deseosos de formar parte de aquello que más desprecian, tanto como desprecian cierta parte de sí mismos, aunque sea lo único que tienen en la vida… tales son las paradojas de unos individuos que siempre han tenido algo de inescrutables.
La película juega razonablemente bien la baza adolescente, la identificación con un héroe desvalido conforme se adentra en un mundo fantástico y de aprendizaje, engañándonos al meternos en ese pellejo y compartiendo su deseo. Visualmente logra sacar partido de los espacios, bastante imponentes, esa geografía tanto interna como exterior del lugar del título. Lamentablemente, aquí acaban las virtudes y la cosa deriva en un despropósito, para rematar el asunto pasándonos, de manera literal, la chorra por la cara.
Lo malo es que todo está machacado y explicado para que nadie se pierda (el vampiro, la araña, la polilla… lo pillamos, gracias). Se opta por lo fácil, y peor aún, por lo barato (secundarios de chiste con la Mulligan haciendo bulto). Los giros finales se ven venir a la legua, el tono no se tiene muy claro, mientras que las secuencias de “impacto” no solo producen entre indiferencia o simple asco, sino que resultan contradictorias con dichos giros. Se plantean dos imágenes distintas, la del fetichista enamorado hasta lo enfermizo, la del psicópata envidioso y lleno de odio, pero antes que ser versiones opuestas pero complementarias de los mismos hechos, del mismo personaje-narrador… parece un intento de encajar a martillazos sin mucho éxito.