Él es Francisco (Arturo de Córdova), pulcro y metódico, profundamente religioso y con un firme sentido de la justicia. Caballero a la antigua usanza, es una figura que le sirve a Buñuel, al igual que el género melodramático con el que trabaja, para trazar una disección sin paliativos del machismo; un sentimiento de posesión con el cual nuestro protagonista lo concibe todo en su vida, pretendiendo ser ecuánime pero comportándose como un tirano, con sus celos extremos e injustificados, un afán megalómano… la obsesión de un individuo perfecto en todo, pero que va perdiendo el juicio hasta arruinar por completo la existencia de su desgraciada esposa, narradora de tan truculenta historia y principal víctima suya.
Esta misoginia no es, ni mucho menos, fruto de una mentalidad cavernícola, sino de un romanticismo que se presenta bajo los desgarrados acordes de un Schumann al piano, la ensoñación y la idealización de una amada que, ante los ojos del amante, es suya y de nadie más. Inseguridades internas, victimismo infantiloide, la sensación de agravio de quien es incapaz de confiar, de darse a los demás, completan, junto con el fetichismo sexual (el lavatorio de pies en la misa, la cámara que conecta lo sagrado con lo profano, punto de ruptura donde comienza todo), un cuadro de locura, un hundimiento progresivo en la paranoia y pérdida de contacto con lo real para alcanzar esa realidad distorsionada del delirio, que tanto interesa a los surrealistas por ser más verdadera, en tanto que saca a la luz el instinto ferozmente reprimido; vergüenza, humillación, debilidades... la presión de la honra y de siglos de tradición.
El relato, de perfil clásico, se sirve de flashbacks confesionales y de elipsis, gracias a las cuales se cuelan rasgos truculentos; esos gritos en la noche (asalto sexual), esos objetos (cuchilla, cuerdas, hilo…) que nos podemos imaginar para qué sirven. O bien símbolos (la presa), crítica social (la institución burguesa en la madre, o la religiosa en el cura, todos ellos conspirando para darle la razón a él y condenarla a ella)… la placidez del monasterio, el retiro de la vida monacal, como el medio ideal para alguien de ideas tan enfermizas, es una última pulla.
¿Película feminista? Puede parecerlo. Sin embargo, la mujer no deja de ser una alteridad y el punto de vista es engañoso, le corresponde a él, a su psicología torturada y carácter desvalido; más bien es la autocrítica (reconocida por el propio Buñuel), la confesión tan cristiana de una machista recalcitrante, que experimenta esa mezcla de deseo y de rechazo de lo femenino, a quien sólo le queda el autoritarismo y la violencia.
Arquitectura y espacios son un pilar fundamental del film, con el trabajo de fotografía (muy gótico): la mansión art-decó como trasunto de una mente rota, con desvanes polvorientos que no deben abrirse jamás, lo imponente del espacio catedralicio, y cómo no, la secuencia clave del campanario (Hitchcock, claro… cineasta con mucho en común en cuanto a ideas y mentalidad), culmen de esa filosofía digna de un Dios receloso del antiguo testamento. A destacar finalmente la portentosa interpretación de Arturo de Córdova, que lleva a cabo poco menos que una transformación física a la hora de plasmar la evolución-hundimiento del personaje.
Otro estudio de la masculinidad rancia es
Ensayo de un crimen, en torno a un más que peculiar asesino de mujeres, que para empezar, jamás ha matado a nadie… Archibaldo de la Cruz es un personaje igualmente señorial, de buena posición, que se mantiene a prudente distancia de sus pulsiones inconfesables (sólo bebe leche), y es que desde niño se funden en él un instinto sexual y necrófilo debido a haber contemplado la muerte de su sensual institutriz por culpa de una bala perdida, en plena revolución mexicana; descubre con ello el erotismo, a la vez que adquiere la conciencia, deliciosamente culpable, de ser el responsable de esa muerte.
El conflicto con el sexo opuesto está servido pues, pero en clave de comedia negra y de narración algo episódica sobre la supuesta facultad de asesinar mediante la voluntad o el deseo; fuerza más poderosa que la prosaica realidad e interpretable según se mire. Frustración, anhelo infantil, nostalgia de un aristocrático soñador, pero con un filtro macabro y frivolizando con un asunto serio, más aún en México. Nuestro Archi se cruza con distintos modelos femeninos que dan pie a sub-historias; el pendón desorejado, que libra una guerra perpetua con el varón cornudo y que sólo puede acabar mal, la mujer moderna e independiente, resistente a ser dominada (rodeada de llamas infernales), la beata, realmente una hipócrita que encubre a una puta. Las mórbidas inclinaciones quedan en nada, no obstante, comparadas con las relaciones malsanas en las cuales algunas de las víctimas estaban involucradas...
Irrumpe la fantasía, las ¿casualidades?, la simbología de la sangre y la navaja, el recuerdo reprimido y el fetiche anatómico y de las prendas de ropa, llegando al punto de la sustitución de un cuerpo por otro artificial; un ¿trío? con una muñeca, objeto sobre el que descargar una venganza simbólica de inquietante comicidad (¿el único “asesinato” real?); una Juana de Arco, santa y pecadora incinerada. Las tres instancias del poder; político, religioso, militar, brevemente burladas, también la del dinero (esos joyeros más listos que nadie...) y la policial (está muerta: asunto zanjado), como los primeros pasos del turismo anglosajón, que viene a descubrir las maravillas históricas del país. La alfarería como intento de sublimar el deseo prohibido, en contacto puro con la materia, frente al racionalismo arquitectónico del rival amoroso. La confesión, otra vez, articulada en varios flashbacks, y un sorprendente desenlace optimista, que parece un gag en el fondo, bastante irónico; ¿Volverá nuestro héroe a las andadas? Más bien vamos a descargarnos de responsabilidades con el beneplácito de esa oficialidad miope.
Factor muy importante del film es la melodía continuamente repetida, bonita pero de ominoso significado, de la cajita de música, que desencadena y vertebra a modo de leitmotiv la acción de la película; música diegética, pero también interna (interpretada al órgano) y que por lo tanto revela esa duplicidad interior-exterior, verdad-apariencias, en la que constantemente nos movemos.