La pequeña operación para robar los exámenes proseguía y cada vez quedaba menos tiempo. Ese día, Sara se puso las gafas de sol, se quitó la horquilla y movió la cabeza. Sus cabellos rubios, limpios y sueltos, hicieron en el aire un dibujo de arpa, de oro y de estaño. Para nuestro protagonista, aquello era como estar en el Olimpo de los Dioses. Era imposible no amar a aquella chica aunque su carretera emocional estuviera tan llena de vaivenes y obstáculos: tan optimista y pesimista a la vez, tan gruñona y feliz, tan altruista y egoísta.... Tan rubia como los cantos del cisne en su lago. Sara blandió la horquilla, y dijo alegremente:
-Nuestro amuleto de la suerte, compañero.