Respuesta: El Nuevo Cine
Efectivamente yo tampoco creo que exista "una edad de oro de la TV" per se, más bien un "boom" que se debe en gran parte a internet y la facilidad que hay ahora para poder ver esa televisión, que antes ni siquiera llegaba.
Bueno, en primer lugar matizar que cuando se habla de "edad dorada" se habla exclusivamente del ámbito de las series, porque obviamente la inmensa mayoría de los contenidos televisivos siguen siendo auténtica morralla.
La revolución televisiva de la última década es un hecho incontestable. ¿Que antes también se hacían series de calidad? Claro que sí. Pero:
a) En una proporción muy inferior a la actual.
b) Pocas series podían presumir de tener una calidad narrativa cinematográfica. Casi siempre los méritos de las buenas series solían ser más de guión y de interpretación que de puesta en escena, la cual siempre tiraba más hacia lo funcional que hacia lo expresivo (condicionado en gran parte porque los ritmos de rodaje de una serie son mucho más rápidos que los de una película).
Esta segunda era la principal razón por la que durante muchísimos años, especialmente durante los 80 y los 90, aquello a lo que aspiraba cualquier intérprete, director o guionista era a trabajar en el cine; la televisión solía ser el medio en el que se empezaba a trabajar con aspiraciones de poder dar algún día el salto a la pantalla grande; una vez dado dicho salto, volver a la televisión estaba visto como una suerte de fracaso profesional, una especie de cementerio de elefantes al que se veían relegadas las estrellas a las que les había pasado el arroz. No en vano hasta no hace pocos años en las revistas de cine se solía utilizar el calificativo
televisivo/a como peyorativo, como sinónimo de segunda división.
Y eso era, entre otras cosas, porque en la televisión había menos medios y menos libertad creativa que en el cine. Al estar dirigidas a una audiencia multitudinaria que acostumbra a ver la televisión mientras se pintan las uñas o hacen calceta y que no tiene ningún reparo en cambiar de canal a la mínima señal de aburrimiento, directores y guionistas televisivos estaban obligados a cumplir siempre determinadas normas: los capítulos tenían que seguir todos una estructura rígida e idéntica (divididos en cuatro actos separados por las pausas publicitarias, cada uno de los cuales tenía que acabar con un pequeño cliffhanger para incitar a la gente a no cambiar de canal); todas las escenas tenían una duración similar, en torno a minuto y medio y dos minutos; todo había que contarlo mediante el diálogo para que nadie perdiese el hilo de la serie aunque dejase de mirar la pantalla; tratar temas políticos o hacer uso explícito del sexo, la violencia y el lenguaje obsceno estaba prácticamente prohibido; el reducido tamaño de las pantallas obligaba a planificar todo a base de primeros y medios planos; y un largo etcétera de causas que hacían que, artísticamente, la TV estuviera varios peldaños por debajo del cine.
Claro que había series buenas que a veces se salían de lo convencional, pero la mayoría de ellas nunca llegaron a ver la vida más allá de una o dos breves temporadas, y con muy poca proyección internacional:
The Prisoner, Crime Story, Tanner '88, Frank's Place, The Black Donnellys, Ez Streets.... E incluso las buenas series de éxito muchas veces se sometían a determinadas imposiciones de la cadena que contradecían la voluntad de sus creadores, como
M*A*S*H, que tenía risas enlatadas metidas con calzador a posteriori.
La HBO revolucionó el panorama televisivo a finales de los 90, y el salto cualitativo pegado en la última década es innegable. Las series manejan mayores presupuestos, y visualmente están mucho más cuidadas. No solo porque tienen mejor fotografía y mejor diseño de producción, sino porque las puestas en escena son mucho más ambiciosas y arriesgadas, y ahora ya no se tiende a contarlo todo mediante el diálogo, sino que se hace un uso mucho más expresivo de la imagen y del sonido, al igual que se hace en el cine. Las series ya no están obligadas a someterse a las estructuras narrativas convencionales: ya no es necesario que todos los capítulos sean idénticos y sigan la misma plantilla, hay lugar para la experimentación.
Ahora se puede contar una serie en tiempo real o plantear un complejo puzzle narrativo repleto de saltos adelante y atrás en el tiempo. Ya no es necesario que todas las escenas duren dos minutos, pudiendo hacer que la escena dure 10 minutos... ¡o el capítulo entero! Ya ni siquiera es necesario que los protagonistas de la serie estén en el episodio, pudiendo mostrarnos la serie desde una perspectiva novedosa. Ya no es necesario darlo todo masticadito y explicarlo con pelos y señales, aunque sepas que muchos se van a quejar y te vayan a llamar timador. Se pueden mostrar escenas explícitas de sexo, violencia, lenguaje malsonante, y puedes reinventar tu serie en cada temporada... ¡y hasta en cada capítulo! (cfr.
Community).
Y no es de extrañar que en este estado de las cosas se haya producido una migración profesional del cine a la televisión; ahora la TV ya no es la sala de castigo a la que se ven relegados los que han fracasado en la industria, sino el reducto de libertad en el que los creadores pueden llevar a cabo todos aquellos productos que difícilmente se podrían desarrollar para la gran pantalla. Una revolución que empezó en los canales de cable, pero que acabó salpicando las televisiones generalistas, porque hasta hace tan solo hace unos años las diatribas políticas de
24, las marañas narrativas de
Lost o la metanarrativa de
Community eran inconcebibles en una
network.
Creo que la revolución que ha experimentado la televisión la última década es sencillamente innegable y que va más allá de una simple "moda" consecuencia del libre acceso a las series al que permite Internet. Por supuesto, es evidente que la red ha jugado un papel importante en la propagación del fenómeno; si, como antaño, tuviéramos que confiar en la emisión en abierto de las series, la mayoría de los españoles seguiríamos a estas alturas, sin saber cómo acabaron
Lost,
24 y
BSG, y seguramente no habríamos llegado a oler nunca series tan celebradas como
The Wire,
Firefly o
Breaking Bad. Sin Internet, seguramente no hablaríamos de edad de oro, sencillamente porque no habríamos visto ni la décima parte de buenas series a las que tiene acceso cualquier persona que sepa manejar el bittorrent. Pero la revolución catódica comenzó mucho antes de que la gente empezara a descargarse series (práctica que no empezó a ser habitual en nuestro país hasta hace prácticamente un lustro).