Un gobierno sin país
Pedro J. Ramirez 31/03/2013
Desde que Jefferson dijera aquello de «prefiero unos periódicos sin gobierno a un gobierno sin periódicos» todos los dirigentes políticos se han posicionado de palabra u obra ante ese dilema. En España ya sabemos que González hizo lo que pudo y más para intentar acabar con EL MUNDO y que Aznar tuvo sus agarradas con El País; pero los dos gobernaron siempre con la prensa encima de la mesa: eran ávidos lectores y se enteraban de muchas cosas por los periódicos. Sólo Suárez y Zapatero respetaron a todos los medios por igual, asumiendo las críticas como parte de la democracia mientras hablaban a diario con unos y con otros. Nos faltaba alguien que demostrara preferir el «gobierno sin periódicos» y lo hemos encontrado en Rajoy, más por displicencia que por saña.
El modo destructivo con que el Consejo de Ministros ha ejecutado una confusa sentencia del Supremo que permitía despojarnos a cuatro grupos de comunicación de nueve canales de TDT -pero no le obligaba a hacerlo- supone toda una declaración de principios. Al perjudicar tanto a una cadena estridente y hostil como a uno de los diarios conservadores más recatados, nadie podrá decir que se trate de un acto de sectarismo. Tampoco es noticia que Unidad Editorial resulte gravemente damnificada por una decisión política en el ámbito audiovisual. (Les ahorro el catálogo de agravios con que nos han honrado tirios y troyanos, pues también refleja el itinerario de nuestra libertad). Lo relevante es el abúlico desinterés que un gobierno supuestamente liberal ha demostrado tener por las consecuencias de sus actos en el pluralismo informativo y el futuro de los medios.
De todos es sabido que en España no hay ningún grupo de comunicación importante que no esté contra las cuerdas al haberse agregado a la crisis general, que ha hundido el consumo y la inversión publicitaria, la específica del sector, fruto de los cambios tecnológicos. Mantengo mi pronóstico de la London School of Economics en el sentido de que los soportes móviles traerán una «nueva edad de oro» de la prensa, pero hoy en día nos arrastramos por el fondo de un valle oscuro del que va a costar salir.
En este contexto hubiera sido un alivio topar con un gobierno sensible a lo que representan los medios capaces de cubrir la actualidad con un despliegue informativo extenso y cualificado. Pero ocurre lo contrario y de hecho lo peor de esta forma de ejecutar la sentencia -hija de una chapuza jurídica del anterior gabinete, todo hay que decirlo- es su carácter sintomático.
¿Ha promovido o aceptado el Gobierno de Rajoy algún plan que facilite la reconversión tecnológica de la prensa? ¿Ha desarrollado algún proyecto destinado a fomentar la lectura entre los jóvenes, al modo en que lo hizo Sarkozy? ¿Ha impulsado un acuerdo para que Google compense a los diarios por los ingresos publicitarios que obtiene enlazando sus contenidos, como acaba de hacer Hollande? No, no y no.
Sería casi preferible que Rajoy liderara una campaña contra los periodistas arrogantes que pontificamos desde nuestras columnas y tertulias, diciendo que no representamos el sentir de los ciudadanos, al viejo modo de Nixon o Alfonso Guerra. Al menos ese antagonismo serviría de elemento dinamizador. Pero Rajoy no siente hostilidad sino indiferencia hacia la prensa. Cualquiera diría que tuvo que hacer el paripé de cultivarnos hasta llegar al poder y ahora que lo ha conseguido se siente liberado de tan desagradable cometido.
He pasado ya suficientes veces por el trance de Falstaff, escarnecido en la coronación de su imaginaria criatura, el príncipe Hal, como para que esto implique desengaño alguno. Soy consciente además de que parte de la población encontrará ventajas en que el Palacio de la Moncloa se haya convertido en un lugar libre de periodistas y otros humos, de forma que si se publica que Rajoy se ha reunido en secreto con Mas, haya la misma duda sobre quién lo ha contado que sobre quién ha salido beneficiado. Incluso añadiría que la actitud de Rajoy impulsa la cómoda dinámica del desdén con el desdén que es como más a gusto trabajamos en las redacciones.
Podría ser, pues, hasta saludable que al cabo de 35 años de democracia haya un jefe de gobierno que se fuma igual de bien su puro si a toda la prensa le va de mal en peor. El único problema es que, por lo que vengo observando, eso mismo le ocurre con las empresas del Ibex y las pymes, con las organizaciones de autónomos, con los intelectuales, con los cineastas, con las academias, con las víctimas del terrorismo, con los rectores de universidad, con las asociaciones de jueces y fiscales, con los agricultores y ganaderos, con los perjudicados por las preferentes, con los sindicatos médicos, con los padres de alumnos, con los defensores del español, con los científicos e investigadores, con los músicos, con las grandes superficies, con el pequeño comercio, con las uniones de consumidores, con los cazadores y pescadores, con los actores, con las casas regionales, con las escuelas de negocios, con los artistas plásticos, con los dueños de bares y restaurantes y con las cofradías de la Semana Santa.
Nunca ha habido en La Moncloa un gobernante tan distante de todos y de todo, tan alejado de la sociedad civil, tan desentendido de los problemas sectoriales, tan incomunicado de los españoles, tan ajeno a los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa. Ni está en la calle, ni habla con la gente, ni va al teatro, ni organiza cenas interesantes -tampoco aburridas-, ni se implica en debate o controversia alguna. A eso le llama Rajoy su «independencia». Y en efecto nadie podrá reprocharle haber favorecido a ninguno de esos grupos de interés, gremios, colectivos, clubes u organizaciones que de una forma o de otra encuadran a la inmensa mayoría, a todas las inmensas minorías, de los españoles.
