Los mejores años de nuestra vida
Tres soldados americanos vuelve a casa al término de la II guerra mundial, pero pronto comprueban que el tiempo ha pasado y muchas cosas han cambiado; no sólo sus familias, también una sociedad que les rechaza de una manera u otra, por no decir que no se reconocen ni a sí mismos. Pertenecientes a distintas secciones del ejército, también diferentes en cuanto a edad y origen socioeconómico, sus historias conforman un acabado retrato de una problemática que estaba plenamente vigente en el momento del estreno, reflejando la experiencia de muchos que retomaban sus vidas, pero con graves taras físicas y psicológicas, o bien profundamente marcados por la experiencia bélica.
Muy acertado el tratamiento de la discapacidad, sin morbo o patetismo, con naturalidad, así como de los sentimientos de inutilidad, de exclusión, pese a las buenas intenciones; lo necesario de aprender a convivir con ello, de aceptarse y mostrar la propia vulnerabilidad a los demás, y aquí tenemos un romance juvenil que, lejos de edulcorar tan difícil situación, muestra esa sinceridad, esa valentía y pureza de sentimientos de dos personas inocentes, pero obligadas a hacerse adultas demasiado pronto.
Los créditos bancarios para veteranos: aquí es donde mejor se ve el enfoque y el compromiso de la película, el espíritu de América como país de oportunidades, o el ejército que forja vínculos de confianza por encima de barreras sociales, conocer realmente al otro al margen de “avales”. Los riesgos que hacen falta para sacar adelante a una nación y pelear por lo que se quiere, tanto en la guerra como aún después.
Y por último, tenemos a un auténtico don nadie, perjudicado en su espíritu pero también en su modo de subsistencia, que en combate fue un héroe, pero que en la vida civil no tiene oficio ni beneficio, sin los recursos para que un varón adulto pueda enfrentarse al mundo; más todavía ante la imparable sociedad de consumo que avanza con sus supermercados, capitalismo y publicidad. Tal vez el caso más flagrante de dar la espalda a alguien y no reconocer sus méritos.
Estamos ante un film complejo y ambicioso que no lo parece, sobre unos hombres y mujeres muy normales, donde abundan toques de comedia, humor de borrachos (esa extensa presentación) y a la vez una representación indirecta de la dura peripecia que han atravesado estos tipos; la secuencia del aeródromo, con esos aparatos que ahora son pura chatarra, pero cargados aún de recuerdos e imágenes tormentosas. O de una camaradería que no encuentran en otra parte.
De gran fuerza visual, la dirección de Wyler, con Toland de por medio, regala puntuales movimientos de cámara que recogen movimiento, multitudes, algún que otro juego de espejos curioso, instantes tan líricos como el del joven de los garfios contemplando su incierto porvenir en un mar de nubes, o incluso algún apunte documental callejero. Se atrapa además la idiosincrasia del momento, como el miedo a un nuevo enfrentamiento mundial, o ese fascista de barra de bar, que los había; justificándose, señalando y escurriendo el bulto. Final feliz, pero a lo mejor no tanto; ya vendrán los problemas, las consecuencias mejores o peores, otro tipo de guerra que sólo acaba de comenzar.
La mirada hacia los personajes es entrañable, cercana, incluso a los que puedan ser más secundarios (esos padres pobres pero dignos). Con una excepción, que es Virginia Mayo: la mala, el único abiertamente negativo en su egoísmo, superficialidad, nada empática… tercer vértice de un triángulo amoroso que tal vez es más rutinario, llama la atención teniendo en cuenta que el resto del reparto femenino es variopinto y muestra positivamente distintos modelos de feminidad (más modernos, más tradicionales...), pero al Hollywood clásico se le atragantan ciertos perfiles de mujeres como este, independiente económicamente y de rasgos sexualizados (trabajaba en un night-club… zorrón seguro). Lo mismo con la infancia: cursi (con música ñoña) o nos plantan a un bigardo de veinte años lo menos haciendo de un niño o adolescente de doce.