“Saint Maud” era un debut digno, pero sólo una muestra de lo que esta señora nos tenía reservado; una ida de olla que no sería disparatado comparar con aquella “Titane” de hace unos años, en el sentido de que, en un momento dado, toma impulso, se lanza al delirio, al filo del absurdo, del ridículo y de lo sublime, se la saca y se orina en nuestra cara, como la loca del coño que se intuía que era y ahora revela ser, en una gloriosa lluvia dorada de sangre, mierda, vómito y esteroides.
El molde es el de una de los Coen: paletos sórdidos, pueblo de mala muerte con cacique local, corrupción policial, gente que se pudre vitalmente en semejante entorno irrespirable. Con algún que otro secreto sucio en el armario, un pasado que vuelve, se desliza en forma de flashbacks en rojo neón. La Stewart es tal cual un tío, con actitudes, gestos, hasta tiene los celos tóxicos de un tío. Y la otra es ese estereotipo de muchacha ingenua y dulce que huye de su hogar campesino para perseguir su sueño americano a base de auto-stop, pero dándole la vuelta y convirtiéndolo en una puta bestia, con una filosofía de individualismo extremo que resulta, por desgracia, familiar. En el fondo, aquí todos adolecen de una condición monstruosa que tarde o temprano tienen que aceptar de sí mismos (otra vez A24 y sus movidas recurrentes).
Como introducción, la cámara surge del fondo del abismo hacia las estrellas, condensando lo fundamental. Se introduce en el gimnasio, y aquí ya vemos la fijación que tiene la directora por lo físico, como un estudio anatómico de torsos, sudor, etc. que se prolongará en un tórrido erotismo lésbico, en un montaje hábil de planos detalle (las yemas del huevo, las inyecciones…), reforzando incluso el sonido (el ruido que emiten músculos y venas marcadas al desarrollarse).
Popeye, los viajes de Gulliver, a modo de premonición. Se pretende un realismo que verdaderamente es el de un tebeo grotesco, uno que acaba por rendir tributo a esa serie B añeja de los años 50. Nostalgia, pero no la nostalgia etérea y soñada, sino de un imaginario ultra-violento de videoclub, evocador de aquella América de la era Reagan que sólo vivimos a través del celuloide.
Es una película nada complaciente con sus personajes, ni siquiera con unas protagonistas cuyo amor se encuentra lejos de la idealización. Más bien parecen decirnos que toda forma de amor, no sólo el de ellas sino el de la acosadora trastornada, el de la mujer maltratada, o incluso el simple afecto familiar, está mediada por la violencia y acaba por devenir en una adicción. En un veneno que te tomas a sabiendas de que te destruirá, como Kristen con sus cigarrillos. Por lo tanto, no hay nada edificante, ni redención; asoma el lado oscuro, animal, unos lazos de sangre que no se rompen con facilidad, una grieta que no se cierra, por mucho que alguien quiera sentirse al margen.
Hay como un discurso en torno al cuerpo mutilado, alterado de algún modo, ajeno a lo convencional, que es donde la película evoluciona hacia lo fantástico y la locura, contemplamos un proceso de mutación de incierto desenlace y significado; el culto demencial al cuerpo para sofocar ciertas frustraciones y miedos, la mente sobre la materia, hasta el punto de aplastar y aniquilar la cultura masculina de las armas; Ed Harris como algo parecido al diablo, demostrando una sorprendente sensibilidad hacia los animales… y cuanto menos sorprendentes reacciones cuando le tocan la moral.