Imagínense estar en una reunión familiar en la que nadie parece soportarse entre sí, todos gritan y se agreden casi todo el tiempo y no poder salir de ella ni para ir al baño. Esa es la clase de tortura a la que Xavier Dolan somete al protagonista y a los espectadores de
IT’S ONLY THE END OF THE WORLD, adaptada de una obra de teatro francesa de 1990. Lo teatral del proyecto es más que evidente, no sólo en la manera en la que los actores gritan como si la cámara no captara sus voces sino en su propia estructura narrativa, armada en base a largas escenas entre distintos personajes de pura extracción escénica. Pero eso sería el menor de los problemas del filme.
Además hay que sumarle lo desagradable de la mayoría de los personajes, lo absurdo y ridículo de la mayoría de las discusiones que se producen
y la idea de Dolan de que para volver “cinematográfico” al asunto lo mejor es cortar constantemente entre primeros planos de unos y otros gritándose entre sí. Con estos elementos –y sin un núcleo dramático al menos inquietante que justifique el maltrato generalizado, más allá de las obvias diferencias de personalidad– lo que la película produce en el espectador es un agotamiento y fastidio superior al que causa en el personaje. El, por lo menos, sabía al llegar a lo que se atenía. A nosotros nos toma por sorpresa.
Con 27 años y una décima parte del talento que cree tener y que, por razones que no logro comprender (más que en ciertos momentos de algunas de sus películas y en la aceptable
TOM A LA FERME) muchos creen que tiene, el canadiense Dolan se reunió con un grupo de superestrellas del cine francés y las puso a ladrarse entre sí –o tolerar los ladridos de los otros– durante semanas. Por suerte, a nosotros nos dejaron solo 100 minutos de toda esa experiencia.
Gaspard Ulliel encarna a Louis, un autor de teatro gay que regresa a su hogar familiar tras doce años a anunciar que tiene una enfermedad terminal y que le queda poco tiempo de vida. Allá lo espera su madre, la histérica, gritona y negadora Martine (insoportable Nathalie Baye), su hermana menor, la torturada Suzanne (Léa Seydoux, a voz en cuello casi todo el tiempo), el violento y agresivo hermano mayor Antoine (Vincent Cassel, pasadísimo de rosca) y la mujer de éste, la nerviosa y tímida Catherine (Marion Cotillard), que se suma a Louis y a los espectadores en el sufrimiento de la tortura familiar.
No hay un eje demasiado claro ni un reproche ni un trauma específico que sostenga la cantidad de barbaridades y el nivel de agresiones que se lanzan en el filme. Comparativamente a estos muchachos, cualquier familia italiana o judía parecerían nórdicos. Es una catarsis sin catarsis, porque se agreden la mayor parte de las veces por tonterías, en especial Antoine que no tolera a nadie y que tiene más ganas de pegarle a sus hermanos –y a su mujer– que de estar ahí. Lo mismo nos pasa a nosotros, pero lo incluiríamos a él, que evidentemente se merece un tranquilizante para caballos en la bebida.
Las tensiones reinantes llevan a que nada cambie demasiado, el agobio visual y verbal se vuelva intolerable y uno empiece a pensar en que, después de todo, sus propias reuniones familiares –aún las menos agradables– no son tan graves. Los momentos en los que la película sale del caos de la mesa familiar o de los distintos
tête à tête es para pintar algunos recuerdos que Dolan filma y musicaliza a la manera de convencionales videoclips de moda. Y para el final alguna metáfora terminará dando a entender al espectador qu
e a este chico todavía le falta mucha experiencia de vida para entender la mecánica de una familia. Y mucho cine para saber cómo contarla.
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