Para Rajoy hay una única excepción a la regla: su partido. Él sólo depende de los suyos, igual que los suyos sólo dependen de él. Por eso no se reforman las administraciones públicas o la ley electoral, ni se condiciona la recepción de dinero público a la democracia interna, ni se devuelve a los jueces el control del Poder Judicial, ni se depuran responsabilidades por la trama Gürtel y los sobresueldos de Bárcenas, ni siquiera se obliga a dejar el cargo a una ministra a la que los corruptos le pagaban el viaje, el hotel y el coche cada vez que salía de su casita de los confeti. Es una conducta simétrica a la del PSOE de Rubalcaba o la CiU de Mas y los Pujol; y explica que la inquina hacia los políticos esté llegando al extremo de que en una encuesta de EL MUNDO.es un 42% justifique el injustificable acoso a los diputados en sus domicilios.
Si la forma que tiene Rajoy de ejercer el -ejem- liderazgo estuviera dando resultados, no habría otro remedio que aparcar los ideales regeneracionistas, sacrificar las musas a la eficiencia y guardar un responsable silencio respecto a lo mal que quedan los adornos del salón. Pero lo que vemos por doquier, y lo que se nos augura, indica que tenemos al frente de la nave a un hombre inadecuado para abrirse camino en medio de una tempestad tan dura. Lo que acaba de decirnos el Banco de España es que cuando acabe este año habrá más de un 27% de paro, el déficit seguirá por encima del 6% pese a la brutal subida de impuestos y habremos llegado al ecuador de la legislatura con una recesión acumulada del 3%.
Nadie en sus peores pesadillas podía imaginar que ése fuera a ser el balance de dos años de mayoría absoluta del PP. ¿Para qué quería Rajoy una palanca tan difícil de obtener desde el centroderecha si luego no la utiliza ni para reformar el Estado, ni para garantizar los derechos constitucionales de los españoles, ni para meter en vereda a las autonomías, ni para forzar a la UE a cambiar las reglas de un juego que nos tumba?
Todo sugiere que esa mayoría absoluta le queda tan grande que no es capaz de darle otro propósito sino el de poder seguir en La Moncloa a verlas venir hasta 2015, despachando las reformas menos peliagudas como el remendón las medias suelas, a la espera de que cambie el ciclo meteorológico y escampe. Esa pasividad le dio resultado en la oposición y de hecho ha sido también la base de sus dos mayores aciertos como gobernante: no pedir el rescate y no negociar con ETA. Pero si la Italia desquiciada de Berlusconi que ahora vuelve a las andadas necesitaba un tecnócrata que aportara racionalidad y orden, la España átona de Rajoy requiere con urgencia de un impulso político que reviva su encefalograma plano.
Esto del escrache no es una anécdota más de lo que pasa. Supone un grave salto cualitativo y no se inventó en el Buenos Aires de los montoneros sino en el París de los jacobinos. Hace año y medio muchos llamaron exagerada a Esperanza Aguirre porque, en la presentación de El primer naufragio, comparó a nuestros indignados con aquellos enragés que predicaban la democracia directa a la sombra de la guillotina. Pronto vimos que había barrios de Madrid tan inexpugnables para la Policía como el distrito de los Cordeleros y el verano nos trajo los asaltos a supermercados liderados por Gordillo con los mismos argumentos que empleaba el cura Roux para justificar los saqueos de ultramarinos en los Lombards. Ahora ya sabemos lo que eran las «visitas domiciliarias».
En aquel París revolucionario el pretexto era la requisa de armas y la búsqueda de aristócratas escondidos; pero tampoco faltaron iniciativas contra los propietarios que desahuciaban a los sans culottes que no podían pagar la renta por el expeditivo procedimiento de sacar sus enseres a la calle. Enseguida los diputados moderados que se resistían a votar medidas de carácter social, como la fijación del precio máximo de los alimentos, se convirtieron en el blanco favorito de esas «visitas domiciliarias». Al igual que ahora ocurre con la señora Colau y sus acólitos, los jacobinos trataron de regular los actos de coacción en el sancta sanctorum del hogar, acordando que se hicieran siempre en horas diurnas y bajo la supervisión de las secciones revolucionarias. Pero el invento se les fue de las manos y las «visitas domiciliarias» se convirtieron en la mejor red de suministro de cabezas a la «cuchilla nacional».
Ya dije aquel día de septiembre de 2011 que ningún sistema político puede considerarse seguro si no es capaz de proporcionar al menos un horizonte de prosperidad a sus ciudadanos. Y en una democracia esa seguridad no depende de las mayorías parlamentarias sino de la autoridad moral para mantener the rule of law. A Rajoy le recomendé -por boca de Danton- «audacia, audacia y más audacia» y empiezo a creer -que me perdone Pau Riba- que «això era com buscar papallones blaves damunt la mar».
Su reacción ante el caso Bárcenas me ha recordado, de hecho, aquel editorial del último número de la etapa sevillana del Semanario Patriótico en el que Alberto Lista se preguntaba en 1809 si cabía considerar fuerte a un gobierno como el josefino «que no puede expresar claramente sus intenciones, que teme contar los sucesos como son, que tiembla ante la verdad». Es cierto que, con sus 187 escaños, Rajoy ha contado esta semana, en su merecido descanso de Doñana, con la más estable de las hamacas. Pero muchos de los españoles que aún tienen viviendas ni siquiera han podido pagar este invierno el combustible para calentarlas; y él no parece enterarse de que, a este paso, se mecerá pronto no ya en un «gobierno sin periódicos», sino directamente en un gobierno sin país.
pedroj.ramirez@elmundo.es